Durante el confinamiento por el coronavirus, entre el desorden del tiempo y la reorganización de las tareas cotidianas que el paro generalizado propicia, he adaptado un nuevo hábito. Cada día, a las 8:30 de la tarde, después de salir al balcón a aplaudir o a gritar, respondo a la llamada por videoconferencia con mis padres. Ellos están en una ciudad del norte de Castilla. Yo en un barrio de París. Antes del coronavirus, nos hablábamos una vez cada dos meses, por las ocasiones importantes, las fiestas, los cumpleaños. Pero ahora, la llamada diaria se ha vuelto una bomba de oxígeno. Eso es lo que dice mi madre, que siempre ha tenido talento para el melodrama, cuando se abre la pantalla: “verte, es como salir y respirar.” Mi padre tiene noventa años, es un hombre dinámico que antes del encierro caminaba cada día ocho kilómetros. Es también un hombre frío: un niño abandonado por su propio padre que creció sin afecto, pensando que el trabajo era su única razón de existir. Aunque hay prohibición de salir para los mayores, mi padre sale cada día a comprar el pan a doscientos metros de casa, con sus guantes y su mascarilla. “Nadie puede negarle eso”, dice mi madre. Y añade, cuando mi padre se aleja: “Quizás ya nunca más volvamos a poder pasear juntos por la calle. Quizás ésta sea su última primavera. Tiene que poder salir.”
Mi madre me llama unas veces en masculino, otras en femenino, pero siempre Paul. Me gusta cuando mi padre pregunta, “¿Quién llama?” Y mi madre responde, “es nuestro Pol.” Ella lo imagina así, escrito Pol. Cada día, mi padre inspecciona mi rostro en la pantalla como si escrutara los cambios producidos por la transición de género. Pero también, como si buscara su rostro en el mío. “Cada vez te pareces más a tu padre”, dice mi madre. La transición ha subrayado la similitud de nuestros cuerpos y de nuestros rostros, como sacando a flote un fenotipo que el estrógeno mantenía escondido. Aunque no se lo digo, ese parecido resulta tan inquietante o tan conmovedor para mí como para él.
El otro día mi padre me preguntó: “¿Por qué no te dejas la barba entera?” “Porque no me crece por igual en toda la cara”, le expliqué yo. Y añadí: “Empecé a tomar testosterona cuando tenía 38 años y cuando los poros de la piel están cerrados no puede crecer el vello.” “Pues vaya negocio. Para este reca’o no hacen falta alforjas,” respondió mi padre. “Déjale, no te metas con su barba. ¿Se mete él con la tuya?”, le amonestó mi madre. Cuando les explico que estoy corrigiendo las galeradas de un nuevo libro que sale en junio, mi madre pregunta, con un interés que deja al descubierto su deseo, a quién se lo voy a dedicar. “A Judith Butler”, digo yo. Y, “¿quién es esa señora?”, pregunta ella. Yo le explico que no es una señora, que es una persona que no se identifica con ningún género, ni masculino ni femenino y que le acaban de dar el certificado de persona de género no binario en California, como a mí me dieron en 2017 el cambio de sexo legal. Les digo que es el/la filósofe gracias al cual yo supe que incluso para los que éramos como nosotros, los que habíamos sido considerados desviados o degenerados, era posible hacer filosofía. “¿Y si no es ni un hombre ni una mujer?”, pregunta mi padre, “¿qué es?” “Es libre”, le digo yo. “Pues vaya negocio, para ese reca’o no hacen falta alforjas.” Y los tres nos reímos. Antes de colgar, mi padre, que nunca ha sido capaz de decirme que me amaba, se acerca mucho a la pantalla y me manda un beso. No sé cómo reaccionar a su inesperado gesto afectivo. “Te esperamos mañana”, dice mi madre, “para nuestra salida juntos del día.”
Después de la última cita con ellos, al escuchar la insinuada petición de mi madre y al verles tan frágiles y tan repentinamente cariñosos, pienso que querría poder algún día dedicarles un libro. Y entonces se me ocurre que para que pudieran disfrutar de esa dedicatoria sin verse ofendidos por el contenido, yo tendría que ser capaz de escribir un libro donde no figuraran las palabras homosexual ni homosexualidad, ni la palabras transexual y transexualidad, ni la palabra sexo, ni sexualidad, ni violación, ni trabajo sexual, ni prostitución, ni aborto, ni penetración, ni dildo, ni ano, ni erección, ni pene, ni polla, ni vagina, ni vulva, ni clítoris, ni tetas, ni pezones, ni follar, ni correrse, ni chupar, ni eyacular, ni SIDA, ni orgasmo, ni felación, ni sodomía, ni masturbación, ni perversión, ni maricón, ni lesbiana, ni lesbianismo, ni tortillera, ni bollera, ni amanerado, ni gay, ni marimacho, ni camionera, ni puta, ni zorra, ni mastectomía, ni faloplastia, ni enfermo mental, ni disforia de género, ni psicosis, ni esquizofrenia, ni depresión, ni pornografía, ni farmacopornográfico, ni mierda, ni adicción, ni droga, ni drogadicción, ni alcoholismo, ni marihuana, ni heroína, ni cocaína, ni metadona, ni morfina, ni crack, ni camello, ni suicidio, ni prisión, ni criminal…. El ejercicio de escritura, en sí mismo, me digo, sería heroico. El libro podría ser una larga perífrasis barthesiana, una buena distracción para los tiempos del confinamiento.
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Imagen de portada: Paul B. Preciado. Fotografía de Marie Rouge.