Ni frente a la cámara, ni recibiendo órdenes
El cineasta Emilio Gómez Muriel quería sugerirle mejores opciones dentro del cine a su amiga Gloria Schoemann, a quien conocía desde años atrás.
¿Y por qué no pruebas como script? Mira a Matilde Landeta, no deja de ser llamada para trabajar en la continuidad de los guiones de Fernando de Fuentes. Y después de algún tiempo, hasta podrías llegar a ser asistente de dirección. Matilde ya se lo pidió a Julio Bracho y ahí anda viendo si el sindicato se lo permite.1
A ambos los unía el haber nacido en el México de 1919 y la experiencia común de haberse trasladado a Los Ángeles muy jóvenes, al igual que muchos precursores del cine sonoro de su país. Schoemann, huérfana desde niña, estudió taquimecanografía e incursionó en las oficinas productoras de Estados Unidos, como lo hicieron también Elvira de la Mora y Concha Urquiza, otras dos mujeres pioneras del cine mexicano.
Gloria se tocó el cabello, nerviosa, en un gesto inútil ante las hebras castañas que permanecían, impecables, anudadas en un moño bajo. Prefería mantener su melena semicorta suelta y los rizos ondulados fuera del rostro, de manera que se vieran los aretes que siempre portaba. Su breve experiencia frente a la cámara en Hollywood y en México le había producido una incomodidad que no podía definir del todo. Poco pesó la gentileza de José Mojica, siempre dispuesto a apoyar al contingente latinoamericano que trabajaba en el cine estadounidense, o haber interactuado en unas cuantas escenas con Arturo de Córdova, la nueva estrella mexicana. El plató no era lo suyo. Algo en el ambiente del set la fastidiaba, aun cuando su cuñado, Chano Urueta, la animaba a perseverar:
Emilio, me alivia que no insistieras, como Chano, en lo de la actuación, a pesar de las oportunidades que pudiera haber. Las hay, lo sé. Pero, por ejemplo, para ser una buena script se necesita una memoria de elefante. Matilde Landeta es fantástica. Ella recuerda a la perfección cómo van vestidos los actores, qué pendiente llevaba la actriz, cuál fue la última línea del diálogo. Además, ¡se la ve tan cómoda dentro del set, lidiando con el director, con su asistente, con el productor! Tampoco es lo mío. Y estoy consciente, como bien dices, de que es el empleo ideal para una mujer. Hasta el sindicato, tan cerrado siempre, lo acepta. Todos consideran el puesto de script casi como el de una secretaria más, pero dentro del rodaje.
“Lo que haces me llama mucho la atención”
Gómez Muriel no entendía bien a dónde deseaba llegar Gloria. Si no quería ser actriz ni continuista, ni trabajar en las oficinas de las compañías productoras, que lo mismo surgían que se apagaban en un abrir y cerrar de ojos, ¿cómo podía ayudarla? ¿Le pediría colaborar en los diálogos de algún guion? Sabía que Elvira de la Mora escribía los cinedramas de algunas películas de Gabriel Soria, incluyendo la elogiada ¡Ora Ponciano! (1937), aunque su nombre no apareciera en los créditos. Recordó que Rosa de Castaño acababa de entregar el guion de su novela para la película de René Cardona, Adiós mi chaparrita (1941). Ah, y que Conchita Urquiza, la cuñada de Alejandro y Marco Aurelio Galindo, adaptó tan bien a Edmondo de Amicis que Corazón de niño (1939) terminó por jalar muchísimo en la taquilla. Pero, bueno, ante las más de treinta películas que se estaban rodando en esos momentos, y que con seguridad aumentarían después del trancazo que había significado Allá en el rancho grande (1936), unas pocas escritoras confirmaban que una golondrina no hace verano.
Gloria se alisó la falda del trajecito oscuro que solía portar, tomó aire y soltó, con esa voz tan fuerte, tan llena de convicción que atrapaba como un imán a quienes la rodearan:
Lo estuve pensando, Emilio, y quiero preguntarte sobre la posibilidad de comenzar como ayudante de edición. Mira a Guadalupe Marino. Comenzó colaborando con don José, su papá, y solo en un año cortó los negativos de siete películas. Trabajo, entonces, no falta. Y eso es lo que me urge ahora. No quiero ser una carga para mis tías y hace más de seis meses que no encuentro nada fijo.
Emilio la estimaba. Tenían muchos conocidos en común y el medio cinematográfico, aunque estaba en expansión, todavía era un ámbito pequeño. Había colaborado en la edición de tres películas de Chano, quien ya le había ofrecido editar también La noche de los mayas (1939). No era cosa de mostrarse desagradecido. Como bien decía su joven amiga, solo entre 1938 y 1939 había editado diez películas y apalabrado igual número de proyectos para los próximos dos años.
De acuerdo, Gloria. Hay que buscar a otra persona que tenga algún peso, además de mi aval, para que ingreses al ramo de la edición. Te ofrezco comenzar como aprendiz de mi ayudante. De ti dependerá subir al siguiente nivel y, quién sabe, tal vez en un par de años podrás ser contratada como responsable única de editar alguna película.
Gabriel Figueroa sería el segundo aval de Gloria Schoemann, así como apoyaría, una década después, a Josefina Vicens cuando ingresó primero en un puesto secretarial y, casi enseguida, como guionista. Gloria compartiría créditos con Jorge Bustos en Yo bailé con don Porfirio (1942) de Gilberto Martínez Solares, y con él y don José Marino en El rayo del sur (1943), de Miguel Contreras Torres. La primera fue significativa porque aseguró su ingreso a Films Mundiales, compañía productora dirigida por uno de los hombres más talentosos y significativos para el despegue del cine mexicano de la época dorada: Agustín J. Fink. Ahí fue donde, en 1943, con Distinto amanecer (nada más ni nada menos), Schoemann vería su nombre en solitario como editora justo después del de Figueroa, quien estuvo a cargo de la fotografía.
“No te entiendo nada; no sé qué idioma hablas”
Distinto amanecer fue la primera de una serie de fructíferas colaboraciones con Julio Bracho. En los años siguientes, participaron en La corte del faraón (1944), Cantaclaro (1946), Don Simón de Lira (1946) e Historia de un corazón (1951), que, si bien no son lo mejor de la filmografía del duranguense, sí dan cuenta del fuerte vínculo laboral y de amistad forjado. En una de las pocas entrevistas que concedió, Schoemann dijo: “Me llevo estupendamente con él, se trabaja muy a gusto a su lado”. El equipo de producción pudo haberse sorprendido con esas declaraciones, pues más de una vez, en los espacios aledaños a la sala de edición, se escuchó el vozarrón de Gloria intentando persuadir a Bracho de las decisiones tomadas sobre el material filmado. “No te entiendo nada, no sé qué idioma hablas”, refunfuñaba el director. Algunas veces llegaban a un acuerdo; otras no.
Schoemann no tardó en formar parte del equipo que consagró la vertiente nacionalista del cine mexicano con Emilio Fernández al frente. A Figueroa, Schoemann, Fink o Felipe Subervielle en la producción, Mauricio Magdaleno en el guion y Manuel Fontanals en el diseño de producción se deben María Candelaria (1943), Las abandonadas (1944) y Bugambilia (1945). Con parte de ese staff, Schoemann seguiría al lado de Fernández en muchos más títulos: Enamorada (1946), La perla (1947), Río Escondido (1948), Maclovia (1948) y Salón México (1949), entre otros. La pistola al cinto de Fernández nunca intimidó a la editora: “un encanto trabajar con él”. Aprendía tanto como aportaba en las reuniones de trabajo del equipo: director, fotógrafo, escritor y ella, todos opinaban sobre cada aspecto de la película. Sorprende, entonces, cómo en un medio tan masculino y patriarcal como el cinematográfico de la Edad de Oro, Schoemann consiguiera ocupar una posición en pie de igualdad. En muy poco tiempo, la otrora taquimecanógrafa retaba a editores de gran prestigio a probar que su versión cinematográfica no era mejor que la de ellos. Tres años después de Distinto amanecer, solo Charles Kimball ganaba lo mismo que ella (ocho mil pesos de la época) y no había realizador que no la quisiera en sus proyectos.
¿Personaje secundario?
El cine mexicano de la Edad de Oro suele vincularse a un puñado de películas sobresalientes, intérpretes que aún son recordados y, tal vez, a unos cuantos directores. En la memoria de los públicos permanece aquello ligado a la experiencia cotidiana; a las prácticas socializadas a través de la conversación, las lecturas compartidas, las rutinas colectivas. No extraña entonces que, fuera de los nombres que figuraban en la primera plana de revistas, secciones de espectáculos o créditos de filmes, el equipo de producción se ignorara casi por completo. Entre esas omisiones destaca la de la editora cinematográfica Gloria Schoemann, sin cuya intervención las cintas que apuntalaron nuestro cine hubieran contado otras historias. Aunque Bracho y Fernández fueron los realizadores con los que más se identificó, trabajó también en la primera película en México de Luis Buñuel, Gran Casino (1947), en las de su amiga Matilde Landeta, Lola Casanova (1949) y La negra Angustias (1950), con Roberto Gavaldón en El niño y la niebla (1953), al igual que en largometrajes de enorme popularidad como Dos tipos de cuidado (Ismael Rodríguez, 1953). En su haber acumuló más de doscientos trabajos de edición, catorce nominaciones al Ariel de Plata (de las cuales obtuvo tres premios) y el más alto reconocimiento otorgado por la Cineteca Nacional, la Medalla Salvador Toscano al mérito cinematográfico en 1993. Por primera vez este honor fue concedido al ramo de la edición (después de ella, solo dos mujeres lo han recibido: Guadalupe Marino y Paz Alicia Garciadiego).
A los 73 años se retiró, un tanto decepcionada por la naturaleza de los proyectos cinematográficos que le ofrecían, aunque la Academia Mexicana de Ciencias y Artes Cinematográficas seguía reconociendo su labor. Falleció en 2006, a los 96 años. La calidad, la cantidad y la trascendencia de las películas que editó la sitúan como la figura más importante de su campo en la historia del cine mexicano.
Imagen de portada: ©Luis Márquez Romay, fotografía fija de la película Maclovia, de Emilio Fernández, 1948
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Las citas reproducidas en este texto son ficticias y están inspiradas en datos referenciados en los siguientes libros: Gloria Schoemann. Testimonios para la Historia del Cine Mexicano, Eugenia Mayer (coord.), vol. IV, Cineteca Nacional, CDMX, 1976 y Guillermo Zavala, “Gloria Schoemann. Más de treinta años en el trabajo de edición”, El Día, 17 de julio de 1976. [N. de los E.] ↩