El pasado tres de abril llovió y granizó sobre la zona metropolitana de la Ciudad de México como si se hubiera desplomado la atmósfera sobre la Tierra. Un frente frío oceánico condensó el agua en gruesas gotas que se hicieron gradualmente sólidas. Moldeadas por el viento, se formaron pequeñas bolitas de hielo que se precipitaron al suelo como proyectiles. Estas bolitas de agua congelada eran pesadas como balines de acero: con su peso entero golpearon los techos metálicos de las casas al caer, produciendo un ruido ensordecedor. El agua y el granizo se fueron acumulando como nieve sobre el asfalto, creciendo en altura con la velocidad de la espuma. Las calles se cubrieron de blanco en algunos barrios del oriente. A medida que el agua caía con furia, ametrallando las calzadas con proyectiles de granizo, algunas colonias del municipio de Ecatepec empezaron a inundarse: el agua granizada desbordó las calles hacia las aceras, y luego ascendió hasta alcanzar los umbrales de las casas. Mientras el agua y el hielo golpeaban los techos como si fueran a tumbarlos con su martilleo, por abajo las corrientes se colaban por la rendija de las puertas, extendiendo una mancha líquida sobre el piso que pronto alcanzó a cubrir la superficie entera de las plantas bajas. Minutos después, los tapetes salieron a flote como islas, mientras las patas de las sillas y mesas quedaban sumergidas. Los electrodomésticos naufragaron bajo caudales de agua. Los objetos navegaban en medio de los muebles, agitados por las corrientes entrantes. Afuera, los carros quedaron atorados en medio de las vías. El oriente de la zona metropolitana, como suele suceder año tras año desde hace más de tres décadas, se inundó. Tal y como ocurrió hace pocas semanas en Ecatepec, varias colonias de la Ciudad de México y sus zonas conurbadas se inundan de manera sistemática desde la fundación de esta ciudad: en 1629 las lluvias ahogaron bajo metros de agua a los nacientes asentamientos citadinos, dejando marcas en el trazado urbano que aún hoy se reconocen al andar por las calles de su centro histórico. En 1950 casi toda el área metropolitana se inundó: tras la crecida de ríos como La Piedad o Los Remedios, las calles y avenidas se convirtieron en canales sobre los cuales navegaron durante meses precarias embarcaciones en equilibrio frágil. Desde 1980 el Canal de La Compañía, al suroriente, se ha desbordado periódicamente de aguas cargadas con agentes químicos industriales que alcanzan a elevarse más de medio metro sobre los camellones de algunos barrios vecinos. En el 2000 comenzaron las inundaciones periódicas en la zona de Ejército de Oriente, tras el desborde de los grandes drenajes que aún la atraviesan bajo tierra. Desde 2010 los habitantes de Valle de Aragón luchan año con año para evacuar el agua que se cuela repetidamente en sus casas. En la década siguiente, en muchos otros barrios del oriente y sur de la metrópolis el agua continuó brotando de las coladeras dispuestas a ras de suelo, resistiéndose a ser desaguada de este territorio.1
Las inundaciones que palpitan a lo largo y ancho del perímetro urbano son un problema de capas materiales entrelazadas entre sí. La primera capa está hecha de personas movilizadas por las crecidas hídricas: el agua empapa de un modo profundo a quienes habitan el interior de una casa inundada, y también salpica fuertes gotas sobre aquellas personas a cargo de construir y mantener las infraestructuras de desagüe. El agua que inunda la Ciudad de México implica también a quienes toman decisiones sobre dónde y cómo urbanizar, a quienes dictan las reglas de juego para que todas estas instancias humanas actúen y a quienes arbitran sobre la implementación de estas reglas: administradores públicos, legisladores e instancias de justicia. Hay quienes tienen la experiencia del agua en el interior mismo de sus vidas, y quienes a su vez mueven los flujos a kilómetros de distancia desde oficinas de gobierno, juzgados o consorcios constructores. En medio de estos dos modos de relación existe una cadena muy larga de personas que regulan, ejecutan, dictaminan, reportan, documentan, analizan, difieren, levantan, reparan, desplazan y reclaman sobre los titánicos movimientos hídricos, dándole forma a este complejo fenómeno. Esta capa humana se parece a un estrato geológico, sedimentado de manera irregular a través del tiempo: es una capa con vetas sociales, urbanísticas, ingenieriles, económicas, jurídicas y políticas. Hay humanos ya difuntos que siguen incidiendo, como fantasmas que nunca descansan, en la forma en la que el agua escurre para luego estancarse sobre el suelo de la ciudad; las inundaciones de hoy están unidas a las decisiones de los fundadores del proyecto colonizador que inició en 1621. Los colonos españoles trajeron a cuestas sus naves, arrastrándolas obstinadamente por océano y tierra hasta las orillas del lago de Texcoco, un inmenso “mar interior” ubicado en el centro geográfico de este territorio, el cual se abrió ante sus ojos como una porción disponible para ser conquistada. Con esta obstinación los recién llegados insistieron en dominar a los pueblos que habitaban las tierras de esta cuenca, sometiendo sus cuerpos junto a los cuerpos de agua a los cuales se unían sus vidas: los lagos de Zumpango, Xaltocan, Texcoco, México, Chalco y Xochimilco. Así, bajo el nombre de “Distrito Federal”, en los siglos subsecuentes tomó forma un modelo europeo de moldear el territorio en el corazón mismo de una geografía lacustre americana. Los constructores se abrieron camino en esta geografía intentando aplanar su relieve, rechazando con ello la incontestable realidad de las acumulaciones de agua que convergen en sus partes bajas. Para seguir avanzando los sucesores de los primeros colonos desecaron sus lagos, desplazaron a sus poblaciones, entubaron sus ríos, ocuparon sus territorios sin regulación y sobreexplotaron su acuífero hasta provocar el hundimiento del suelo varios metros más abajo. Sus decisiones, sumadas como los sonidos de una orquesta desafinada y disonante, han marcado desde entonces este proyecto metropolitano como cicatrices. Las catastróficas consecuencias de estos procesos humanos se han agravado a medida que la ciudad se expande por la cuenca de México, invocando una y otra vez la historia de su fundación. También hay una capa más que humana2 que es tan compleja como la humana y que se mueve a veces de manera imperceptible o tan ágil como un espasmo de la Tierra. Al igual que la capa humana, está compuesta por una diversidad infinita de elementos que se amalgaman o chocan entre sí, recomponiendo la forma de la ciudad día por día y, con ésta, los recorridos del agua. Al desplegar esta capa entendemos, por ejemplo, que una inundación no es sólo agua empozada en un barrio del oriente: está hecha de muchas cosas agenciadas en el instante de una crecida. En términos materiales la inundación no es un fenómeno local y aislado, sino una cadena de fenómenos distribuidos en el espacio y el tiempo: ciclos de lluvias y vientos; plantas y animales que pueblan los cerros o se han extinguido; capas de asfalto que han tapizado el valle; tejidos tubulares de drenajes, ríos entubados y emisores dispuestos en el subsuelo; heridas físicas infligidas sobre este territorio durante los procesos coloniales. Sosteniendo toda esta pesada carga a cuestas, el relieve mismo de este valle y su antiquísima historia geológica forman una parte primordial de esta capa, meciéndola al vaivén de la vida de las rocas. Esta capa está hecha de aire: un aire que es ubicuo y dinámico. En ocasiones se enfría y condensa en lluvia para luego elevar su temperatura, atrapando microscópicas gotas unidas a elementos sólidos que forman una atmósfera amarilla. Este mismo aire se respira y transpira: atraviesa sin esfuerzo a las cosas sólidas a través de sus poros, cavidades o grietas. A veces parece quieto cuando se mueve de manera más sutil, y a veces tan inquieto que forma tormentas y tolvaneras a su paso. Este aire refresca, moviliza aunque también amenaza. Transporta vientos cargados de olores de otras geografías y acarrea partículas del Valle de México hacia afuera. Éste es el aire que trae la lluvia y que después la desvanece en evaporaciones atmosféricas. Esta capa también está hecha de plantas, animales y otras formas de vida —pocas de ellas endémicas y muchas foráneas— que intentan abrirse camino por este extraño y denso paisaje metropolitano. A pesar de ser constantemente desplazadas por la retícula urbana, las plantas se aferran a la tierra formando comunidades boscosas que tejen redes inmensas de intercambio bajo el suelo. A la vez, son refugio de otras comunidades, visibles e invisibles. Son el hogar de aves que migran y encuentran refugio. También son canal para el tránsito de otras materialidades: mientras en sus ramas habitan roedores, insectos, microorganismos y otras plantas parásitas, por abajo sus raíces van capturando el agua que escurre por la pendiente de las montañas, para luego dirigirla hacia el acuífero. Abriéndose generosas hacia el cielo, sus hojas liberan paquetes de oxígeno a esa capa aérea que atraviesa la ciudad entera, modulando su temperatura y las precipitaciones acuíferas. Las edificaciones son otro componente: con el tiempo se han naturalizado, convirtiéndose en monstruos de acero y concreto que devoran a otros seres, o en nuevos estratos geológicos que se adhieren y presionan a los más antiguos. En el curso del último siglo las calzadas, casas, torres, sistemas subterráneos de transporte y otras construcciones han formado paulatinamente una suerte de geografía impostada que se ancla al relieve de la cuenca, desfigurándola con sus caprichosas formas: las torres se alzan como nuevos picos que compiten en altura con las montañas, mientras las partes bajas se hunden en depresiones más profundas.
En la Ciudad de México se libra además una lucha diaria entre seres vivos y edificaciones que tiene efectos sobre todas las cosas que se encuentran en el camino del agua, mientras ésta escurre de las cumbres, rueda por los cauces de los ríos, se infiltra en el sustrato hacia el subsuelo y se desvía de su curso hacia las zonas inundables. El agua intenta seguir su ciclo milenario de infiltraciones, escurrimientos, convergencia lacustre, evaporaciones y precipitaciones, para encontrarse con un recubrimiento impermeable que no le da espacio a aquellos seres necesarios para su integral circulación. Desviadas de su camino por la cuadratura del desarrollo urbano, estas aguas confundidas se suman a las pluviales y a otras más que pasan antes por las tuberías domésticas. En el tránsito van acarreando además una multitud de elementos foráneos: alimentos, detergentes, pesticidas, aceites, paquetes, cajas, platos, vasos, botellas, papeles de todos los calibres, trapos, zapatos, muebles, electrodomésticos, escombros. Los flujos se acumulan, chocan y se dirigen hacia tuberías más anchas sepultadas varios metros bajo tierra. Estos tubos progresivamente convergen en caudales más robustos: las aguas que vienen del sur de la ciudad, por ejemplo, son descargadas en el antiguo curso del río Churubusco, sobre el cual corre ahora una avenida homónima. Estas aguas, cada vez más robustas y cargadas, son distribuidas de forma arborescente hacia tubos emisores: monumentales túneles forrados con gruesas capas de concreto que alcanzan varios metros de amplitud. Los emisores expulsan el agua del perímetro urbano, mientras el caudal fricciona violentamente las paredes de concreto. Entretanto, en otros puntos de la ciudad las aguas se concentran en vasos reguladores abiertos por excavadoras, o en presas que cortan el flujo de alguna corriente y descargan su peso entero sobre delicados muros de concreto reforzado. Los vasos forman espejos de aguas oscuras que se curvan hacia arriba al alcanzar el borde y henchirse en tensión superficial. Las presas se agitan y craquelan con el peso de cientos de miles de metros cúbicos de líquido represado. Los tubos y contenedores parecen a veces frágiles, superados por la fuerza incontenible del agua que periódicamente los desborda. Todas estas infraestructuras de entubamiento, desvío, contención y desagüe no sólo entran a formar parte de la capa más que humana, sino que logran transformar al agua que se precipita y escurre en agua residual. Debajo de todo está la cuenca de México, moviéndose a otro ritmo. Las montañas que determinaron los cursos del agua en este territorio tardan hasta 290 millones de años en formarse. Para que esto ocurra el magma tiene que aflorar de las profundidades de la Tierra, para luego enfriarse y sedimentarse en sucesivas capas que a su vez van siendo paulatinamente moldeadas por los tiempos y cambios de temperatura. El agua que cae y rueda por las laderas va suavizando su superficie y a la vez va cavando surcos que, con el tiempo, se hacen ríos. Lentamente, sus formas son amasadas hasta fundirse con otras montañas, formando valles en los intersticios sobre los cuales se descarga el agua que escurre por las faldas, mientras en otras partes esta aflora poco a poco del subsuelo. En este territorio las montañas se van juntando unas con otras hasta cerrarse en un sólido anillo de roca, en cuyo centro se forma un cuenco dispuesto a recibir todos los flujos hídricos. El agua y la tierra se van moviendo juntas mientras una da forma a la otra, hasta ambas lograr una danza sincronizada. A pesar de la amplia envergadura de los túneles que se cavan en el subsuelo y del peso del asfalto, en el transcurrir de esta danza entre agua y tierra, el agua seguirá buscando sus viejos caminos. Los cerros que por el occidente enmarcan este anillo rocoso estallan en una multitud de manantiales; estos a su vez van lanzando hilos de agua que se anudan en el centro del Valle de México. Por el oriente, las montañas más altas se estiran hacia arriba. En la altura sopla un aire frío que congela el agua a su contacto, cubriendo las cumbres de blanco. Esta capa de nieve se hace suave y líquida a medida que desciende, hasta deshacerse en ríos. Así, al bajar, los hilos de agua del oriente se tocan con aquellos emanados del lado opuesto de la cuenca en el gran lago de Texcoco. Al hincharse de agua, los seis lagos del valle se tocan entre sí, formando un solo territorio hídrico.
Imagen de portada: Mapa de la Ciudad de México. Juan Gómez de Trasmonte, 1628
-
Gracias a Diana Jiménez, Jacobo Espinoza, Dean Chahim y Ramón Domínguez por compartir sus testimonios e investigaciones, los cuales han sido fundamentales para reflexionar sobre las inundaciones en el vasto territorio de la Ciudad de México. ↩
-
El término más que humano lo he adoptado del libro de Donna Haraway, Staying with the Trouble: Making Kin in the Chthulucene, Duke University Press, Durham, 2016. ↩