En el aislamiento que trajo consigo la pandemia, la escritora argentina Tamara Kamenszain (1947-2021) tejió el que sería su último libro de poesía, Chicas en tiempos suspendidos (2021). Lejos de abstraerse de la realidad permeada por el asedio de un nuevo virus, pero también lejos de pretender hablar en nombre de ella, Kamenszain se deja llevar por la fuerza del verso y su cesura sin que este recurso le impida contar, narrar. “Sola y encerrada desde hace más de cien días”, confiesa en una de las páginas, dejándonos entrever que lo que aquí se esconde es la parte íntima de una subjetividad. Por más que se agazape en sus versos, su yo no está a salvo de las angustias del confinamiento ni del miedo ante la posibilidad de contagio. Si las peripecias cotidianas se acotan a las coordenadas de la casa cerrada a cal y canto, a los anaqueles de la biblioteca personal, entonces será ese el territorio en el que la escritura devenga creación de salud, de anhelada inmunidad. Lo cual es como decir que en ella se abre la posibilidad de vida. Y la vida acaso sea siempre resistencia ante todo lo que la aplasta, ante lo que la aprisiona.
Imagino a Tamara sentada en su living —como reza uno de sus poemarios, Vida de living (1991)— leyendo las reflexiones de Jacques Rancière acerca de los tiempos extraordinarios producidos por la nueva pandemia y sobre los requerimientos que parecen obligar a los intelectuales a descifrar la realidad, a elevar su mirada a la altura de una visión de la historia del mundo. Alejado de ese podio, de esa urgencia de dotar de sentido a lo que pasa, el filósofo manifiesta —como anota la porteña— su sorpresa ante el modo en que sus colegas (apurados por la demanda periodística) se apresuran a darle un sentido histórico, incluso ontológico a la nueva actualidad, trivializando lo que tiene de sorpresivo e inesperado eso que simplemente es. Del lado opuesto, el autor del oxímoron luminoso —“maestro ignorante”— prefiere, sin más, atenerse a lo que hay: una realidad que, en los días del confinamiento, era la de “un tiempo suspendido”. Tamara toma este sintagma para armar el título de su poemario, ayudándose también de esa línea abierta por Rancière que no supone más que vivir ese presente descolocado de las fechas, inesperado, y “seguir trabajando con lo que tiene”, como escribe en uno de sus versos.
Tamara crea con lo que tiene a la mano, y no es poco, pues se trata de presencias que desde las repisas de su biblioteca se le aparecen como nuevas, acompañándola a enfrentar ese tiempo sin medida de encierro forzado. Al amparo de estas presencias Kamenszain despliega, como fuerza catalizadora de su poemario compuesto por fragmentos, una genealogía poética, mecanismo característico de su escritura ensayística. Trazo filial para hermanar diversas escrituras, distintos gestos a partir de un núcleo en común, condensado en el primer término del título: “chicas”. Esta palabra, abandonando el perímetro acotado de la edad, se resignifica y se convierte en un entrañable guiño a la vez que nos habla a todas, pues apela a la juventud latente en todas nuestras edades, une en una sola familia a las poetas que quisieron devenir niñas en su escritura, como Amelia Biagioni cuando escribía: “si alguien me llamara, me buscara/ preguntaría por una niña de mil años”. Y une también a aquellas que versificaron un amor que, empero, se corporizaría en herida de muerte, como Delmira Agustini, asesinada por su antiguo esposo, o Alfonsina Storni, quien se suicidó mientras pedía: “si él me llama le dices que he salido”. Linaje femenino en el que entran las voces más jóvenes, como la de Cecilia Pavón, Celeste Diéguez y Marília Garcia; así como otros gestos que sin situarse en el terreno de la escritura hacen poesía mediante la acción, arriesgándose a intervenir en lo real sin miedos, como Estela de Carlotto —“auténtica poetisa de lo real”— cuando fundaba, junto a otras mujeres, las Abuelas de la Plaza de Mayo. De unas a otras resuena una dulce sonoridad que franquea cualquier encierro. Si en las calles circula un virus “al que ninguna metáfora disuelve”, queda la capacidad de la escritura de revivificar las palabras, de extirparles “el virus del estereotipo”, de revivirlas para revivirnos.
Dejándose guiar por esa voluntad contra la estereotipia que esclerotiza las palabras, Kamenszain encuentra la pauta para estructurar el curso de sus versos en cinco partes cuyos títulos son, en sí mismos, los principios de una estética —también de una ética— aquí propuesta. Con la primera sección, “Poetisas”, Tamara se reapropia de esa palabra casi en desuso que llegó a ser vergonzante para aquellas que ansiaban asegurarse “aunque sea un lugarcito/ en los anhelados bajofondos del canon”. Kamenszain vuelve a esta palabra trasnochada para insuflarla de vida, voz que retorna con renovados matices y le permite fraguar esa genealogía femenina que reverbera con la potencia de lo dulce, derogando el estereotipo de irracionalidad y sentimentalismo atribuido a la escritura de mujeres.
Enseguida aparece la sección “Abuelas”, en donde Tamara confiesa su incomodidad cuando, desde el televisor, la llaman así para clasificarla dentro del grupo de riesgo. No es que a la porteña le disguste esa palabra con la que sus nietos la nombran, cifra de la naturalidad de un niño que ordena su árbol genealógico; sino, más bien, esa nota de bondadoso desprecio que las voces televisivas le imprimen, “porque las palabras/ son todas nobles hasta que se les pega/ el virus del estereotipo”. Dándole un giro a más de una palabra, la figura de Carlotto junto a la de otras abuelas domiciliadas en una plaza a la espera de sus nietos desaparecidos constituyen —escribe Tamara— el “verdadero grupo de riesgo”.
De los pañuelos blancos de las Abuelas de la Plaza de Mayo a los verdes que hoy inundan las calles, se perfila la tercera sección, “Chicas”, y después “Antivates”. En esta cuarta parte, la porteña retoma esa noción que venía formulando desde su libro de ensayos, Libros chiquitos (2020), para nombrar a aquellos poetas que se despojan de las vestiduras de iluminados, que se degradan como autores para atender lo que otros desechan por poco literario. Nicanor Parra es uno de esos poetas que rehúsan hablar con la grandilocuencia del vate, dinamitando con el prefijo anti toda pretensión lírica. En la última sección, “Fin de la historia”, Kamenszain parece volver al inicio para revelar que, sumergida en el tiempo estancado del encierro, recordó a Georges Didi-Huberman cuando este dijo que “el anacronismo es fecundo”, lo que a Tamara le sirvió de acicate para retomar la palabra poetisa, piedra angular de este poemario.
Estos versos no dejan indemne a quien fija una especificidad para los géneros literarios, a quien erige las lindes que encierran el discurso en un espacio inmóvil. Kamenszain venía desplegando desde sus volúmenes anteriores esa fuerza que empuja los límites de la poesía haciéndolos trastabillar, sin derruirlos, logrando con cada golpe de verso una cercanía con lo narrativo, con lo ensayístico. Al imbricar las herramientas atribuidas a otros registros genéricos, la poesía deviene un espacio abierto, en contacto con lo otro de sí que, al alimón, entraña el contacto con los otros. Haciendo equilibrio entre lo poético y lo ensayístico, Tamara ovilla sus versos en torno al ritmo de dos estribillos. La repetición de una frase adversativa, “y sin embargo, y sin embargo”, se vuelve la musicalidad que, mientras imanta los fragmentos de aquello que se comprometió a contar, nos deja el atisbo de que siempre hay algo más, un plus que desborda el tejido del texto, cortándolo: es la realidad, “ese golpe que corta la prosa”, escandiéndola en versos. Con todo, “lo que empezó como poesía/tuvo que terminar como novela”, canta el segundo estribillo cuando, por caso, los versos nos hablan del feminicidio de Delmira: El Día de Montevideo tituló la nota “Él se suicidó sobre el pecho sangrante de la amada”, soslayando lo principal, el asesinato. Así, para evitar que termine como novela lo que empezó como poesía, hay que volver a las poetisas, a sus nombres.
Poetisa se vuelve entonces la palabra invocatoria que revive y hermana en una línea filial a las versificadoras del amor y a las que, con amor, intervienen lo real con sus pañuelos blancos y verdes. Invocación que logra hacia el final del poemario un retorno a la poesía con la última metamorfosis del estribillo, pues “no todo lo que empieza como poesía termina como novela”.
Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2021
Imagen de portada: ©Vera Primavera, Ser isla, 2020. Cortesía de la artista