Nombrar es un compromiso con el intelecto y con la opinión pública, contar muertos es una estrategia que apunta hacia el suceso sin comprometerse. Rossana Reguillo
La “guerra contra el narcotráfico” declarada por el expresidente de México Felipe Calderón Hinojosa en diciembre de 2006, y el posterior despliegue militar a lo largo y ancho del país, ha producido un dramático incremento de la violencia, generada por agentes del Estado, por grupos criminales o por ambos cuando actúan de manera coordinada.
México fabricó una guerra y se lanzó a enfrentar militarmente a un enemigo difuso (y tal vez irreconocible, ya que se confunde con el Estado), sin un diagnóstico previo sobre qué tan involucradas estaban las autoridades con la entidad a perseguir, cuáles era los vínculos entre cárteles delictivos y empresas formales, el grado de penetración de la cultura delincuencial en la vida de las personas, la capacidad armamentista de los grupos a los que supuestamente combatiría, la resiliencia de las organizaciones criminales ante la destitución de sus líderes, y mucho menos la habilidad de las instituciones estatales para cooperar entre sí y superar los retos que esta guerra exigiría.
Lo anterior no solo implica un desconocimiento de las capacidades del Estado de derecho, de las fuerzas armadas y las policías de todos los niveles de gobierno, sino de las formas y dimensiones en las que los políticos y la delincuencia están articulados. Simplemente se engañó a la ciudadanía con la narrativa —aún imperante— de que la fuerza militar terminaría con la violencia de las organizaciones criminales.
En el fondo, bajo esta guerra subyace un relato simplista que parte de la idea de que hay vidas “superfluas”. Sobre todo, las de aquellas personas que son responsabilizadas por el horror y que “deben ser asesinadas” para restablecer un supuesto orden social.
Escondido en una presunta “política de seguridad” (de alcance nacional, interior y pública), ese conflicto armado ha implicado el despliegue de la fuerza del Estado (representada por ejército, marina, policías federales, estatales y municipales) con la libertad para actuar de cualquier manera con tal de cumplir los objetivos de dicha política. Además del derroche de enormes cantidades de presupuesto y recursos públicos invertidos en esta cuestión, los agentes del Estado torturan, asesinan, desaparecen y enfrentan armadamente a sus “adversarios” sin que autoridad alguna fiscalice esas operaciones, sin rendición de cuentas.
Entre los objetivos oficiales de la “política de seguridad” figura el descabezamiento de las organizaciones criminales mediante el asesinato o la detención de sus líderes. Eso ha llevado a que estas se multipliquen o se fragmenten, y a un despliegue de violencia entre ellas para ocupar el liderazgo, controlar mercados y dominar territorios.
En el marco de este conflicto armado, las cifras de los crímenes atroces registrados oficialmente son alarmantes: hay más de treinta mil casos de tortura reconocidos por las fiscalías del país, más de cien mil personas que continúan desaparecidas y más de 350 mil asesinatos en los que no está clara la participación del Estado. Las fuerzas armadas han reportado más de cinco mil enfrentamientos, en los cuales ha muerto al menos una persona por cada evento. Es imposible saber si en efecto fallecieron durante los enfrentamientos o si fueron ejecutadas extrajudicialmente.
A esta crisis violenta, caracterizada por graves violaciones a los derechos humanos, se suman la incapacidad y la indiferencia de las autoridades para garantizar que las innumerables víctimas puedan acceder a la justicia y que toda la sociedad ejerza su derecho a la verdad. Las fiscalías estatales y la federal, además, han sido cooptadas —y en algunos casos amenazadas— por una tríada de intereses criminales, políticos y económicos. Se encuentran en el abandono y no hay voluntad política por cambiarlas.
Los niveles de impunidad activa o selectiva también son alarmantes. Del número de atrocidades mencionadas solo se cuenta con alrededor de 43 sentencias condenatorias por tortura, cincuenta por desaparición y cuarenta por homicidio cometido por servidores públicos en ejercicio de sus funciones o fuera de ellas. En este pequeño universo de casos únicamente se fincaron responsabilidades a algunos autores materiales y se dejó impunes a los altos mandos, creadores de este tipo de políticas, y a los funcionarios que dieron las órdenes, fomentaron o toleraron que sus subordinados cometieran los crímenes. No se abrieron investigaciones al respecto de lo que hicieron y, por supuesto, tampoco los sancionaron.
Los pocos procesos legales iniciados sobre agentes del Estado se han construido bajo la lógica del caso aislado o de la “manzana podrida”. Se pretende colmar los reclamos sociales de justicia con algunos casos emblemáticos que, incluso si son investigados y sancionados, no implican un análisis de los fenómenos y de la sistematicidad de las violencias. Por otro lado, tampoco se investigan los crímenes que, según se alega, fueron cometidos por integrantes de la delincuencia organizada.
El control político de la justicia —que trae como resultado su aplicación selectiva y sin sentencias— no solo impide comprender las atrocidades y desarticular las estructuras criminales que actúan dentro y fuera del Estado, también cancela la posibilidad de una pedagogía institucional que las explique. Esto permite la repetición de crímenes tanto en México como en los países hacia donde se hayan extendido las operaciones ilícitas.
La narrativa predominante
México carece de una narrativa que permita comprender los sustratos sociales, económicos y políticos de las violencias, sus detonantes, así como las responsabilidades institucionales del deterioro que ha llevado al país a vivir una de las crisis más sangrientas de América Latina de los últimos años.
Las narrativas dominantes sobre las violencias son simplistas, cortas o sesgadas. Desde el control político del discurso se ha desviado la atención de las verdaderas causas de este problema, lo cual mantiene la impunidad e impide una articulación social. Todo esto hace que las violencias sean difíciles de contener y vuelve prácticamente imposible la rendición de cuentas, en particular de los más altos responsables de las atrocidades cometidas.
La explicación singular que se suele dar a la violencia armada es el enfrentamiento entre grupos criminales (principalmente grandes organizaciones del narcotráfico) para controlar territorios por donde pasa el trasiego de la droga. Esos asesinatos no se investigan, a nadie le importa el deceso de un criminal que se enfrenta a otro. En los casos en los que organizaciones criminales chocan con las fuerzas del Estado, la versión oficial insiste en que estas únicamente respondieron a las agresiones armadas. Bajo este supuesto, los decesos son presentados como los de delincuentes armados que murieron debido a la legítima defensa de los agentes del orden. Estos hechos tampoco se investigan, la narrativa oficial es la que prevalece.
A fuerza de repetición, la sociedad ha tomado este relato como un hecho. De manera que no es de extrañar que la indignación social solo se detone cada tanto y con casos emblemáticos. Ante ellos la respuesta oficial promete siempre que no habrá impunidad. Sin embargo, una vez que se despresuriza el caso se diluye la escucha social y también la posible articulación entre las demandas. Salvo algunas excepciones, en las que las víctimas se movilizan de forma coordinada (como en su momento el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad), lo que se observa son miles de personas que reclaman justicia solo para casos específicos. La narrativa fragmentada impide la empatía e incluso alienta la idea de que se requieren fuerzas militares para contener la violencia. Siguiendo esta lógica, la sociedad reclama una mano dura y valida la política de otorgar funciones de seguridad a las fuerzas armadas, lo cual debilita la posibilidad de construir una seguridad más estable por la vía civil.
La opción militar es consecuencia del abandono histórico de las policías. La militarización se sustenta en la aparente urgencia por mantener el orden y garantizar la seguridad, pero lo que en realidad implica es un Estado de Excepción de facto con el pretexto de combatir el crimen. La sobreexposición social a escenas de terror ha favorecido esta estrategia. Una dependencia cada vez mayor de las fuerzas armadas ha hecho que su presencia en la vida política sea más frecuente y desempeñe funciones que, en una democracia sana, deberían estar a cargo de los civiles. El paradigma se basa en la pregunta de cuánta fuerza se requiere para acabar con la violencia y no qué tipo de Estado se necesita para garantizar derechos sociales en los territorios nacionales y cuánta justicia se le debe a la sociedad y a las víctimas de las violencias.
Cuando no omite el tema, el discurso oficial fluctúa entre decir que “en algo andaban los civiles muertos en enfrentamientos”, “las muertes ciudadanas son daños colaterales”, “se acabaron las masacres” o “ya no hay impunidad”. Por otro lado, gran parte de los medios de comunicación se ha ocupado de hacer reportajes de eventos violentos, señalar cifras sin contexto, centrando su atención en un puñado de casos notorios. Abordar la crisis de violencia desde una perspectiva de “nota roja” ha generado desgaste y miedo en una sociedad que prefiere ya no escuchar más. La misma naturaleza de los consorcios mediáticos hace que las explicaciones complejas a las violencias queden fuera de la discusión pública. Por su parte, los gobiernos explican las muertes de supuestos integrantes de grupos delictivos como un indicador de éxito y de avance en el proceso de “pacificación”: “la guerra se está ganando”.
En conjunto, este paraguas narrativo oficial y la impunidad sistémica hacen que se desconozca quiénes son los máximos responsables en la cadena de mando, cuáles son los patrones de comportamiento criminal, qué estructura garantiza que no se imparta justicia. Incluso hace falta una explicación sobre la escala de los crímenes, su sistematicidad y lo generalizado del fenómeno. La simplificación del relato omite, además, particularidades regionales y temporales. Solo desde algunos nichos que no alcanzan al público general se genera material de análisis sobre las violencias en México.
Por lo anterior, resulta indispensable generar nuevas narrativas que expliquen la naturaleza de las violencias y su relación con redes económicas lícitas e ilícitas, la corrupción, la protección política, la militarización, la colusión y los crímenes sistémicos que tienen manifestaciones distintas según la geografía y el calendario.
Nuevas narrativas
A diferencia de lo que pasó con la violencia de la llamada “guerra sucia” o de otras experiencias análogas en la región, en la actualidad no estamos ante actores violentos con intenciones claras ni con víctimas identificadas con grupos políticos, étnicos o nacionales particulares. Las nuevas narrativas y su pedagogía social no solo permitirían el entendimiento y la reflexión, sino que podrían generar empatía, responsabilidad colectiva y articulación social.
Hoy las violencias en México son muy complejas, porque en ellas participa una pluralidad de actores, ajenos al Estado o sin vínculos aparentes con funcionarios públicos municipales, estatales o federales: grandes cárteles de droga, grupos o pequeñas bandas criminales que operan localmente y grupos paramilitares. A ellos se agregan agentes del Estado: el ejército y la marina, la extinta Policía Federal y la Guardia Nacional, las policías estatales y municipales, así como las fiscalías estatales y la federal. Adicionalmente, se suman al escenario actores políticos (presidentes municipales, gobernadores, secretarios de Estado) y económicos: empresas que lavan dinero, financieras, extractivistas y de energías renovables, entre otras. Todas ellas operan de forma aislada o en alianzas que incluyen vínculos entre grupos estatales y no estatales.
No existe una sola y monolítica explicación para las violencias. Estas se gestionan desde lo local por actores estatales y no estatales, actores económicos y políticos interesados en controlar territorios, recursos materiales y mercados lícitos e ilícitos. En este panorama intrincado, las violencias se utilizan para extraer dinero público y expoliar a la sociedad. De aquí se explica, por ejemplo, la violencia electoral centrada en los puestos de control municipal.
En México, la “transición democrática” a inicios del siglo XXI fragmentó las redes de protección y por consiguiente la relación entre el crimen y la política, a pesar de su antigüedad.
Es importante recalcar que no estamos ante actores aislados sino ante diversas redes de macrocriminalidad interconectadas, que cuentan con estructuras compuestas por personas que no siempre forman parte de las instituciones de gobierno, grupos y redes empresariales, ni pertenecen a partidos políticos. Para lograr sus fines, estas redes requieren impunidad y opacidad, así como el uso de fuerzas del Estado para garantizar el control del territorio y los mercados. Esto acaba generando una gobernanza criminal que pone en riesgo la viabilidad democrática. El Estado y sus instituciones se encuentran capturados por estos intereses.
Los mercados que se pretende controlar son muy variados y dependen de las riquezas de cada región. Evidentemente, entre ellos se encuentran el tráfico de drogas y el narcomenudeo, pero también la venta de alcohol, el robo de autos y autopartes, la venta y el robo de gasolina y gas, la producción agrícola, el control del agua, la tala de bosques, la minería y otros mercados extractivistas, así como los megaproyectos de infraestructura. También el tráfico de migrantes, la trata de personas con fines de explotación sexual y de esclavitud, la extorsión, el secuestro, el cobro de piso, el lavado de dinero, así como el tráfico de órganos y armas, entre muchos otros.
Los fenómenos violentos también son múltiples: asesinatos, ejecuciones extrajudiciales, desapariciones forzadas (aunque en el entorno mexicano es factible que todas las desapariciones sean forzadas, por la imbricada relación entre grupos criminales y agentes del Estado), trata con fines de explotación sexual o esclavitud, reclutamiento forzado de menores de edad, tráfico de migrantes, desplazamiento forzado, apropiación de tierra y territorio, extorsión, cobro de piso y secuestro. Como parte de la simulación de justicia, a esta lista se añaden encarcelaciones, otras privaciones graves de la libertad, y la tortura como metodologías para “encontrar culpables” sin llevar a cabo investigaciones.
La impunidad generalizada, casi absoluta, también ha hecho que exploten fenómenos de violencia de género, como los feminicidios y los asesinatos contra la comunidad LGBTTTIQ+, así como las violaciones y otras formas de violencia sexual. De igual manera, aumentan las agresiones y los asesinatos contra periodistas y personas defensoras de derechos humanos, incluidas de la tierra y el territorio. Actualmente, México es de los países más peligrosos para ejercer esas profesiones1.
Diversos trabajos de investigación han permitido ir colocando las distintas piezas del rompecabezas que desde hace tiempo va tomando forma. Consolidar un nuevo paraguas narrativo y continuar armando el rompecabezas toma tiempo, pero eventualmente van emergiendo los contornos y las motivaciones de las violencias desde lo local. La narrativa no se construye de inmediato, requiere de tiempo e insistencia. Sin una masa crítica social, difícilmente se podrán iniciar los cambios necesarios para consolidar un sistema democrático que se aleje de los aberrantes índices de violencia e impunidad que soportamos desde hace más de una década. Con este ensayo pretendemos abonar a la discusión y empezar una articulación social que promueva soluciones al desafío de la impunidad imperante en el país, para que las atrocidades no se vuelvan a cometer.
Imagen de portada: ©Miriam Salado, del proyecto Armas Salvajes, 2021. Cortesía de la artista