La relación que desarrollamos con la comida es tan íntima que fácilmente se pasa por alto que está organizada por reglas que nos rebasan y preceden. Estas normas o premisas que compartimos en sociedad son parte de un repertorio más amplio de valores y costumbres en torno a una idea de lo que es bueno, correcto, normal, deseable o reprobable para la vida en común. En el caso de la alimentación, este andamiaje moral se extiende a las definiciones de lo gustoso, lo desagradable, lo sano o lo repugnante, lo tradicional, lo exótico o lo inaceptable. Nada en estos conceptos es “natural” o está dado para siempre: son construcciones sociales que cambian en el tiempo y el espacio. Vistas así, las experiencias alimentarias son la síntesis de un conjunto de estímulos sensoriales, emocionales e intelectuales, pasados por el cedazo de la cultura y la moral. Las y los “comientes”, como plantea Claude Fischler,1 perseguimos ideales en la alimentación que tienen que ver con lo que entendemos que es correcto: la dieta adecuada, los buenos hábitos, los modales pertinentes y, en general, aquellos gestos que nos permitan presentarnos como sujetos competentes en el arte de alimentarse y alimentar a otros. Sin embargo, la moral no es un catálogo unánime de reglas para vivir en sociedad. La idea del bien se construye en el marco de relaciones de poder y, por lo tanto, tiende a reflejar los intereses y las prioridades de grupos dominantes, con injerencia y representación suficientes para imponer definiciones de lo adecuado o lo normal que legitiman sus conductas y valores. Esto no significa que los principios o saberes de los grupos subalternos desaparezcan o se replieguen pasivamente, pero sí que su persistencia es resultado de tensiones, resistencias y ajustes constantes. Realzar un conjunto de prácticas y valores sobre otros implica dejar de lado creencias, conocimientos, sensibilidades y experiencias alimentarias y corporales distintas a los cánones de la narrativa dominante del “comer bien”. En general, esta idea implica criterios de nutrición, inocuidad, calidad y suficiencia que son universales (Fischler) y, si bien su contenido específico depende de cada contexto, existen algunas continuidades. Una de ellas es que en estas definiciones, las cocinas y prácticas de grupos excluidos suelen ser desconocidas o menospreciadas, ya sea por su recurrencia a alimentos que para otros son desechables o no comestibles, o a procedimientos culinarios calificados como inapropiados u obsoletos, de acuerdo con Marvin Harris.2 Sus ingredientes no suelen estar presentes en las altas cocinas locales o aparecen entre las clases altas de manera selectiva, descontextualizada e inasequible para los grupos que los consumen originalmente. Pensemos, por ejemplo, en nuestra relación con la tortilla de maíz, base rotunda de la dieta nacional. A lo largo del tiempo, los discursos nutricionales en torno al consumo de tortilla han oscilado entre considerarla un alimento sumamente calórico y engordador o, en el extremo contrario, enfatizar sus aportes nutricionales y ventajas frente a otros cereales y harinas refinadas.3 Cada relato tiene implicaciones económicas, políticas y sociales relevantes. La primera narrativa es particularmente dura con sectores amplios de población para los que el consumo abundante de tortilla es imprescindible, dado que cumple con criterios de gusto, economía y saciedad. La segunda, por el contrario, ha sido retomada para elevar el consumo de tortilla entre sectores mejor acomodados, una vez que su elaboración pasa por procesos de “purificación” o “perfeccionamiento” —como volver al uso de técnicas “tradicionales”, echar mano de “mejores” ingredientes, o crear variantes “nuevas”—,4 que distinguen en precio y calidad a las tortillas de luxe de las que come la persona común. Como consecuencia, se crean imaginarios distintos de los alimentos, los consumidores y hasta los cuerpos. Es decir, aunque en general comer nutritivo, variado, gustoso y suficiente sea importante, el reconocimiento del “bien comer” no es el mismo para todos los hábitos o prácticas, como tampoco es igual la capacidad de toda la población para cumplir con las normas generales de lo aceptable, ya sea por causas económicas, espaciales o incluso sociopolíticas, como la inseguridad, la violencia o las migraciones. A pesar de ello, parte del imaginario moral de nuestra época sugiere que comer bien no es sólo una posibilidad, sino una obligación. Alimentarse correctamente y mantener la salud son responsabilidades personales, incluso ciudadanas, aunque sus reglas no estén libres de tensiones: hay que comer (y dar de comer) alimentos sanos, pero sin ser muy estrictos; rico y sustancioso, pero que tome poco tiempo; “desde cero”, pero con poco esfuerzo; “de todo”, pero cuidando el estatus; prefiriendo lo natural, pero sin satanizar la tecnología, etcétera. Estos dilemas sobre el contenido de lo “adecuado” en la alimentación, atraviesan todos los niveles sociales. A escala individual, las personas tienen el deber de, por un lado, mantener márgenes amplios de libertad para elegir —como buenas omnívoras cosmopolitas— y, por otro, preferir lo que les aporte mayor bienestar, so pena de ser las únicas responsables de los resultados adversos. Esta lógica implica que, incluso ante la inaccesibilidad física y económica a mejores alimentos y la disponibilidad excesiva de comida ultraprocesada, las personas deben poner todo su esfuerzo en comer bien o pagar las consecuencias.
A nivel familiar, se sostiene que lo deseable es que se regrese a la alimentación casera. Sin embargo, esta expectativa parece omitir que en las urbes el tiempo para el trabajo de reproducción social —como el trabajo doméstico y de cuidados, de socialización o recreación— es escaso y precario. Más aún, el llamado a refugiarse en lo doméstico se monta sobre una idea de familia en que la responsabilidad de sus labores se distribuye inequitativamente. La incorporación de las mujeres al estudio y al trabajo no las ha liberado de sobrellevar la mayor carga del trabajo en los hogares, pero sí les resta tiempo para realizarlo, obligándolas a buscar alternativas de mercado que frecuentemente son señaladas como la causa de la malnutrición familiar, especialmente de niños y niñas. En esta narrativa, las mujeres cuidadoras son culpables del malestar familiar y, por tanto, son responsables de su solución, a pesar de que ellas mismas estén en una posición sumamente precaria.5 Finalmente, a nivel macrosocial encontramos que toda la cadena alimentaria está sostenida por trabajo precario. Mantener los valores de la buena alimentación en un sistema globalizado provoca la intensificación del trabajo de producción, distribución, consumo y desecho de alimentos. Gran parte de estos procesos se sostiene sobre la explotación de recursos ambientales y de la fuerza de trabajo de personas en posiciones vulnerables —migrantes, población empobrecida, grupos racializados—, cuya labor no les reporta ingresos dignos o acceso a mecanismos de protección social. Por el contrario, a pesar de lo imprescindible de su tarea, su situación frágil y su limitado poder de negociación los vuelven prácticamente desechables. Actualmente existen movimientos que proponen otras formas de pensar la alimentación y nuevas maneras de definir los términos ideales de nuestra relación con la comida y con los procesos ambientales, sociales y económicos implícitos. Algunos de ellos encuentran dificultades para extenderse en las condiciones imperantes de desigualdad económica y social; la agricultura urbana, por ejemplo, trabaja a contracorriente con la pobreza, y si bien ha sido importante para mejorar la alimentación y el ingreso de sus participantes, su alcance suele estar limitado a núcleos locales muy acotados. Más aún, algunos de estos movimientos terminan reproduciendo exclusiones e, incluso, relaciones de dominación. La explotación de la naturaleza y de la fuerza de trabajo no está ausente de ciertos proyectos agroalimentarios (como la industria verde); algunas formas de producción y comercio —efectivamente de mejor calidad y en principio más justas— terminan por ser tan caras que resultan inaccesibles para buena parte de la población (como los alimentos orgánicos, los súper alimentos o la producción artesanal); o establecen estándares de “bondad” que, aunque bien intencionados, vuelven a imponer una racionalidad que puede ser ajena a la lógica alimentaria de algunas comunidades (como criticar el uso de ciertos combustibles sin entender su valor contextual o condenar el consumo de la carne, aun entre poblaciones con acceso limitado a otros alimentos). Hacer lo correcto es un asunto complejo y, a veces, contraproducente, sobre todo si los parámetros de lo adecuado omiten que una parte de la sociedad está excluida del acuerdo en torno a lo que se considera moralmente aceptable. En la medida en que alimentarse es un acto social que depende directamente de las estructuras económicas y políticas de cada contexto, y se orienta por los vínculos y los significados que construimos en conjunto, no es posible abstraerlo de las normas de la sociedad. Es decir, no es posible pensar en des-moralizar la alimentación, pero quizás sí sea posible llegar a otros acuerdos, unos en los que la dicotomía entre “lo bueno” y “lo malo” reconozca sus gradientes, que amplíe sus alternativas incorporando prácticas, valores y saberes hoy desplazados o asociados a prejuicios de clase, origen o raza.
Imagen de portada: Tortillas en el comal, 2020. Fotografía de Bruno Rijsman
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El (H)Omnívoro: el gusto, la cocina y el cuerpo, Anagrama, Barcelona, 1995. ↩
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Bueno para comer. Enigmas de alimentación y cultura, Alianza Editorial, Madrid, 1989. ↩
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Alyshia Gálvez, Eating NAFTA: trade, food policies and the destruction of Mexico, University of California Press, California, 2018. ↩
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Las comillas no tienen la intención de poner en duda la veracidad de los términos, sino de destacar el tono moral en el lenguaje de ciertos discursos que giran en torno a lo alimentario. ↩
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Sarah Bowen, Joslyn Brenton y Sinikka Elliot, Pressure Cooker. Why Home Cooking Won’t Solve our Problems and What Can We Do About It, Oxford University Press, Oxford, 2019. ↩