La cuñada de mi hermana se llamaba Rocío y estaba embarazada. Fue a la iglesia a prenderle velas a Santa Ana por haberle concedido el milagro. La acompañó su hombre —bajito, moreno, vigoroso—, satisfecho de haber cumplido con el mandato de insuflarle su parte de la mezcla. El pedido de Rocío, sin embargo, no contemplaba la sola fecundación. Una vez asegurada la preñez, el asunto se complejizaba: si el bebé era un niño, lo quería por favor bien blanquito —como ella—, porque un varón debe conformarse con su suerte; no hay modo de arreglarlo, maquillarlo, pulirlo. Pero si Santa Ana disponía que su cría debía ser oscura y crespa —como su esposo—, ella rogaba encarecidamente que fuera una niña. Una niña se arregla. ¿Pero cómo? Por Dios, hay una galaxia entera de productos. Además, existían Halle Berry, Vanessa Williams, Zoe Kravitz. Para una niña oscura era más fácil encontrar un norte y seguirlo. La primera vez que escuché este relato de boca de mi hermana me reí. La segunda vez fue en un almuerzo familiar, lo contó la propia Rocío con su panza crecida. Ya sabía que iba a tener una niña y lo celebraba: “gracias, Dios, por mi negrita”. Tenía la cara tan desfigurada por la retención de líquidos que le había traído el embarazo, que habría sido cruel contestarle algo que no fuera una genuflexión. Pero escucharlo de su boca me dio una lástima profunda por esa niña que, ya antes de nacer, estaba obligada a parecerse a una actriz secundaria de Hollywood. Me acordé de mí misma en la adolescencia, acomplejada por ser la más oscura entre mis compañeras de curso —fui a un colegio caro, es decir, a un colegio blanco— que, en sus ataques de ternura y condescendencia, me decían Pocahontas. —Basta, Rocío —le dijo el marido aquella vez. Y yo pensé que en el guiso de esa tarde se había caído, por equivocación, un trozo de dignidad. —No seas ingenua: si la niña es negra le va a ir peor. Pero quizá me equivoqué. Luego se enfrascaron en una discusión irreproducible sobre cómo un padre podía acompañar favorablemente a un hijo oscuro. Para resumirlo, se planteaba que había que esforzarse en darle una buena posición económica porque no es lo mismo un negro pobre que un negro acomodado. El mismo progenitor, el dueño de la semilla, era un hombre oscuro y poco agraciado que se había casado con una chica blanca y rubia —¿Natural? No way. INOA 9.32: Very Light Blonde Gold Iridescent—, gracias a que él pertenecía a una familia ganadera de tres generaciones. Ahí estaba la buena posición, y ahí estaba su premio dorado. No era una ecuación complicada. La sección Sociales del periódico local mostraba conformaciones similares todo el tiempo: rico rústico desposa a bella inculta. Y así. Secuencias como ésta debían ocurrir a diario en lugares como éste: un departamento confortable en un barrio de clase media acomodada en una ciudad del Caribe, donde —como en todas las ciudades del Caribe— la población tiene ancestros españoles, africanos e indios y, por lo tanto, alta probabilidad de que el gen oscuro ensombrezca su descendencia.
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No es un secreto: la primera frontera que hay que franquear en la vida es la familia. Luego hay otras, pero la primera piedra con la que se tropieza al llegar al mundo es ese grupo humano que te recibe con una mochila pesada de carga afectiva y escarpines de crochet. En el Caribe, dicen, la familia es lo más importante que se tiene. Una vida transcurre de una forma u otra según la que te toque en suerte. Lo más problemático de las familias, pienso, tiene que ver con la cercanía. Me parece que entre más cerca estamos de las personas que queremos, más distorsionadas las vemos. Cuando se toma distancia, en cambio, se pueden distinguir mejor los contornos. Y ahí, sólo ahí, empieza a brotar algo parecido al entendimiento.
Hace mucho que me fui de mi ciudad (y por lo tanto de mi familia). No podría decir que he descifrado y aceptado su aparato ideológico, que se levanta sobre una base profundamente colonial —es decir racista, clasista, machista, violenta, negadora y un largo etcétera que incluye, también, una amorosa y polémica sobreprotección—, pero puedo hacer abstracciones que me permiten, al menos, describirlo. Tal vez no sea una descripción equilibrada, porque padezco el típico conflicto del forajido: reconocerme en mi origen y al mismo tiempo sentirme expulsada. Si el Caribe colombiano es el lugar en el que nací, la clase media acomodada —la palabra acomodada no es gratuita, si hay algo que debe aprender un clasemediero es a saber acomodarse— es la franja social en la que me crié. Cuando un extranjero me pregunta qué significa eso, ¿quiénes somos exactamente los caribeños clasemedia? Yo le digo: “Somos los que escalamos”. Escalar contiene la promesa de acceder a aquello que, por nuestra condición social, nos ha sido negado: un matrimonio próspero, una educación sofisticada y otros bienes de consumo. De donde vengo, es muy raro que el clasemedia escale hasta pisar la clase alta; la mayoría de la gente no asciende socialmente, en general tampoco desciende, la gente nace y muere estancada. Y a pesar de esa certeza, escalar se justifica porque, cuando menos, te impide caer en el océano de pobres que ruge desde abajo. Otros le llamarían, quizá, sobrevivir: se escala para sobrevivir. Cuando un extranjero me pregunta cómo se ve un clasemediero, yo le digo: “marrón”. Porque otra certeza temprana es que los ricos son blancos y los pobres son negros, y en el medio se fija la frontera mestiza que habitamos. La “pobreza” —simbólica, más que material— ocurre, a veces, sin que medie la fortuna. Un cambio de contexto, de lugar, de perspectiva, puede resultar revelador. Alguien que en el Caribe colombiano se sabe parte de una clase media acomodada, al mudarse de país puede cambiar automáticamente de estrato.
Es un clásico: toneladas de jóvenes marrones, profesionales y pulcros que terminan sirviendo mesas, cuidando ancianos y niños, o limpiando baños en países donde son considerados negros por sus patrones y vecinos; jóvenes que son zarandeados en sus convicciones, como si el mundo se hubiese agitado furiosamente y ellos, en lugar de ascender a una posición mejor, hubiesen caído en picada en el barro de los pobres. Algunos vuelven desencantados (incluso cuando traen dinero en los bolsillos), recrudecidos en su resentimiento y en su desprecio frente a cualquiera que les recuerde con su sola presencia que siempre se puede caer más abajo. Otros, aunque no limpiemos baños y nos creamos, por ejemplo, artistas, intentamos adaptarnos a una realidad que, por más favorable que nos sea, siempre nos alerta acerca de quiénes no somos. No somos ricos, no somos blancos. Tampoco somos los más desfavorecidos. A veces, el extranjero insiste: pero, entonces, ¿quiénes son? Yo entiendo que, por mucho que me esfuerce, mi explicación no alcanza. La clase media acomodada —caribeña, latinoamericana, un poco es lo mismo— es una abstracción que al primer mundo se le escapa. Un escondite y una tara. Una búsqueda torpe, pero constante, de una definición desde la indefinición. Y no alcanza.
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La dificultad para explicar qué es la clase media deviene, claro, de mi cercanía con ella. De lo dicho antes se puede deducir que es racista, escaladora, maleable. Una lectura más benévola podría interpretar que, más bien, es protectora de los suyos, pujante, adaptable. Además, hay un sector escindido que se siente “civilizado” —o sea moralmente superior— porque se fue y vio el mundo, porque se fue y entendió, porque se fue y pudo mirarse de lejos con frialdad y criterio y, con frecuencia, alguna beca de posgrado. Ese sector es especialmente crítico con sus pares porque, sospecho, ser crítico es un modo elegante de camuflar el resentimiento que persiste. Hablo de la emigración de quienes no nacimos blancos ni ricos. Porque quienes sí nacieron blancos y ricos pueden vivir donde quieran y sentirse en su país. El dinero es su país. Y si no eres rico, pero eres blanco, te puedes insertar fácilmente en el mundo porque eres parte del rebaño funcional que a nadie le resulta peligroso o llamativo. Eres inocuo. Existes en un sistema que te acepta sin preguntas. Para paliar nuestra molestia, los artistas clasemedieros escindidos tenemos el recurso de la progresía —símil educación, símil generación de pensamiento, símil intelectualidad—: se denuncia la desigualdad, entre otras cosas, para esconder el miedo y la culpa de ser y no ser. Pero la progresía tampoco alcanza. Desde este lugar fronterizo las voces se escuchan filtradas, como detrás de un vidrio. Componemos canciones, escribimos libros, construimos instalaciones monumentales desde la tibieza —y el desconcierto— de habitar en el medio. Desde la más profunda insatisfacción. Jamás tendremos la potencia trágica de una voz negra, jamás la altivez y el derecho universal de una voz blanca. Somos la voz rabiosa, pero aplastada en sus extremos. La voz que busca la rendija para colarse y hacerse ver y, finalmente, acomodarse.
El año pasado salió una novela mía en Inglaterra. Se llama Holiday Heart y en ella intento hablar desde la perspectiva de dos personajes que habitan este sector social al que me estoy refiriendo: una pareja de caribeños de clase media, emigrados a Estados Unidos. Escalaron, pero están en crisis. Están amargados, están hartos del mundo que ellos mismos se procuraron. Algunas críticas inglesas tildaron a los protagonistas de “extremadamente racistas”. Entiendo que esta lectura se produjo en un contexto caldeado: el encierro nos obliga a mirarnos más de cerca y exacerba nuestra sensibilidad. A eso se sumó la campaña de Black Lives Matter. De repente nos sentimos tocados por la violencia desproporcionada que históricamente ha empleado la policía —de Mineápolis, de Santiago, de Ciudad de México, de Buenos Aires, de Cartagena— contra aquellos que representan el eslabón débil de nuestro sistema: negros, pobres, estudiantes, inmigrantes, mujeres, niños y un largo etcétera. Intentar contar una historia que exponga conductas racistas y clasistas no como apología sino como retrato de un tiempo, de una geografía y de una clase social, puede llegar a ser polémico. Ningún autor cuerdo correría a limpiar el nombre de sus personajes, y no es mi intención hacerlo. Tampoco ha sido nunca mi intención construir personajes agradables o “empáticos”; construyo los personajes que me sirven para hablar de temas que necesito sacar de mi organismo, como si fueran toxinas: escribo impulsada por esa necesidad. Pero debo decir que me llamó mucho la atención la interpretación de estos lectores ingleses, ya que, en español, no hubo una sola mención al respecto. Me pregunto: ¿por qué para lectores del primer mundo, que presumo mayoritariamente blancos, dos personajes marrones caribeños clasemedieros resultaron ser tan racistas? A lo mejor, me dice una amiga inglesa, es que no están acostumbrados a imaginar personajes como éstos en un lugar de “superioridad” frente a sus pares. O sea que, a lo mejor, les resulta más digerible/comprensible/verosímil (aunque siempre inaceptable) que el estereotipo en cuestión sea el que limpia baños. Ahora, la pregunta al revés: ¿por qué ningún lector latinoamericano —al menos que yo sepa— opinó lo mismo? A lo mejor, porque es el pan de cada día. Nuestro “racismo” de clase media está naturalizado. Nacemos siendo sus víctimas y sus victimarios. ¿Cuál es el problema? Se me ocurre que uno de los problemas de habitar esa frontera difusa es que tu lugar en el mundo se reconfigura cada vez que cambias de entorno, porque tu lugar en el mundo funciona por contraste. Por ejemplo, en mi colegio era la más oscura de la clase, pero en la universidad pública a la que fui estaba entre las más claritas. Cuando me fui de mi país viví por temporadas en México —donde era una “india desteñida”—, Barcelona —“exótica”— y Buenos Aires, donde tuve un novio que, entonces, a modo de chiste, me decía que yo era su “acción afirmativa personal”. Argentina es un país tan tercermundista como el mío, pero con una historia muy distinta en cuanto a su conformación poblacional. Acá donde vivo, en Buenos Aires, no hay muchos negros. Al menos no propios. Hay negros que llegan de Nigeria a vender bijouterie en el Centro. Hay un par de niñas negras en el colegio de mis hijos cuyas madres lesbianas las adoptaron en Haití. Llaman mucho la atención de los otros niños, todos blancos, incluso los míos. Es un colegio privado y bilingüe. Es un colegio de clase media acomodada, como al que yo fui. Acá, en Buenos Aires, tampoco hay muchos indios —los libros de historia dicen que los exterminaron en la Campaña del desierto, una cruzada militar expansiva y sanguinaria que hoy es calificada como genocidio—. El punto es que, en el amplísimo entramado urbano en el que me muevo a diario, mi posición en el degradé de pieles y exhibición de razas otra vez cambió. Sacando a las niñas haitianas, yo soy la más oscura. ¿Y esto qué significa? Varias cosas. Menciono una insignificancia recurrente: cuando voy a la plaza con mis hijos, siempre, siempre, me confunden con su niñera —y me tratan como tal—.
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En uno de los retornos a mi ciudad, le pregunté a mi hermana por Rocío. Estábamos almorzando con una tía muy mayor, porque era su cumpleaños. —Tiene dos hijos —me dijo mi hermana—, niña y niño. —¿De qué color? —le pregunté. Mi tía contestó por ella: —Oscuritos —dijo. —Tía, por favor —la reprendió mi hermana, que es una mujer correcta y culposa, aunque ha tolerado por años los exabruptos de su cuñada. —¿Rocío sí puede decir eso porque es blanca? —dijo mi tía, que en el degradé sería menos blanca que Rocío, pero más clara que yo. —Rocío puede decir eso porque es la madre —dijo mi hermana.
Mi tía se dirigió a mí: —Oscuros y feos, nena. Sobre todo feos: niños feos de padres feos. Me reí. Pensé que mi tía, a sus 87 años, merecía que le celebrara un chiste incorrecto. Mi hermana no se rio. No tenía la distancia suficiente, pensé. —Suenas racista, tía —susurró, sacudiendo la cabeza. —¿Racista? —mi tía se irguió en la silla, levantó su cara morena llena de pliegues; su historia personal nada benévola encendió sus ojos de indignación— ¿Según quién?
Imagen de portada: Mural en el barrio de Getsemani, Cartagena, 2014. Fotografía de Garrett Ziegler. CC.