A Princess Lucaj —que no es princesa sino lideresa giwch’in athabascan de la costa norte de Alaska— la definen cierta representatividad, un discurso preciso y vivir esa clase de momentos antagónicos en los que la historia del planeta se tensa en torno a una mujer, la plataforma en la que participa y las ideas por las que lucha. Apelmazada y deglutida esa identidad gracias al manejo de la retórica y el respeto del auditorio a la historia que reivindica, a Princess Lucaj y a las suyas les toca pensar, plantear y jugar en la política: bajar a la cancha: defenderse y ofender, pasar a la acción.
Así lo hizo una tarde soleada a finales de abril en Fairbanks, una ciudad en plena taiga fronteriza, lugar donde ese republicanismo que niega el cambio climático apoyado por la industria de los combustibles fósiles colisiona frontalmente contra la ciencia, la razón y algún curso de acción alternativa a la nube de carbono en la que nos ahogaremos. Sus palabras resonaron en el auditorio de la Universidad de Alaska, como guionista y actriz protagónica de la presentación del Nuevo Acuerdo Verde, en el lugar más dañado de Estados Unidos, en la zona cero de la transformación de nuestro medioambiente debido a la acción del ser humano.
Princess fue oradora central del acto de presentación de la iniciativa climática de la izquierda estadounidense para asaltar el poder y transformar el ciclo político y económico con la urgencia que la ciencia indica y el planeta demanda. Una iniciativa que, modificando los vectores de producción y consumo, si es posible hacerlo, minimice las peores consecuencias del cambio climático y no deje a nadie —esta vez de verdad— atrás.
Con un gran pero. Princess, su presentación y su plataforma sufren al encallar en un fenómeno habitual. El lugar y la audiencia componen una cámara de resonancia más religiosa que deliberativa. Abarrotado sólo por los ya creyentes, un auditorio académico adquiere la dimensión de templo donde se escriben las páginas sagradas de una derrota más, de apenas una inscripción notarial que se lee —se leería, si alguien pudiera transcribirlo para la historia— así: “Sabíamos que teníamos razón pero no fuimos capaces de que el mundo nos escuchara”.
Princess tuvo razón y emocionó como sólo lo hacen causas demasiado grandes para poder ganarse.
Sostiene Stephen Haycox en su teoría, ya canónica, sobre la economía de Alaska, que ésta es de naturaleza colonial. Que gran parte de los no nativos, incluso algunos de entre los nativos, han vivido y viven el lugar con un objetivo: adquirir riqueza para transferirla a lugares más cómodos, en los que puedan disfrutarla mejor. Sostiene Haycox que quienes se mudan a Alaska, a la última frontera, no lo hacen para vivir una vida de subsistencia y fusión con la naturaleza, sino por el dinero. Que el medioambiente, la naturaleza, no son más que algo para convertir en materia prima del beneficio. Más allá de cualquier sentimiento fusional, identitario o de unidad con el lugar. No resulta difícil, frente a una lideresa giwch’in athabascan de la costa norte de Alaska, entender que Alaska es tierra y es la Tierra. Que nosotros, lo que representamos, tratamos a Alaska como hacemos con la Tierra en su conjunto: para nuestro beneficio. Que ella y su identidad están aquí no sólo para señalarlo, sino para ofrecer un camino alternativo. Desde Alaska, para la Tierra.
Cuando a Princess le dan palabra, carraspea, entona, enfoca y proyecta una voz profunda a través de una inmensa sonrisa. En lengua gwich’in, enumera su imbricación en la historia como jalón, rama, parte de algo mayor: éstos son mis abuelos, éste mi hermano, aquéllos mis hijos, y plantea una narrativa propia. Tan necesaria. “¿Qué son esos dinosaurios o saltamontes gigantes?”, preguntaba Princess cuando niña a su abuela en la década de los ochenta en referencia a las plataformas de perforación petrolífera que se atisbaban, rítmicas, rompiendo el horizonte. “Hace mucho tiempo que la Madre Tierra enterró toxinas en las profundidades de su cuerpo y esas máquinas lo están trayendo de vuelta a la superficie para hacer daño”, respondía su abuela con acritud. “Un par de semanas después, vi un pájaro atrapado en el alquitrán”, avanza Princess en perfecto dominio del arco narrativo y el lanzamiento de pegamento a la audiencia para que ya no pueda separarse nunca más de la persona a la que escucha. “Traté de salvarlo. No pude. Y me pregunté por qué traíamos esto de vuelta. No tenía sentido para mí. Debía quedarse enterrado con los dinosaurios.” Momentum alcanzado, como dicen por aquí. Un escalón más arriba, el auditorio ya viaja en la nave que ella pilota con destreza y, porque no tiene ninguna intención de edulcorar lo que está sucediendo, pone sobre la mesa la muerte: “Odio preguntar cuántos alaskeños hemos perdido este año en el hielo”. No lo hace. Se responde a sí misma: “Nueve, que nosotros sepamos. Pueden haber sido más”. Sigue. “¿Cuántas comunidades no pueden comunicarse, salir a cazar?” Nueve habitantes de Alaska han muerto durante este deshielo adelantado por el invierno más cálido de la historia registrada. Durante un marzo, cuya temperatura media en toda Alaska ha rozado siete grados por encima de la media normal. Normal como categoría estadística, no como valor moral. Siete. Siete. Siete. Siete. Siete. Siete. Siete. El Ártico y su efecto de amplificación. Un aumento de la temperatura que triplica el peor caso señalado en el peor de los escenarios de irreversibilidad y proximidad del punto de no retorno acordado por la ciencia internacional. Al Ártico le corresponde esa desproporción en la temperatura: el Ártico ejerce como gozne que abre la puerta de los infiernos que se derramarán en cascada hacia el resto del planeta. Los ríos, congelados, son las autopistas que utilizan las comunidades nativas de Alaska para la vida. Cuando el hielo que cubre esos ríos se descongela antes de tiempo, la calidad del hielo baja, se rompe y se convierte en trampa donde los transeúntes se quedan atrapados por una grieta y mueren. El cambio climático, este invierno cálido, ha matado a nueve personas que se desplazaban entre comunidades nativas en Alaska y no vieron el agujero en el hielo. En su modo de vida. En su modo de vivir la tierra. Esas grietas, la aceleración del calendario, la amenaza en forma de primavera temprana nacen, según Princess, de la avaricia. Aquellos monstruos que al extraer toxinas fósiles de la Tierra para alimentar nuestro modo vida basado en el combustible no renovable modifican los ciclos de las estaciones, del agua, la nieve, el hielo. Destruyen y limitan la porción de la tierra que sobrevive cada vez menos tiempo congelada. “Estamos exterminando el planeta que nos ha permitido compartir su espacio.” Sostiene que los humanos, en esa explotación no somos el punto más elevado de la creación. “No lo somos. Dependemos de la naturaleza. Agua, aire, fuego, agua”, reconoce, acusa e impele a la humildad. “Y así lo entendieron los pueblos que nos precedieron durante milenios y que por eso sobrevivieron.” El enfoque, pesimista, urgente, instrumental. De impulso. “Tengo hijos”, dice, y eleva la apuesta para agarrar a la audiencia, “escuchan la radio. Me dicen, mamá, ¿puedes apagarla por favor? Es estresante. Es negativo. Hay que detener este proceso”. Pide por niños y niñas. En contexto. “Aquí estamos. Ése es nuestro momento. Nuestros ancestros nos acompañan. Tenemos junto a nosotros a sus espíritus y su imaginación”, continúa. “Llegamos a la luna. Podemos innovar. Tenemos imaginación, capacidad. La tierra nos pide que la usemos por ella.” Y plantea el camino. “Caminar. Leer. Oler. Mirar. Compartir. Procesar lo que sucede.” Política. Pide organización, aprovecha la coyuntura. En Mike Dunleavy, gobernador de Alaska, negacionista, en Donald Trump, presidente de Estados Unidos, negacionista, no ve amenazas, ve oportunidades. Utiliza una palabra: galvanizar. Sus figuras e intereses ayudarán, cree, con optimismo, a insuflarle vida a una sociedad que necesita acción. A transmitir esa voluntad a las generaciones que pagarán las consecuencias de las decisiones de generaciones previas. A quienes pueden comprender para la acción. Un conato de voz arqueada en quiebres. De lágrima. De emoción y aplauso. Una de las consecuencias del cambio climático es el acoplamiento entre la tierra, lo natural y lo social, la capacidad del ser humano y su comportamiento de influir sobre los ciclos de la naturaleza a través de una modificación del clima. Sólo a través de esa misma política acoplada, la política del pie a tierra, de lo más local, de lo más vinculado con la vida diaria, con la producción de vida, se podrá ofrecer alguna solución para nuestros niños y niñas. El regreso a lo local, a lo nativo, al género, a una política indígena contra el patriarcalismo occidental. Contra el colonialismo. Contra el capitalismo. Como lema: “Si vamos a morir, que sea tratando de vivir”.
Imagen de portada: Deshielo en Alaska, Observatorio de la NASA, 2006. Copy Left