Brote de piedra
… de repente, la Naturaleza puso a la puerta de mi casa un volcán nuevo. Dr. Atl
En la década de los cuarenta el Paricutín crecía en el horizonte michoacano mientras el Dr. Atl se debatía noche a noche con la montaña viva. Al paso de los días el pintor adquirió tal fascinación por el nacimiento del volcán que eligió dormir a su lado, sin quitarse las botas. Así se ahorraba el tiempo perdido en amarrárselas cuando, ante el más ligero temblor, salía corriendo de su tienda de campaña en medio de la noche para ponerse a pintar el monte naciente. No estoy completamente segura de que sea cierta la historia de las botas del Dr. Atl. No sé si dormía realmente en una tienda de campaña, pero mi tía contaba así la historia cuando yo era niña, y hay que hacerle honor a la forma original de los mitos, aunque después se vuelvan certeza. Mi tía siempre agregaba al final, con un tono de voz más bajo: “Le tuvieron que amputar una pierna. Porque se le gangrenó. Por no quitarse las botas en meses”. Desde niña quedó para siempre grabada en mi mente esa imagen de quien pierde una pierna (la derecha, según Carlos Pellicer) a causa de la insistencia ciega en la importancia de su propia labor. Era tal el fervor y la urgencia de captar aquello que no duraría eternamente, que el Dr. Atl dejó de escuchar a su propio cuerpo en el mundo. Y el mundo se le metió al cuerpo. Días antes de que el Dr. Atl pintara lava incandescente saltando por los cielos, un campesino de nombre Dionisio Pulido halló una grieta vaporosa en medio de su parcela. Fueron varios los testigos de las primeras señales del volcán, pero en palabras del pintor,
si Pulido fue el que asumió la gloria de haber sido uno de los pocos hombres que han visto surgir un volcán, se debe a que fue el primero que habló oficialmente y el que más frecuentemente soltó la lengua.
En cuestión de horas, el volcán más joven del hemisferio se elevó incrementalmente sobre el llano de Quitzocho, interrumpiendo vida y cultivo. Se le bautizó —en un acta oficial redactada en el Salón de Actos del H. Ayuntamiento de Parangaricutiro, Michoacán, y firmada a las diez horas del día 21 de febrero de 1943— y quedó apuntado que se trataba de un fenómeno “que posteriormente se dieron cuenta era un volcán”. A lo largo de su primer año de vida, el “neonato”, como lo llamó el Dr. Atl, alcanzó su tamaño completo, tras cubrir de lava dos pueblos, y continuó haciendo erupción por nueve años. Décadas después, en los años noventa, una promoción especial en las tiendas Comercial Mexicana en la Ciudad de México ofrecía un regalo para los progenitores comprometidos con la educación de sus vástagos. Si gastabas una cierta cantidad de dinero, juntabas puntos. Al acumular cierto número, la tienda te regalaba uno de los tomos de la Enciclopedia VOX. Cada uno de sus volúmenes era gris rata y estaba repleto de contenido misceláneo, lo que podía esperarse de una enciclopedia básica de producción en masa. No era la Británica, ni la Hispánica, digamos que era una versión sucinta de lo que serían, cortesía de la informática futura, la Enciclopedia Encarta o las primeras versiones de Wikipedia. Pero en ese entonces seguíamos en la generación de las monografías y las enciclopedias de papel. Mi papá fue adquiriendo, tomo a tomo y con entusiasmo, un total de doce ejemplares de la Enciclopedia VOX, que a la fecha siguen en el librero del comedor de su casa. Uno de los tomos incluye una entrada sobre el Paricutín, acompañada de una serie de láminas ilustradas. Impresas en transparencias, las ilustraciones revelan, por medio de cortes transversales del subsuelo y el horizonte, el crecimiento del Paricutín a lo largo de días, semanas, meses y años. De niña miraba estas láminas con detenimiento, pasando de una a otra, reconstruyendo el crecimiento del volcán a través de esas micas de acetato ilustrado, preguntándome cómo habría sido estar ahí y qué significaría haber sido testigo de aquello. La inestabilidad potencial de la tierra bajo mis pies me aterraba tanto como me emocionaba y no podía dejar de mirar. Las ilustraciones nítidas de la estructura interna del planeta y el flujo de su sangre me condujeron a una certeza prematura: somos diminutos ante la voracidad implacable de la mutación del mundo material.
Dr. Atl, asiduo vulcanólogo amateur, decidió pintar el nacimiento y la erupción del Paricutín in situ. El resultado fue una celebrada serie de piezas sobre el volcán, cada una marcada por una fuerza única y singular, que a mi parecer resulta irrepetible en el resto de su obra. En una ocasión pude ver uno de los óleos originales, muy muy de cerca. Esos rojos parecían latir como sangre a punto de explotar en una probeta. Su intensidad incluso me dio un poco de miedo. El poeta Carlos Pellicer escribiría, en su ensayo “Taquigrafía de un grande hombre”, que el Dr. Atl le dijo: “mira, […] cuando le tomaba yo el pulso al volcán, volaban rocas del tamaño de un piano de cola que no me dejaban seguir hablando con él”. Hablarle al volcán. Tomarle el pulso. Para Pellicer, el registro pictórico de Atl es un dúo inquebrantable: “documentos y estado de ánimo”. Documentación y testimonio vivo. Pero también emoción y acción corporal. Teoría y praxis. Fundidas como la milpa se funde en la lava. La conjunción de vivir y dejar registro de haber vivido. Antes del Paricutín, para el Dr. Atl estuvo el Popocatépetl. Cuenta Pellicer que
Atl vivió una temporada larga cerca de las nieves del gigantesco volcán. Construyó su propia cabaña […] Muchas veces me habló de cuando las nubes se metían a su casa y él las echaba a sombrerazos.
Pareciera una obviedad decir que esas pinturas del nacimiento del Paricutín son extraordinarias, precisamente porque Dr. Atl estaba ahí, esquivando piedras, mientras pintaba. Pero discernir por qué esa experiencia directa informó con tal precisión el resultado de su trabajo no es sencillo. Las cosas obvias suelen ser difíciles de desmenuzar, pero si comparamos cualquier fotografía del nacimiento del Paricutín con cualquiera de las pinturas del Dr. Atl del mismo suceso, es indiscutible la diferencia. La experiencia directa de la observación proporciona algo único. Testigo de ello es la obra de aquel hombre que espantaba nubes a sombrerazos y le supo tomar el pulso a la montaña mientras su roca líquida emergía de la tierra. Imaginemos la serie de fotografías que pudieron registrar el nacimiento del Paricutín, evoquémoslas a color. Pongámoslas en alta definición, impresas en buena calidad. En caso de haber pintado el volcán a partir de estas fotos, ¿los colores que el artista hubiera usado serían otros? Sin duda. Los colores que el Dr. Atl empleó fueron los colores de la realidad que observó, los colores de la experiencia vivida, no de un evento representado. Las pinturas del nacimiento del Paricutín reflejan en sus efectos cromáticos el “estar ahí”. Una foto del Paricutín en erupción jamás será una pintura del Paricutín en erupción. Ninguna es mejor que otra, pero son radicalmente distintas.
Una digresión en torno a la diferencia entre el color en la pintura y el color en la fotografía: De algún modo, no inmediatamente explicable, hay quienes saben distinguir cuándo una pintura ha sido trazada a partir de un modelo vivo y cuándo ha sido copiada de una fotografía. ¿Los colores son distintos? Es posible que sea ése el factor delator: ¿Será que son diferentes los colores en “el mundo real” a los de una reproducción? Imagino los colores postizos de la reproductibilidad fotográfica haciendo su mayor esfuerzo por emular el color vivo que capta el ojo, pretendiendo contagiar a la pintura de realismo, tan sólo para terminar siendo cómplices de una similitud fallida. La fotografía tiene su propia gama cromática, una diferente a la tangibilidad de la vista. Podemos saber, por ejemplo, la década en la que fue producida una a partir de su tonalidad. Se nos ha dicho que la fotografía es objetiva al punto de ser hecho, pero la marca temporal del color demuestra lo contrario: la gama cromática de una foto de los sesenta o los setenta es absolutamente distinta a los colores de una producida a inicios del siglo XXI. Aun así, cada época sostiene fervientemente que la precisión de su tecnología fotográfica es el ápice de la exactitud. Mientras tanto, cada nueva tecnología visual demuestra que la anterior fue menor. Lo mismo pasa con las cámaras del celular. Con cada nuevo modelo nos asombramos de la nitidez de la pantalla, sólo para volvernos a decepcionar de esa alta calidad de antaño cuando la comparamos con el nuevo modelo del año siguiente. Se nos ha repetido que la fotografía reproduce el mundo con precisión. Pero sabemos que no. Bien hemos aprendido a usar filtros con sus correspondientes efectos emotivos. ¿O será que la hiperrealidad de la fotografía es simplemente demasiado real? Artificialmente real, ¿quizá? Demasiada precisión puede resultar en falsedad. El Dr. Atl, en su libro Cómo nace y crece un volcán: El Paricutín, elabora sobre este efecto, al quejarse de que
las fotografías en color, con rarísimas excepciones, tomadas de este espectáculo nocturno, son completamente falsas, no sólo por sus entonaciones demasiado cromáticas, sino porque nos presentan el chisporroteo de las erupciones como parábolas luminosas, lo que desvirtúa por completo el carácter de la erupción.
El nacimiento del Paricutín fue una catástrofe pausada. Suficientemente lenta como para ser contemplada. Tan lánguida que permitió a las mujeres del aledaño pueblo de San Juan Parangaricutiro arrodillarse a rezar frente a la lava mientras avanzaba. Esa imagen de la súplica ante el desastre cósmico. Esa petición a la piedra líquida que avanza, para que no destruyera hogares. Y la falta de escucha de la montaña para cumplirla. Las catástrofes suelen ser asuntos de velocidad. Sean naturales o producidas por el ser humano —cada vez más indistinguibles unas de otras— generalmente se entienden como eventos fulminantes. Éste es, sin duda, un concepto estrecho de catástrofe, basado en la idea del instante catastrófico: un desastre que sucede en una extensión delimitada y súbita de tiempo. Otros tipos de calamidades, probablemente los peores, son dolorosamente lentos: la hambruna, la enfermedad, la guerra, la violencia estructural. El desastre repentino es una especie particular de catástrofe. El Paricutín fue lento a la vez que fue rápido. En términos geológicos fue un instante a la vez que un proceso. Un intervalo súbito y vertiginoso, pero durante su nacimiento también hubo tiempo de pedir favores a los santos; a una pierna incluso le dio tiempo de gangrenarse. Captar los efectos de su comienzo no sólo fue cuestión de rapidez, sino también de oportunidad: aprehender el tiempo delimitado del suceso catastrófico y hacer uso de él. Aprovecharlo. Practicar la elección de un tiempo específico de percepción. Así hizo también el escritor y dibujante John Berger, al volcarse ante la decisión súbita de dibujar el cadáver de su padre, por ejemplo. Dibujando a su padre muerto, Berger compartió una urgencia similar a la del Dr. Atl retratando al volcán en nacimiento. La muerte, una vez acaecida, acelera los tiempos. Debía apurarse, suspender el duelo para poder dibujar. Debía aceptar el tiempo restringido que le ofrecía el cadáver antes de transformarse, porque un muerto nunca es entidad fija sino proceso. El cuerpo difunto irrumpe pero dura poco, igual que la montaña en su umbral de origen; lo estático es enemigo del inicio, tanto como del fin. Mientras la catástrofe se lleva a cabo, hay poco tiempo para pensar. Pero sin tiempo para pensar, es imposible dibujar. Una batalla. El trazo requiere de reflexión. En contraste, no se necesita pensar del mismo modo para oprimir el obturador de una cámara. No todas las formas de arte comparten la misma temporalidad. Hubiera sido imposible para Berger dibujar el momento exacto de la muerte de su padre, imposible trazar la precisión del último aliento. Lo que Berger registra en el dibujo del cadáver de su padre son los efectos del desastre, mas no el evento en sí. Capta el hueco que queda, los vacíos después del Vesubio. Pero en el desenlace de la catástrofe los detalles se recuerdan con una claridad que es imposible de capturar durante su detonación. Goya pasaría más de una década produciendo los 82 grabados de Desastres de la guerra, la serie que recopila el sufrimiento del pueblo español a manos de la invasión napoleónica. La narración de esa catástrofe se basa en el recuerdo y el punto de vista. “Yo lo vi”, se lee al calce de uno de los grabados. Esa cualidad de experiencia directa, alojada en el “yo lo vi”, es lo que le da fuerza a aquella escena. Existen gradientes de presencia para distinguir el “estar ahí” del dibujo y la pintura, y del registro fotográfico. El cuerpo que dibuja en vivo, desgrana. Para John Berger, dibujar a su padre muerto significó una forma radical del “estar ahí” con él. En sus propias palabras,
es el acto real del dibujo lo que fuerza al artista a mirar el objeto que se encuentra frente a él, para diseccionarlo en la mente de su ojo y reconstruirlo de nuevo; o, si está dibujando de memoria, lo fuerza a dragar su mente para descubrir el contenido de su catálogo personal de observaciones pasadas.
Al tomar una fotografía, al menos no en el canon simplificado de lo que implica “tomar una fotografía”, la dinámica de la producción de una representación es distinta. Planeamos el encuadre, analizamos los elementos de la escena… pero al tomar una fotografía no solemos deconstruir las partes de la realidad a ser representada. No las individualizamos y observamos desligadas del resto. Sí hacemos esto al dibujar en vivo. En la fotografía, la imagen se mantiene entera, sin cortes, durante la totalidad del proceso de producción. No se desarticula en nuestra mente y nuestra mano al generarse. El abuelo de una amiga contaba que mientras iba creciendo el Paricutín, se construyeron en las cercanías palapas y miradores, con comederos públicos, desde los cuales la gente podía contemplar la piedra líquida avanzar. Palapas muy similares a las que suelen usarse para resguardarse del sol cuando vamos a mirar el mar. Las mismas palapas bajo las cuales se construyen los recuerdos de una vacación familiar.
El día que caminé sobre la lava fría del Paricutín y visité las ruinas de su tránsito sobre el paisaje, llovía. Años después leería lo que escribió Pellicer sobre ese paisaje que se quedó congelado, casi lunar, tras consolidarse su petrificación: “Ahora ahí, la aurora es fúnebre, una inmensa flor negra, parece no marchitarse nunca”. Caminar sobre las ruinas que persisten, prisioneras bajo la lava, es explorar una forma oscura del ámbar. Sorprende no tanto la solidez de esa piedra que un día fue fuego, sino la cantidad infinita de cavidades que se esconden invisibles en el paisaje, esperando el tropiezo futuro que todavía no llega. De lejos, el mar de lava se mira tranquilo, ecuánime, silenciado por el paso del tiempo. Este paisaje —adjetivado como paricutíneo por el Dr. Atl que tanto lo pensó, dibujó y escribió— hoy se ve unificado. Pero en cuanto uno se acerca, resulta inevitable tocar los filos de sus porosidades, caer en sus zanjas, inundar sus cuevas y las vacuidades del tránsito congelado. Sólo al estar ahí es que uno percibe cuánto más complejo es ese brote de piedra. Entonces uno se da cuenta de que mirar de cerca, estando ahí, es una forma radicalmente distinta de observar. Al haber sido lava —origen móvil de la tierra reblandecida— y al ser también piedra —fin petrificado de la misma— sobre este paisaje se colapsan todas las dimensiones del tiempo. Aquí el desastre no fue, ni sigue siendo, ni ha sido, sino todo eso a la vez.
Imagen de portada: Gerardo Murillo, Dr. Atl, Erupción del Paricutín, 1946