Comenzó como un dolor en el cuello. Aparentemente de la noche a la mañana, el simple acto de acostarse se había vuelto una hazaña. El dolor se extendía como una enredadera en el espacio entre mis vértebras. Como cuando hacemos bola una bolsa de plástico: ése es el sonido que oía cuando giraba la cabeza. También sentía desplazamientos telúricos y tronidos de los huesos que me despertaban sobresaltada en medio de la noche. En los primeros meses no lo comenté con nadie por la sencilla razón de que había demasiado en juego. Me había llevado años convertirme en una artista profesional de tiempo completo —había capitalizado mi sueño de la infancia y levantado una empresa en la sala de mi casa— y para diciembre de 2018 entraban pedidos como nunca antes. Manchaba mi alfombra blanca con tinta negra. El sofá estaba cubierto de pedazos de papel que colgaban como adornos de mi piyama de franela mientras los clientes me ofrecían el doble de mi tarifa por manufacturar regalos de última hora: retratos de bodas, perros, gatos y bebés. No podía decirle que no al dinero, así que trabajé sin parar previendo una posterior escasez de ventas y un muy necesario descanso en Año Nuevo. El descanso nunca llegó. Seguí a ese ritmo otros doce meses, comerciando con mi arte intensamente. Las redes sociales se volvieron un factor clave y diariamente subía una obra de arte original al mediodía, como reloj. Conforme pasaba más tiempo en línea, me dejé hipnotizar con los “me gusta”, los comentarios y los mensajes que acompañaban mi creciente popularidad. Me saltaba las comidas y cancelaba planes para poder hacerlo todo. Recuerdo una ocasión en la que me quedé afuera del departamento sin llaves y lloraba inconsolable en el pedacito de jardín frontal porque había dejado mi cuaderno de bocetos en la mesa de la cocina y temía no acabar a tiempo mi dibujo del día. Logré tenerlo todo bajo control: los pedidos y las facturas, las clases y el dibujo, y el incesante desfile de correos electrónicos que se apilaban en la pantalla de mi teléfono. Me había vuelto todo un éxito y una artista muy conocida. Inicié un podcast, escribí libros, impartí talleres y fundé una organización dedicada a las artes. Estaba construyendo un imperio. Y mientras tanto, todo ese tiempo, lenta y soterradamente, mi columna se desmoronaba. Al principio, achaqué el dolor de cuello a mi mala postura. Había estado encorvada interminables horas sobre mi trabajo: era normal que necesitara analgésicos para aguantar el día. A medida que el dolor se agudizaba, lo mismo ocurría con la preocupación. Me perseguían visiones de mi columna desintegrándose, de mi cuerpo colapsando como una tienda de campaña sin postes. Fui al médico y le rogué que me mandara hacer un examen o me remitiera con un especialista, negándome a salir del consultorio con las manos vacías. Pidió una radiografía. Estaba mirando un exhibidor de bicicletas cuando me llamó para darme los resultados. “Esto es muy interesante”, dijo antes de comunicarme que tenía una fusión vertebral: dos de mis vértebras estaban en contacto, sin disco entre ellas para absorber el impacto de los movimientos cotidianos. Me explicó que era un defecto congénito que había permanecido latente en la base del cuello las primeras dos décadas de mi vida. También me diagnosticó osteoporosis y osteoartritis, ambas enfermedades progresivas. El deterioro gradual de mi columna restringirá el flujo sanguíneo hacia mis manos, lo cual las va a debilitar y entumecer. Cautelosamente, le pregunté cuál era el pronóstico. Me respondió que no había cura. Tampoco había claridad con respecto al tratamiento: ni una cirugía ni un medicamento podían reparar el daño. Las fracturas eran una posibilidad real, al igual que la parálisis. El dolor era un hecho. Sólo el ibuprofeno y la fisioterapia podían ayudarme a manejarlo. No recuerdo cómo terminó la llamada, únicamente que cuando colgué me acerqué al encargado de la tienda y le conté que me acababan de diagnosticar una enfermedad crónica de la columna que me cambiaría la vida. No dijo nada. ¿Qué podría haber dicho? Compré una bicicleta, pedaleé de regreso a casa y estuve toda la tarde sentada en la orilla de la bañera, examinando la parte posterior de mi cuello en el espejo.
Ha pasado un año desde mi diagnóstico y en estos días me muevo de manera distinta por el mundo. Sopeso el riesgo de cada actividad, desde andar en bicicleta hasta jugar futbol en el parque, y a lo lejos contemplo a mis pares, que siguen viviendo sin dolor, sin miedo, sin prudencia. Yo también esperaba vivir así siendo veinteañera. A los 24 siento como si lo mejor de mi vida hubiera quedado atrás, como si estuviera más cerca de la edad de mis padres que la de mis amigos. Me voy a dormir antes de la medianoche. Tomo vitaminas y hago ejercicios de fisioterapia en el piso de la sala. De vez en cuando doy prioridad a la diversión sobre la salud, pero sólo tras considerarlo cuidadosamente. Sin embargo, el cambio más importante ha sido en mi trabajo. Solía dibujar a diario. Ahora dibujo una vez a la semana usando un dispositivo de ayuda especial que me sostiene el brazo y levanta mi obra al nivel de los ojos. Recibo pedidos ocasionales a través de una agencia de ilustradores, más las regalías por la venta de libros, licencias de obras de arte y descargas de mi curso de dibujo. Pero la suma nunca alcanza a ser un salario de tiempo completo. Los clientes dudan para hacerme un pedido, ya sea preocupados por mi salud o por sus plazos. Apenas hace un año era muy solicitada, tenía más oportunidades que tiempo para tomarlas. Ahora mis jornadas están tan vacías como mi buzón del correo electrónico. El plan es encontrar una nueva forma de ganar dinero como artista. Sé por experiencia propia que no es una meta menor. Mis proyectos actuales incluyen un álbum de canciones originales y la propuesta de hacer un libro sobre mi experiencia como artista con discapacidad.. Me cuesta usar la frase con discapacidad porque sé que parece que no tengo ninguna discapacidad, pero he llegado a aceptarla como una descripción precisa: hay cosas que simplemente no puedo hacer. Ahora, cuando conozco a alguien, soy franca sobre mi situación y eso prepara el terreno para hacer una defensa de mis necesidades. Agradezco que aún puedo escribir. Usar un medio de expresión distinto me ha enseñado que mi camino nunca fue realmente el dibujo, sino el proceso de crear algo a partir de la nada, de externalizar mi yo interno y compartirlo con el mundo. Cuando la gente me pregunta cómo sobrellevo la situación, no puedo dar una respuesta clara. Aunque he aceptado totalmente mis condiciones actuales, también sé que vendrán nuevas cosas por aceptar a medida que mi columna se deteriore con los años. Incluso mis mejores momentos están marcados por el dolor. Sin embargo, mis peores momentos tienen una belleza muy suya. Siento pesar y gratitud por mi salud y esa tensión es lo que me impulsa a crear. Solía creer que el arte significaba una sola cosa y ahora he ampliado mi definición. Sin importar lo que pierda, siempre encontraré nuevas formas de expresarme.
Disponible en idioma original aquí. Se reproduce con permiso de la autora.
Imagen de portada: August Lamm, Spine, 2020