Una bailarina nunca deja de serlo, ha dicho Alma Guillermoprieto, quien se formó con grandes maestros, como Martha Graham y Merce Cunningham. El baile fue un sueño acariciado desde niña, una pasión que, al reafirmarse en la adolescencia, la condujo hasta Nueva York, donde se encontraban las mejores escuelas de danza contemporánea. Años después, el primero de mayo de 1970, aterrizó en La Habana para impartir clases de danza en la Escuela Nacional de Arte. Tras un par de años dejó aquel país, sin sospechar que su vida daría un vuelco. Alma Guillermoprieto es reconocida como una destacada periodista para medios internacionales, como The Guardian o The Washington Post. Su trabajo, que retrata sobre todo a América Latina, en especial las zonas de conflicto de El Salvador, Nicaragua, Colombia y Chile, ha aparecido bajo diversos títulos. También ha escrito algunas de las mejores crónicas sobre música y danza populares de la región, así como textos de gastronomía y feminismo. La ganadora del Premio Princesa de Asturias en Comunicación y Humanidades 2018 accedió a conversar sobre sus experiencias en la danza. Lo hizo desde La Paz, Bolivia, donde reside.
Si, como dices, una bailarina nunca deja de serlo, ¿de qué manera subsiste la danza en tu vida?
En mi amor por todas las formas de baile afrocaribeño, desde la rumba cubana hasta la salsa. También voy a Nueva York regularmente a la temporada de danza. Me mantengo activa, de manera simbólica, en el Centro para el Ballet y las Artes de la Universidad de Nueva York. En estos días preparo un texto sobre Martha Graham. Entonces, siempre vuelvo a escribir sobre danza; no de manera regular, pero el impulso está ahí. En las raras ocasiones en que no estoy inmersa en un proyecto, vuelvo a ello de inmediato. Es una presencia constante.
La disciplina de la danza es rigurosa, supone muchas horas de ejercicio y una buena dosis de fortaleza mental para sobrellevarla. ¿Cómo lo experimentaste tú?
Hay algo que es muy importante en la danza moderna. Quien entra allí quiere ser parte de la vanguardia, en general, del arte. Fue mi caso. Y yo no me iba a conformar con ser una segundona de algún lado, entonces viví la danza con pasión, aunque con una disciplina férrea. Si me preguntas qué he llevado de la danza a mi trabajo como reportera, te diría que ha sido la disciplina de hierro. Al mismo tiempo, una va con la sensación de “voy a hacer lo más original, voy a romper los moldes tradicionales; de lo contrario, no tengo suficiente talento”. Hay mucha tensión. Si algo me aportó al arte de la reportería es esa voluntad de empujar siempre un poquito más.
En La Habana en un espejo1, quizás tu libro más íntimo, la referencia al cuerpo es una constante. Escribes: “había dentro de mí una presencia dramática de enorme fuerza y proyección […] pero estaba dolorosamente consciente de mis limitaciones físicas —los pies planos, la insuficiente rotación del fémur en la cuenca de la pelvis— […]. Era un hecho, jamás alcanzaría el virtuosismo técnico”.
El cuerpo es un tema central. La danza exige, no sólo disciplina, sino aptitudes naturales. Alguien que no tiene sentido del ritmo nunca llegará a ser un pianista exitoso. De la misma manera, quien no tiene suficiente flexibilidad, fuerza y resistencia muscular o capacidad de proyección, no va a destacar en la danza. Por otro lado, se puede tener todo eso e incluso ser un gran bailarín o bailarina y no tener éxito. El cuerpo es un elemento, pero también hay otros dos o tres factores: buena salud, disciplina, suerte, estar cerca de personas que quieran darte un impulso. Todo eso cuenta.
Nada más complejo para una mujer que mirarse al espejo para descubrir, muchas veces, sus defectos o limitaciones. La danza te enfrenta contigo misma en una disyuntiva entre lo que quieres y lo que puedes lograr con esa única arma que tienes: el cuerpo.
La gente piensa que el espejo es un instrumento de la vanidad, pero en realidad es una herramienta para la crítica despiadada. Últimamente he pensado que yo no era tan mala como creía. Si Merce Cunningham me invitó a dar clases, a ver los ensayos; si Martha Graham, cuando me corrigió en una clase, lo hizo con suavidad; si bailé con Twyla Tharp, es que no era tan mala. Pero a mí el espejo no me dijo eso. Entonces, hay que saber usar el espejo para corregirse y no para destruirse.
¿Qué te decía el espejo?
Que todo me fallaba. Todo. Que nada en mí se prestaba para ese arte. Ahora pienso que el espejo no me decía la verdad.
“Martha Graham repetía que para bailar es necesario el dolor. Quería formar a sus alumnas garantizándoles el sufrimiento”, apuntas en La Habana en un espejo.
Y lo ejercía sobre sí misma. Era despiadada. Ahora, yo creo que el dolor real surge de esa duda constante de “¿voy a ser lo suficientemente buena? ¿Se van a fijar en mí? ¿Me van a reconocer?”. Es un sufrimiento muy profundo. En cambio, el dolor del esfuerzo físico es maravilloso, porque significa que una se entregó a fondo. Esa sensación de estar completamente comprometida en cuerpo y alma es algo que normalmente encuentras en el amor, en el sexo, pero también la experimentas al participar con cada célula de tu cuerpo en la danza.
En tu labor periodística, la danza y la música ocupan un lugar primordial. En Samba, tu primer libro, narras los intríngulis del Carnaval de Río de Janeiro, donde las mafias, el racismo y el machismo, operan tras bambalinas. Sin embargo, la danza también es desahogo. ¿Reconoces ahí una vía de escape para sobrevivir a la barbarie?
Absolutamente. Frederick Douglass, uno de los grandes abolicionistas de la esclavitud —nació esclavo, fue esclavo y llegó a ser el personaje político más importante de Europa y Estados Unidos—, dijo algo que me impresionó profundamente: “La comunidad negra no crea su música y su danza a partir de la alegría, sino para crear un espacio de alegría”. Eso es el Carnaval de Río y todos los festivales afrocaribeños. Son espacios de alegría para sobrevivir a su raíz: un pasado de esclavitud y sufrimiento inconcebibles.
Por otro lado, indagas en el tango a través de una crónica sobre cómo la danza popular revela el sentimiento de una cultura. En este caso, reflexionas en torno a “un baile que no es para feministas”, dices. ¿La danza es también un espacio para el activismo en temas de género o raza?
Hay mucho activismo dentro del tango contemporáneo. Por ejemplo, las mujeres lesbianas buscan abrirse un espacio. El tango, desde siempre, tuvo una arista gay. Alguna vez me tomé el trabajo de leer de nuevo En busca del tiempo perdido completo, para ver cuántas veces se mencionaba el tango —no existía aún la búsqueda en Google—, y es que en la novela quienes bailan tango —una danza marginal, desacreditada—, son las chicas del grupito de lesbianas, las muchachas en flor. De ahí el título, A la sombra de las muchachas en flor, que protagoniza Albertine. Así que lo gay ligado al tango existe desde sus orígenes. También están las formas de bailarlo: ¿quién tiene el poder? En el ballet se da esa discusión en todos los sentidos. En las compañías de danza, los hombres gais han creado un movimiento desde el que expresan: “Yo quiero bailar como gay, expresarme como gay”. Es una discusión urgente, pero no es nueva. En los años cincuenta, en los albores del Movimiento por los Derechos Civiles en Estados Unidos, George Balanchine creó, para el New York City Ballet, un dueto para su coreografía Agon, quizás su obra maestra. El dueto estaba formado por Arthur Mitchell, un bellísimo bailarín negro, y Diana Adams, una bailarina finita y muy blanca. Balanchine sabía que estaba integrando, de la manera más agresiva, una compañía de ballet. Entonces, no es nueva la discusión ni los esfuerzos por corregir una situación desigual. Sólo que hoy esa discusión es muy álgida, lo cual está muy bien.
En La Habana en un espejo, te refieres a la relación del baile con la autoinmolación y a su metáfora en la forma de la euforia revolucionaria del Che Guevara, la euforia de la autoinmolación. ¿Acaso la danza es, en realidad, un ejercicio contra la muerte?
Justo escribía anoche sobre eso. Creo que por ello es que la danza existe y nos conmueve. La gimnasia está en las Olimpiadas y es maravillosa, pero no nos hace sollozar o morirnos de risa. El componente esencial de la danza es la rebelión contra la gravedad y el peso de la muerte. También es una lucha constante contra el deterioro de ese cuerpo precioso, frágil y delicado que es el organismo humano. No es casual que una y otra vez vuelva la idea de autoinmolación, de la técnica de la danza como un autocastigo —Martha Graham lo repitió hasta el cansancio— y que el tema sea particularmente popular. Por ejemplo, pensemos en La consagración de la primavera, de Ígor Stravinski, cuyo argumento gira en torno al sacrificio de una doncella que muere bailando. La muerte y la danza conforman un dúo implícito y explícito. El asunto también se trata en El lago de los cisnes y en Giselle, donde Albert está condenado a morir bailando.
¿Cuál ha sido uno de los momentos más conmovedores de tu vida como bailarina?
La sección de la clase de danza conocida como “la diagonal”. Es entonces cuando nos movemos en el espacio con brincos o con carreras; es cuando al fin podemos soltar toda esa cosa estricta de la disciplina y arriesgar. Lo más conmovedor es que todos los asistentes a un estudio de danza, dentro de una compañía o incluso en una clase de principiantes, al cruzar la diagonal, cada uno va expresando algo muy interior. Siempre ha sido un momento de exaltación y conmoción entre bailarines. Y, claro, me ha conmovido Margot Fonteyn bailando Romeo y Julieta o Mijaíl Barýshnikov y Natalia Makarova bailando la Mazurka de Chopin. He visto ese video unas veinticinco veces.
Al dejar el baile, ¿qué fue lo que cambió para siempre en tu vida?
La posibilidad de hacer lo que más me gustaba en el mundo. Así de sencillo.
¿Cómo te curaste del retiro de la danza?
No me he curado todavía.
¿Cómo recuerdas ahora ese tiempo en Cuba?
Con displacer, diría. Se practicaban una serie de castigos al ser humano impuestos desde la ideología. Hasta en la danza faltaba la libertad y yo no me di cuenta. El absurdo de que no hubiera mapas, la prohibición de salir de La Habana, nos afectaba incluso a los privilegiados visitantes extranjeros oficiales del Estado. Recuerdo a mis amigos con dolor; todo lo que sufrieron. No tengo un recuerdo feliz.
Aun así, pienso que le debes a la danza una experiencia de vida única en un momento tan grandioso como complejo y delicado en la historia. Estuviste inmersa en el arte mientras el mundo se partía en dos.
Tienes toda la razón. Sobre todo porque llegué siendo tan ingenua, que apenas lo alcanzo a entender. Quizá los bailarines no son seres de gran curiosidad política. Llegué a La Habana mientras Fidel fracasaba en su intento de volverse económicamente independiente, la famosa zafra de los diez millones; en medio de un fervor revolucionario que no le daba espacio al sentimiento contrario. Y llegué con el corazón roto, así que no me di cuenta de lo que observaba. Durante treinta años no recordé la experiencia cubana y, cuando lo hice, me dije: “No, chica, esto fue algo importante”. Y, mientras descubría esa vida guardada en un cajón, intacta, que no estaba manoseada, me di cuenta de que tenía un tema para escribir. Eso se lo debo a la Revolución cubana, por supuesto. En general, le debo a toda mi profesión haber vivido siempre a un ladito de la historia, digamos, mojándome los pies en la historia.
Cito uno de los párrafos más desgarradores de tu libro: “A veces me paraba frente al espejo del baño a exprimirme un grano, y otras me sorprendía con el reflejo no buscado de mi espantoso perfil: la nariz, la frente, la barbilla, la nalga, todo fuera de proporción. En una de esas vueltas me quedé atorada, llena de odio y frío y sin poder zafarme de mi propia imagen. Veía mi reflejo, pero no veía quién lo habitaba, como si me hubiera convertido en una estatua desocupada por dentro, a punto de cuartearse entera. A partir de entonces el espejo se volvió un peligro, pero también cualquier mirada y también la soledad. […] Al amanecer cuando abría los ojos y enfrentaba el ojo estéril que me miraba desde el otro lado del pozo, sentía algo parecido a la ilusión ante el alivio de la muerte. El problema radicaba en la dificultad de morir: pronto me di cuenta de que no bastaba con desearlo”.
Eso se hizo muy agudo en Cuba porque, de manera inevitable, yo estaba agarrando el fervor revolucionario, pero era el fervor de una revolución que me decía que yo no valía nada. Eso te puede aniquilar: que la gente en la que crees o el sistema en el que crees piense que no vales nada. Eso te puede llevar a una gran depresión, como me pasó a mí; aniquiló un mundo en el que trataba de formarme mientras caía en otro absolutamente contradictorio.
¿Y la escritura sirvió para digerir todo eso?
El libro me sirvió. Recomendaría que toda persona tratara de escribir su propia vida. De repente dije: yo sufría tanto, era una muchacha neurótica, temerosa, tímida, pero también de un arrojo enorme. Contaba, es verdad, con cierta simpatía, con capacidad de seducción, una curiosidad infinita y gran capacidad de gozo. Esas virtudes las descubrí escribiendo el libro, pues antes de ello había tenido una opinión de mí misma muy permeada por la autocompasión.
¿El periodismo sustituyó de alguna manera el placer que te habría dado una vida en la danza?
Esa parte ya pasó, sobre todo a partir de que cumplí cuarenta años. Había empezado a escribir para el New Yorker y cuando publiqué mi primer artículo pensé: “Esta es mi casa, aquí es donde me siento cómoda, aquí es donde me reciben con amor”. Si hubiera seguido en la danza hoy estaría retirada, con mil problemas físicos y ganándome la vida dando clases con un tamborcito donde me dejaran. Entonces, en ese momento dije: “Soy una suertuda que no ha sabido reconocer los regalos que me ha dado la vida”.
Comenzando por la mirada de esa joven revolucionaria en Cuba y tras lo que observaste en El Salvador, Nicaragua y Chile, ¿qué piensas del regreso de las derechas en ciertos países donde la revolución se volvió una palabra hueca que ha servido a ciertos políticos para mover masas y perpetuarse en el poder?
Cualquier demagogo hipócrita se levanta, alza la mano y declara: “Yo estoy con el pueblo”. Lo que me mata es que con eso baste para que la gente vote por él. Yo matizaría lo que dices sobre que sigo siendo revolucionaria. Siempre fui aspirante a revolucionara. Tras los fracasos que he atestiguado —la tragedia de la Revolución cubana, la tragedia y la farsa abyecta de la Revolución nicaragüense, la tragedia espantosa de la Revolución salvadoreña, Chile—, llego a la conclusión de que los cambios rápidos no engendran resultados duraderos. Para que sus efectos sean más prolongados, el cambio tiene que ser lento y consistente. Y los dos elementos más importantes para una sociedad son la justicia efectiva y la educación. En América Latina estamos muy rezagados en eso. Sigo siendo una indignada permanente y mi labor como escritora es dar fe, dejar un testimonio de las cosas que me indignan para que no se olviden.
Imagen de portada: Ricardo IV Tamayo, Cuba, 2021. Unsplash ©.
Alma Guillermoprieto, La Habana en un espejo, Literatura Mondadori, México, 2004. ↩