dossier Propiedad ENE.2018

Autor, editor, lector: Una santísima trinidad

Alberto Manguel

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La relación de un escritor con sus lectores es una simple cuestión de vida o muerte. Si el escritor es leído, vive; si no, muere. Nada ni nadie influye en esa despiadada decisión, salvo el lector. El azar, las listas de best sellers, las obligaciones escolares, el fanatismo político o religioso, la publicidad, pueden hacer que durante un tiempo, como el extraño Monsieur Valdemar del cuento de Poe, el escritor quede en suspenso animado, ni muerto ni vivo, hipnotizado en el umbral del reconocimiento, pero al fin y al cabo, sin la sostenida lectura de su público, el escritor acabará, tal como Monsieur Valdemar, en una inmunda y pútrida masa informe. Sic transit gloria mundi, gracias al capricho de los lectores. La relación de un escritor con sus editores es más extraña, algo más difícil y compleja que una relación amorosa. A las pasiones y celos, infidelidades y delicias de esta última, deben sumarse a la primera la intimidad intelectual y emotiva que se establece entre ambos, y también la dependencia económica a la que suelen ser condenados, casi siempre del escritor hacia el editor, y a veces, muy contadas veces, en sentido contrario: por cada Dan Brown hay miles y miles de autores casi del todo anónimos. Desafortunadamente, puesto que la industria editorial, como toda industria en nuestros días, está sometida a la codicia devastadora de los inversionistas, pocos son los editores que aún pueden (o quieren) seguir alentando a un escritor en su carrera, y son más los que exigen que éste produzca best seller tras best seller. Lo que en algún tiempo fue una relación más o menos digna entre amantes de la literatura, se ha convertido, con honrosas excepciones, en la relación entre celestinas y prostitutas; cuando éstas ya no satisfacen los deseos de los clientes, son licenciadas sin gracias ni miramientos. Durante siglos, ser editor significaba tener el honor de publicar la obra de quienes hacían literatura; en muchos casos, no todos, claro, hoy, ser editor quiere decir ser un tendero a quien poco le importa la suerte de quien produce la mercadería que en forma masiva vuelca al mercado. Unos seis meses antes de que ganara el Premio Nobel, Doris Lessing me escribió una carta desconsolada en la que me decía que había enviado su nueva novela y un par de relatos largos a sus editores ingleses y americanos. Los primeros le dijeron que escribía demasiado (esto, a una novelista octogenaria); los segundos, que su literatura tenía poco interés para las nuevas generaciones. Después del Nobel, por supuesto, fue festejada y cortejada, pero Lessing no olvidó nunca aquel despecho. La verdad es que hoy muchos escritores esenciales padecen el mismo tratamiento, y si apenas sobreviven es gracias a los esfuerzos de un puñado de editores de conducta persistentemente ética, una especie en vías de desaparición. Ahora los editores se basan en las ventas de la última obra publicada para decidir si seguirán publicando o no a su autor; la noción de alentar una obra compuesta penosamente a lo largo de los años, hecha de libros mayores y menores, tanto exitosos como ignorados, ha desparecido. En los grandes grupos editoriales ya no son los editores quienes deciden, sino los agentes comerciales. Ser editor hoy es un oficio de mártires o de locos. Pocos editores, por supuesto, se declaran en favor de las nuevas políticas comerciales; casi todos se proclaman defensores del escritor y de su obra, pero también un editor debe poder sobrevivir, y los grandes grupos editoriales no son ni empresas filantrópicas ni bastiones intelectuales. Michael Krüger, hombre sin pelos en la lengua, declaró que estos cambios en el mundo editorial afectan no sólo nuestras facultades literarias sino que “afectan nuestra propia existencia”. Desde la época de Gilgamesh, los escritores se han quejado siempre de la mezquindad de los lectores y de la avaricia de los editores. Y, sin embargo, todo escritor encuentra, a lo largo de su carrera, algunos notables lectores y algunos generosos editores. “He vendido siete ejemplares”, dice el protagonista de Nightmare Abbey de Thomas Love Peacock. “Siete es un número místico y el augurio es excelente. Si encuentro a los siete lectores que compraron mis siete ejemplares, serán como siete candelabros de oro con los que iluminaré el mundo entero”. Siete lectores bastan, si son los que merecemos. Siete editores también. Yo los he encontrado y gracias a ellos he podido sobrevivir hasta ahora. No siempre hubo editores. En sus inicios, la literatura dependió sólo de los narradores y de su público. Con la evolución de las tecnologías, el narrador se convirtió en escritor, y el escritor necesitó de un artesano que le facilitase la tarea de reproducir su obra y distribuirla a sus nuevos lectores. Nacieron así los talleres en los que se copiaban la tabletas de arcilla en Sumeria, las librerías en las que se vendían los rollos de papiro en Grecia y Roma, los scriptoria en los que se escribían los códex en la Edad Media, y las imprentas que multiplicaron los libros desde la invención de Gutenberg hasta hoy, cuando la electrónica nos permite a cada cual ser un monstruo tripartito, escritor, editor y lector, sin otras barreras que las de nuestro propio pudor y la censura de ciertas autoridades. Oír hablar a un editor hoy es una experiencia a menudo conmovedora, como escuchar los recuerdos de viejos soldados que no saben si sobrevivirán la nueva batalla que se anuncia. Y, sin embargo, como en las memorias de muchos soldados, algo suele faltar: el reconocimiento de la propia responsabilidad. Sabemos lo difícil (por no decir imposible) que es luchar contra los ejércitos financieros. Sabemos lo arduo (por no decir inútil) que es tratar de sobrellevar las restricciones cada vez más ceñidas de los departamentos financieros de una editorial. Sabemos lo desolador (por no decir trágico) que es ver a los lectores elegir cada vez más libros-basura y cada vez menos literatura. Y, no obstante, también sabemos que estos dramas no pueden tener lugar (o al menos no pueden hacerlo de manera tan rápida y avasalladora) sin la colaboración avergonzada o ciega de la mayor parte de los que trabajan en la industria del libro. Editores que se resignan a elegir sólo títulos de venta supuestamente asegurada, escritores que se autocensuran para complacer los requisitos de un público idiotizado; críticos y reseñadores que no proponen lecturas inteligentes sino que se contentan con resumir o piropear un libro, y por supuesto, lectores que aceptan ser tratados de necios incapaces de interesarse por un libro difícil, son, en última instancia, tan culpables como las anónimas instituciones financieras que nos están destruyendo. Sin embargo, tengo la certeza de que sobreviviremos. Cambiarán ciertos instrumentos de escritura, cambiarán ciertos modelos de lectura, cambiarán ciertas técnicas editoriales, pero esencialmente el acto literario no cambiará. Somos criaturas de palabra, nacemos con el don de la palabra, vivimos a través de la palabra, conocemos y damos a conocer nuestra experiencia con la palabra, y sólo cuando morimos perdemos la palabra. Y, dicen algunos, ni siquiera entonces: las almas que Dante encuentra en la Ultratumba siguen hablando.

Imagen de portada: Jan Collaert, La invención del libro impreso, ca. 1600.