Una y otra vez se ha oído decir estos días que Sergio Pitol fue —que Sergio Pitol es— un autor excéntrico. Que, a lo largo de años de viajes y hallazgos, compuso un insólito mapa de afinidades literarias, una compleja trama de obras y autores (dígase Alexander Zeromski, Tibor Déry, Ivy Compton-Burnett, Jaroslav Hašek, Boris Pilniak y Bruno Schulz) que desborda fácilmente los límites de las genealogías latinoamericanas tradicionales. Que, después de una serie de relatos que remiten a los densos espacios de Faulkner y Onetti, produjo tres novelas hilarantes (El desfile del amor, 1985; Domar a la divina garza, 1988; y La vida conyugal, 1991), en las que, como notó Carlos Monsiváis, “la normalidad no tiene sentido sin la presencia de lo grotesco”. Que, tras esa trilogía, inauguró otro ciclo literario, aún más extravagante y menos atado al corsé de los géneros, compuesto por El arte de la fuga (1996), El viaje (2000), El mago de Viena (2005) y Una autobiografía soterrada (2010). Pero sobre todo se dice, para justificar el repetido argumento acerca de su excentricidad, que Pitol fue por encima de todas las cosas un viajero, un cosmopolita desprendido de las fuerzas que suelen uniformizar a los escritores que se quedan atornillados en sus sitios, un maestro de la fuga. Lo cierto es que todos esos elementos —esas lecturas, esos viajes, esos extravíos—, a la vez que distancian a Pitol de ciertas dinámicas del campo literario latinoamericano, lo inscriben decididamente en otras. En principio, pocas cosas más distintivas de esta literatura que su infatigable “deseo cosmopolita”, para utilizar la expresión de Mariano Siskind. Tan constitutivo de las culturas latinoamericanas es —y ha sido— el nacionalismo como lo es —y ha sido— el cosmopolitismo, uno y otro siempre en una tensa relación dialéctica que no excluye la síntesis. Después, es acaso el desdén por lo nacional y la apertura a lo universal lo que identifica a los escritores de la Generación de la Casa del Lago, a la que Pitol de algún modo pertenece. Piénsese, por ejemplo, en Juan García Ponce y Salvador Elizondo: también ellos aborrecen la hegemonía cultural del nacionalismo revolucionario; también ellos emprenden decisivas fugas por Europa; también ellos se construyen una singular genealogía; y también ellos escriben una obra que, leída desde una expectativa nacionalista, resulta, en efecto, excéntrica. Acaso lo que distinga a Pitol no sea, entonces, su cosmopolitismo sino la rara duración e intensidad de éste. Cuando casi todos sus contemporáneos vuelven a México después de sus viajes, Pitol persiste en el extranjero. Al final son veintisiete los años que pasa fuera del país. En una primera etapa, de 1961 a 1972, vive entre Roma, Beijing, Bristol, Barcelona y Varsovia, dedicado a la traducción y a diversos encargos editoriales lo mismo para sellos mexicanos (Era y Joaquín Mortiz) que para españoles que apenas arrancan (Tusquets y Anagrama). En una segunda etapa, de 1972 a 1988, Pitol vive en París, Varsovia, Budapest, Moscú y Praga, como parte del servicio diplomático mexicano. Es durante esas casi tres décadas en el extranjero cuando escribe seis de sus siete volúmenes de cuentos y sus dos primeras novelas (El tañido de una flauta y Juegos florales). Es también entonces cuando adquiere una familiaridad con ciertas literaturas nacionales, principalmente de Europa del Este, que ningún otro autor de su generación puede presumir. Cuando finalmente vuelve a México en 1989, el viaje continúa de otro modo: Pitol se encierra en Xalapa a escribir una obra memoriosa que da cuenta de una larga travesía que, de ese modo, adquiere nueva potencia y se resiste a terminar. Al final, el viaje se extiende tanto que Pitol convive en el camino con otros muchos viajeros latinoamericanos que circulan por Europa y con distintos y disímiles discursos sobre el cosmopolitismo. En su forma más básica, éste sostiene que todos los individuos —no importa su nacionalidad, etnicidad, religión, género o clase social— son, al final del día, ciudadanos de una misma comunidad. En su versión liberal-humanista, aquellos que se postulan como cosmopolitas suelen desestimar como parroquiales las afirmaciones identitarias de individuos y pueblos, advierten que existe una serie de principios morales que deberían aplicar en todos los sitios y para todos los seres, y llaman a tolerar —en vez de a alentar o a extremar— las particularidades de los otros. El discurso político que Pitol formula en varios de sus ensayos, sobre todo en El arte de la fuga, no difiere sustancialmente de éste. No es el suyo un cosmopolitismo que, a la manera de la cosmopolítica de Isabelle Stengers y Bruno Latour, cuestione la existencia misma de un cosmos compartido y afirme que la disputa política es, justamente, entre distintas concepciones del cosmos. No es tampoco uno subalterno como el defendido, por ejemplo, por Boaventura de Sousa Santos, quien advierte en el cosmopolitismo liberal un instrumento del imperialismo y persigue, más bien, la formación de una comunidad universal de migrantes, refugiados y no-ciudadanos. En el discurso con que Pitol racionaliza su experiencia en el extranjero opera, definitivamente, la noción de un mundo compartido donde las particularidades, que desde luego existen, son siempre traducibles y donde el conflicto cultural debería ser desactivado con la tolerancia, en su opinión “la virtud humana más admirable”. Es el suyo, además, un discurso cosmopolita formulado casi estrictamente en términos de high-culture, atento a libros y museos, pero rara vez interesado en las asimetrías internacionales o en esos otros sujetos cosmopolitas —desplazados, refugiados, expulsados económicos— que circulan al mismo tiempo que él por el mundo. En la práctica, y sobre todo en su tensa relación con otros relatos y haceres cosmopolitas, el cosmopolitismo de Pitol se torna mucho más complejo y discrepante. Son al menos tres las instancias en las que su itinerario se cruza y entra en tensión con los itinerarios de otros agentes culturales. Primero: lo mismo en su vida que en su obra, la típica tríada del cosmopolitismo literario latinoamericano —Occidente, Metrópolis, Poeta— aparece ya descompuesta. El objeto del deseo cosmopolita es, continúa siendo, Occidente, sí, pero un pliegue de Occidente, una forma excéntrica de la modernidad occidental, ciertos rincones de Europa central y del Este. Más importante todavía es que la metrópolis se ha esfumado ya: no hay centro alguno en el cosmopolitismo de Pitol, no París, ni siquiera el Londres donde se concentran varias de sus afinidades literarias, y por supuesto no Moscú, entonces forzada capital política de los países del bloque soviético en que Pitol vive y escribe. Lo que hay es una constelación de ciudades —Varsovia, Budapest, Tiflis, Bujará, Samarcanda— que delinean un mapa cuyas formas no coinciden ni con las del cosmopolitismo latinoamericano más transitado ni con las de la geopolítica de la época. En ese territorio personal Pitol parece resistirse, además, a cumplir con las funciones que el otro elemento de la tríada, el poeta, venía realizando tradicionalmente: o aprehender la modernidad de la metrópolis para llevarla de vuelta a las colonias, o demostrar la desdeñada actualidad de las colonias en la metrópolis. En vez de ello, Pitol lee, traduce y ensaya sobre autores que, más que sumarse al relato hegemónico de la modernidad literaria, parecerían desviarlo o distorsionarlo. Un segundo momento de tensión: durante sus años en el extranjero, Pitol coincide con otros muchos escritores latinoamericanos que recorren Europa pero, en vez de concurrir, sus prácticas y discursos entran repetidamente en conflicto. Se sabe: durante los años sesenta y setenta del siglo pasado se experimenta, ante todo de la mano del Boom, una de las olas de mundialización más potentes de la literatura latinoamericana, y como resultado termina por conformarse un circuito editorial panhispánico (con sus sellos y agentes y premios literarios). Aunque escritor latinoamericano en el extranjero, Pitol apenas si es parte, y menos aún beneficiario de ese proceso de mercantilización de la literatura de América Latina. Simultáneo al del Boom, su cosmopolitismo traza otra órbita, un itinerario alterno, sin duda menos visible y menos rentable que el de muchos de sus contemporáneos. Dicho de otro modo: es un escritor resueltamente cosmopolita pero no es, no termina de ser, un autor global o globalizado. Por una parte: aunque escribe desde Europa, Pitol es entonces, en términos materiales, un autor local. Como explica él mismo en uno de los ensayos de su Autobiografía soterrada, una vez que concluye una de sus obras, se dirige a la oficina de correos, envía el manuscrito a México y más o menos un año más tarde recibe ejemplares de sus libros, publicados por editoriales como Era, Siglo XXI o la Universidad Veracruzana, con escasa o nula proyección fuera de México. Por otra parte, Pitol escribe entonces una obra densa, localizada en distintos rincones europeos, que en absoluto intenta producir, como sí lo hacen repetidamente los autores del Boom, una imagen de América Latina para consumo extranjero. Acaso sin pretenderlo, Pitol representa en ese momento de intenso cosmopolitismo de la literatura latinoamericana un cosmopolitismo otro, un cosmopolitismo menor, para decirlo con ecos deleuzianos —un cosmopolitismo de algún modo resistente a las exigencias identitarias y comerciales de la época—. Tercer episodio de tensión: el cosmopolitismo de Pitol también colisiona con el neoliberal que se torna hegemónico a partir de los años noventa. Se sabe: entonces emerge en América Latina, acompañando los procesos de reconversión neoliberal, una serie de discursos culturales (piénsese en el Crack y en McOndo) que se baten contra una supuesta cerrazón nacionalista, o regionalista, y subrayan la pertenencia de la literatura latinoamericana a una literatura mundial en teoría cada vez menos asimétrica. En esos años, además, crece y se expande la industria editorial panhispánica, que, con sus sellos y revistas y suplementos y festivales y concursos, redirige y gestiona desde Madrid o Barcelona las nuevas órbitas del cosmopolitismo literario latinoamericano. Curiosamente, mientras todo esto tiene lugar, Pitol regresa definitivamente a México, a Xalapa, a escribir una obra que, aunque ya publicada en buena parte por Anagrama, vuelve a resistirse a tornarse global. Lejísimos de Pitol la aspiración de escribir en ese momento novelas, digamos, globales, obras narrativas desterritorializadas, sencillas, escritas en un español cuidadosamente neutro, ideales para viajar ligeramente de un mercado a otro. Muy lejos de él también la intención de novelizar la globalización, es decir, de producir obras que ante todo den cuenta de los daños y damnificados de la precarización neoliberal. Lo que Pitol escribe desde Xalapa, durante esta nueva ola de mundialización, no es ni una ni otra cosa: ni novelas globales ni novelizaciones críticas de lo global. Practica una escritura anfibia, memoriosa, especulativa (“ensayos-en-movimiento” los ha llamado Jorge Carrión) que se demora, entre otras cosas, en la evocación de un cosmopolitismo de otros tiempos. Una escritura que se resiste lo mismo a producir imágenes de la nación para el globo que imágenes del globo para la nación. Una escritura que a la vez viaja y se dobla sobre sí misma. Una escritura al margen de las lógicas de su época y, sin embargo, intensamente cosmopolita. Es aquí, entonces, donde reside la rareza de Pitol. No en su cosmopolitismo, que, ya se vio, comparte con los escritores de su generación en México, con los autores latinoamericanos que viajan por Europa en los años sesenta y setenta y con los narradores globalizados de hoy. Tampoco, y menos aún, en su discurso sobre el cosmopolitismo, que rara vez abandona el gastado marco del humanismo liberal. La excentricidad de Pitol —que vaya que la hay— radica en la anomalía de sus itinerarios, en la manera en que sus viajes y lecturas y escrituras trazan líneas distintas a las ya tantas veces transitadas —líneas que, en efecto, se fugan siempre—.
Imagen de portada: Sergio Pitol, fotografía de Rogelio Cuéllar.