Mientras mi madre dormitaba, me quedé ahí sentado pensando en Wamblán, un pueblo selvático a la vera de un río cerca de la frontera entre Nicaragua y Honduras; y también en Jacinto, que pensaba que el lunar que tengo en el centro de la mano izquierda era un estigma. Jacinto estaba al frente del pequeño destacamento del FSLN en Wamblán, una especie de unidad de fuerzas especiales que se internaba en la selva tropical y en las montañas para dar caza a los Contras en expediciones que llegaban a durar varias semanas. Yo había llegado desde la base de Wiwilí hasta Wamblán con un convoy de suministros y camiones IFA, y tan pronto como llegué, Jacinto accedió a que acompañara a las tropas que partían en busca de unos Contras que habían emboscado a otra patrulla sandinista de la zona. Fue la única experiencia de combate verdadera que viví en la selva.
Los perseguimos durante una noche y dos días, avanzábamos en una larga fila india de soldados, a menudo a través de la espesa floresta, cruzando ríos cuya corriente nos llegaba al pecho, tan cerca del rastro del enemigo que existía el riesgo permanente de ser emboscados nosotros mismos, y a veces, cuando el pastor alemán rastreador que encabezaba la columna detectaba algún olor, o cuando los exploradores que se adelantaban nos hacían llegar una alerta, ralentizábamos la marcha hasta reptar, avanzando apenas durante horas entre las verdes y suaves hojas y el aire tórrido cargado de insectos. Una vez nos topamos con una fogata todavía humeante, un cobertizo hecho de ramas recién cortadas. Incluso encontramos un cachito de papel de fumar que se agitaba enganchado en una alargada brizna de hierba, resplandeciente bajo la luz del sol como un hadita de la nieve. Recuerdo que Jacinto y algunos soldados más se quedaron parados alrededor del papel de fumar, mirándolo como si pudiera volarnos en mil pedazos, hasta que Jacinto lo aplastó con la bota y todos nos reímos. La Contra se escapó a Honduras, internándose en aquel país por el que Jacinto quería seguirlos: de todas formas ya habíamos cruzado la frontera. Más tarde, ese mismo día, vi un tucán esmeralda. La noche en que volvimos a Wamblán me acosté en mi catre del pequeño y atestado cuartel, lleno de piquetes y raspones, con ampollas en los pies, mi rodilla mala toda rígida e hinchada, a escuchar el pandemonio de sonidos eléctricos y pulsantes que las ranas hacían en la absoluta oscuridad y la calma de afuera. ¿De verdad era yo ese que yacía en aquel catre, tras haber llegado solo hasta una base de las fuerzas especiales sandinistas? Sí, ése eras tú, Frankie Gee, sólo que hace poco más de veinte años. Y eso qué. ¿Qué prueba existe de que un episodio recordado sea más significativo que una fantasía que se le asemeja? Compruébalo. Comprueba el valor duradero de la experiencia. En la oscuridad de antes del alba me despertó un revuelo dentro del cuartel; alguien había entrado abruptamente.
Se encendió un foco y los vi: tres soldados, lucían la barba larga como a menudo la llevaban los Contras y vestían el uniforme de camuflaje gris, beige y verde y los sombreros de ala suave de los Contras. Pude vislumbrar sus rostros demacrados, uno de ellos mucho más pálido que los otros dos, con una barba larga y pelirroja. Le hablaban en voz baja a algunos de los otros soldados. Para entonces, las luces se habían apagado nuevamente y oí un susurro que decía: Los cadáveres están en la colina, y otra voz que murmuraba, aunque esto fue menos claro: Son nueve, o tal vez dijo: No mueven” o No les mueven. Los intrusos durmieron en el cuartel con el resto de nosotros, se metieron silenciosamente en los catres vacíos, quizá con las botas y los uniformes puestos. Yo estaba exhausto y dormí profundamente, y cuando desperté, el trío de soldados barbudos vestidos como Contras se había ido y nadie en el cuartel, donde casi todos eran reclutas adolescentes, dijo nada sobre ellos. Más tarde, esa mañana, una neblina se posó sobre el río y vi a Jacinto, con el torso musculoso y delgado como de bailarín de ballet, con el agua verde y rutilante hasta la cintura, sosteniendo un espejito redondo a la altura de su cara y rasurándose mientras retumbaba en las bocinas el casete de “Girls Just Wanna Have Fun” de Cyndi Lauper que yo había donado a la base —también les había dado mi casete de Devo, los soldados estaban felices de poder escuchar rock—. Me quité la ropa a la orilla del río y, llevando conmigo una bolsita de plástico con mi barra de jabón y un rastrillo, me adentré en el agua fresca que se movía lentamente, verdosa y rica en minerales selváticos. Al cabo de un tiempo, le pregunté: ¿Así que hay unos Contras muertos en aquella colina? Oí que eran nueve. Jacinto me sostuvo la mirada un momento, luego negó apenas con la cabeza de una forma que, en el fondo, sugería que quería decir que sí, tal vez por el modo en que sus ojos se abrieron un poco. ¿Recuerdas lo que hizo Jacinto después, Frankie Gee? Cómo olvidarlo. Levantó la mano izquierda y, con el rastrillo, se tocó el dorso de la mano en el mismo punto en donde tengo el lunar, lo sostuvo ahí y después, en un tono enfático pero suave, dijo: Nuestro Señor te vigila, y yo le contesté: Ojalá fuera cierto, pero no lo es, Jacinto. Aquel sandinista lunático —aunque muchos de ellos eran religiosos como él, locos católicos marxistas— respondió en el mismo tono calmo: No, Goliberg, Dios no hace algo así por accidente, poner un lunar como un clavo en el mismo punto de donde los romanos clavaron a su Hijo en la cruz. Yo pensé: ¿no iban los clavos, en realidad, más cerca de las muñecas? Pero también conocía la creencia popular de que la gente con estigmas sangra del centro de la mano. ¿Esto tiene algo que ver con lo que sucedió anoche?, pregunté. A veces, aquello que llamamos una sonrisa enigmática es en realidad un grito, y así es como Jacinto sonrió, y señalándome con el índice soltó: Aaaah, en un tono más alto, como si dijera: No me vas a engañar para que hable. Jacinto pensaba que mis estigmas y los muertos de la colina estaban conectados. Ay, ya, vos, reclamé, dime qué pasó. Jacinto dijo: Ayer estuvimos cerca de que nos emboscaran, chavalo, nos tenían rodeados. Claro que tú no podías verlos, Goliberg. Teníamos otra columna patrullando del otro lado, y yo creía que no alcanzarían a llegar a nuestra zona a tiempo, pero sí llegaron, dijo Jacinto, así que fue la Contra la que tuvo que replegarse, pero no todos, algunos nos siguieron hasta Wamblán, ¿entiendes? No deberíamos estar aquí hoy, Goliberg, bañándonos en el río, y Jacinto se encogió un poco de hombros, como si fuera algo evidente. Pregunté: ¿Y todo esto tiene algo que ver con los soldados barbudos? Parecían Contras. Jacinto no contestó. Pero obviamente no eran Contras, continué, porque entraron en nuestro cuartel. Jacinto se rio de forma visible, pero sin emitir sonido. Dije: Así que había nueve Contras allá en la colina. Y tres más que eran de los nuestros, dijo Jacinto, de manera casi balbuceante. Doce Contras en la colina, repetí, e hice una pregunta tonta: ¿Qué estaban haciendo? Jacinto dijo: colocaron sus morteros, tenían lanzagranadas y estaban a punto de chingarnos, Goliberg. Jacinto alzó de nuevo la mano izquierda, y una vez más se golpeó el dorso de la mano con el rastrillo. Pensé: cree que Jesús intervino para salvarnos, pero entonces ¿quiénes eran esos tres infiltrados? ¿Las Espadas Divinas de Nuestro Señor o algo así? Jacinto ya se había dado vuelta e iba saliendo del río, por la ribera.
O sea que hay nueve Contras allí muertos, le dije desde atrás. Jacinto alzó una mano y negó moviendo el índice. Miré hacia los tejados de la pequeña base, que coronaban los blancos muros levantados sobre columnas macizas; ahora sonaba “Uncontrollable Urge” en las bocinas que se alojaban bajo los aleros del techo de lámina, y miré más alto, hacia el cielo matutino que seguía un poco grisáceo, donde no recuerdo haber visto zopilotes dando vueltas todavía sobre la ensangrentada tierra en la que los cadáveres de los Contras habían sido abandonados por sus asesinos —una tierra que yo imaginé hirviendo de hormigas y gusanos y otros insectos, lo cual me hizo estremecerme—. Probablemente los habían arrastrado y enterrado ya unos milicianos enviados allí al amanecer; Jacinto debe haber supervisado la operación antes de volver para bañarse contemplativamente en el río, rumiando quién sabe qué ideas que lo hicieron convencerse de que el lunar en el dorso de mi mano guardaba alguna relación con las Tres Espadas Divinas de Nuestro Señor, como si hubiese irradiado, insuflándoles fuerzas y bendiciones en su tarea letal y expedita, salvándonos de un mortero y una lluvia de misiles. Tres soldados sandinistas barbudos, infiltrados, que habían vivido junto a los Contras, que habían marchado y peleado con ellos en la jungla y en las montañas a ambos lados de la frontera entre Honduras y Nicaragua durante no sé cuánto tiempo; en los campamentos de la Contra deben haber sido entrenados por agentes de la CIA expertos en matar y en infiltrarse, tiempo después de haber recibido un entrenamiento similar en Cuba, o en Alemania del Este, o incluso en Líbano o Angola, y su destino era llegar finalmente una noche al momento de su prueba definitiva en la cumbre de una colina sobre Wamblán. ¿Se habían convertido en derviches giratorios que le abrieron la garganta a sus compañeros de lucha en cuestión de segundos, que les quebraron el cuello con un golpe letal de karate, o bien hubo disparos que yo no había oído? Esa misma tarde descubriría, por algunos de los soldados, que los barbudos habían salido de Wamblán en un Jeep de madrugada, rumbo a la base militar de Wiwilí y después a Managua. Para ser interrogados por la inteligencia sandinista, me dijo un oficial joven e impresionado, y dijo también que quizás habría una ceremonia secreta para honrar su heroísmo y el éxito de su misión. Ahora van a recoger la red, dijo. ¿Recoger la red, qué quería decir eso?, pregunté. Me explicó que los tres infiltrados barbudos habrían recopilado información de los colaboradores de la Contra mientras arrasaban el norte de Nicaragua, y cuando acarrearan esa red, iba a estar llena de espías e informantes reclutados entre la población rural de la selva y la montaña, y yo pensé en lo que eso significaría para muchos de ellos, y para aquellos que les sobrevivieran. Una novela de espionaje de la Guerra Fría ambientada enteramente entre campesinos, pensé, escrita en un estilo rulfiano. Siempre recordaré ese momento: sumergido en el agua fresca y verdosa hasta la cintura después de que Jacinto se saliera, mientras sonaba Devo sobre el río, observando la cordillera y pensando en esos nueve a los que habían matado allá arriba, y en los hijos que al menos algunos de ellos hubieran tenido, y así sucesivamente: un árbol de inexistencia que se ramificaba infinitamente hacia el cielo, el vergel cósmico de la guerra. Me pregunté cuál sería el destino del árbol de mi descendencia, cuán alto llegaría a ser, o si sólo llegaría hasta aquella altura, sólo yo y mi reflejo rutilante en el agua del río.
Imagen de portada: Fotograma de la película Selva trágica, de Yulene Olaizola, 2020. Cortesía Yulene Olaizola