Por el amor de Dios
El mapa y el territorio, novela de Michel Houellebecq, abre con la descripción de la pintura que ha sido por varias semanas un dolor de cabeza para su autor, Jed Martin, y que lo ha hecho perder el interés por el arte y, casi, por la vida, pues la fuerza que parecía sostenerlo “ahora se estaba disipando, desmoronándose”, cuenta el narrador. Y no es para menos, dado que el asunto del cuadro deprimiría a cualquiera: Damien Hirst y Jeff Koons repartiéndose el mercado del arte. En algún punto, Jed decide destruir la obra y eso lo salva. Pero la novela da todavía algunas vueltas más —entre otras, la del misterioso asesinato del escritor Michel Houellebecq, al que Jed acababa de hacerle un retrato que más adelante se vende en varios millones de euros—. La historia del arte, sin embargo, se mueve menos: quince años después de que se publicó la novela, Hirst y Koons se siguen repartiendo, una y otra vez, el mercado del arte.
Esto pensé después de ver la exposición interminable de la obra de Hirst que estos días se presenta en el Museo Jumex, Vivir para siempre (por un momento). A diferencia de Koons, que no deja de tener algo ilegible y contradictorio (“como un pornógrafo mormón”, dice la novela), Hirst, según el Houellebecq real, parece un tipo simple, que bebe Budweiser Light y le va al Arsenal, y al que es fácil presentar “como un cínico tipo ‘me cago en ti desde lo alto de mi montón de dinero’ o como el artista rebelde (pero rico) que hace una obra angustiosa acerca de la muerte”. Me temo que fuera de la ficción no hay mucho más que decir de él. La página de internet de la Galería Tate, la importante institución museística inglesa, contiene un diccionario de artistas. Además de datos biográficos, las entradas incluyen descripciones holgadas del trabajo de cada uno de ellos: evolución, puntos álgidos y demás. De Hirst sólo dice que es el artista más rico de Inglaterra, famoso por haber metido un tiburón muerto en una pecera y por el gesto “sin precedentes para un artista vivo” de subastar una exposición completa y ganar con ello 198 millones de dólares. Casi a manera de posdata se añade que “desde 1999, las obras de Hirst han sido impugnadas por plagio dieciséis veces”.
Si queda poco que sumar a la lista de éxitos comerciales, ¿qué hago escribiendo esta nota? No lo sé. Hay algo en las salas de museo llenas de gente, una mañana de un jueves cualquiera, que me hace querer indagar más a fondo. El arte contemporáneo suele ser un ámbito donde el público y los críticos rara vez vamos de la mano. Los artistas que proponen cosas más interesantes y menos sobadas, según los críticos, son a los que el público presta escasa atención. Y, al revés, los que atraen carretadas de gente suelen ser los que a nosotros nos resultan sosos y previsibles. Esto revela que hay esferas públicas que apenas si se cruzan; y habla también de la sustancia volátil de la que está compuesto el arte. A mí Hirst me aburre. No veo en esas pinturas de puntos nada que no haya visto en una fiesta infantil. Esas decenas de animales disecados no me provocan fascinación, sino lástima. Los cientos de diamantes, en lugar de deslumbrarme, me apabullan. No encuentro en nada de eso lo que sí me asombra en otras obras: una manera insospechada de ver las cosas, una especie de puesta entre paréntesis, de pausa en medio de la barahúnda cotidiana. En las obras de Hirst, en cambio, no hay ruptura alguna con el mundo exterior; al contrario, hay exaltación de la vorágine, de los ritmos despiadados del capitalismo estridente que se asoma por las ventanas del Museo Jumex, mientras uno intenta acercarse al cráneo de los ocho mil diamantes, Por el amor de Dios, al que algunos críticos intentan rescatar de la ignominia con el argumento de que la obra es una profunda disertación sobre la muerte y la riqueza. Y, pues sí, es un cráneo lleno de gemas brillantes, a punto de soltar una carcajada; de hablar, seguramente nos insultaría a todos por no ser igual de ricos ni estar así de enjoyados. Nos reprocharía, como suele hacer el dinero, según el poeta Philip Larkin: “¿Por qué me dejas aquí tirado, sin sacarme provecho?/ Soy todas las cosas y el sexo que nunca has tenido./ Aún puedes conseguirlos firmando algunos cheques”. Y nosotros, incómodos, escucharíamos su canto embriagado, como si miráramos “una ciudad de provincias desde largos ventanales,/ los tugurios, el canal, las recargadas y enloquecidas iglesias/ bajo el sol de la tarde”. Sería intensamente triste.
Aun así, algunos de sus trabajos se separan del resto. Son los más tempranos y los que, quizá por su falta de brillo, fueron colocados en los pasillos del museo, lejos de tiburones y diamantes. Justo en ellos encontré esa retirada del sentido ordinario de las cosas, un rasgo que comparten muchas de las obras que buscan funcionar como tales: obras, pues, y no sólo superficies resplandecientes. Que busquen algo ya me parece un triunfo, al lado de esos objetos que se jactan de ser productos de un chispazo inocuo. Antes de las vitrinas gigantescas repletas de pastillas y píldoras perfectamente acomodadas (o diamantes o mariposas o colillas de cigarro o lo que se le ocurra a continuación a Hirst), se nota que el artista realmente estaba intentando darle la vuelta a la noción de escultura —en un país con escultores tremendos, como Henry Moore o Barbara Hepworth—. Por ejemplo, tomó una pequeña alacena de cocina anaranjada (frente a la que casi nadie se detiene) y vio que ahí había algo interesante. Entonces, siguió con otros objetos domésticos, como sartenes y ollas, que quizá provenían de casa de sus padres, y los pintó de colores en la parte de atrás, de modo que en lugar de meros utensilios parecen una suerte de Anish Kapoors proletarios. Después, vino el botiquín completo, porque esa forma llena de pequeñas formas (botellas, frascos, cajitas) habla sobre el arte de un modo inédito, pero también de un tema crucial en la vida contemporánea: la adicción a los fármacos. A esta pieza, de 1989, la llamó Vacaciones.
Allí había algo entrañable. Algo parecido al sentido del humor. Eso es lo mejor de Hirst: su desparpajo y su nivel de autoescarnio, cada vez menos frecuente. Una obra profundamente anodina puede, no obstante, llevar un título fantástico, que la encumbra y la pisotea por igual: Hermosa, infantil, expresiva, insípida, no arte, demasiado simplista, de-sechable, cosa de niños, carente de integridad, giratoria, apenas un caramelo visual, celebratoria, sensacional, pintura indiscutiblemente hermosa (para encima del sofá). Lástima que el artista no se atreva a dar el paso de quedarse sólo con el nombre: ¿quién necesita la ridícula pintura arriba del sofá cuando la simple descripción es cien veces más interesante? Lo mismo podría decirse de la pieza —posiblemente la más famosa del mundo, después de la Mona Lisa— del pobrecito tiburón suspendido en una tina de formol. ¿Era de verdad necesaria la cacería de un escualo rayado, “suficientemente grande como para comerte” (según la aspiración de Hirst), en las aguas de Queensland, Australia, nada más para complacer al autor, cuyo apetito sí es suficientemente grande como para comernos a todos? ¿O tal vez hubiera bastado con escribir en una hoja La imposibilidad física de la muerte en la mente de alguien vivo para que cada uno le diera forma a esa idea en su cabeza?
Y, sí, el tiburón original tenía su chiste. Pero los chistes no se cuentan dos veces. Ese tiburón, de hecho, se pudrió, y Hirst mandó cazar otro. Y luego otro, y después varios más. Los nombres cambian: El inmortal, La ira de Dios, La muerte explicada, Muerte negada, El reino, Leviatán, como si el tono bíblico pudiera redimir un acto tan inapropiado para los tiempos que corren como andar pescando selaquimorfos impunemente.1 También varían el tamaño y la especie: hay varios tigres, pero también un imponente tiburón blanco y hasta un peregrino, que parece una ballena (de ahí el título Leviatán). Sin embargo, la potencia de la primera imagen de un pez inmenso, arcaico, con las mandíbulas desplegadas —esas que Spielberg convirtió en pesadilla colectiva—, como detenido para siempre en su nado de flecha, “ahora se estaba disipando, desmoronándose”. Ni las vacas o los becerros, los gansos y las miles de mariposas que vinieron después consiguen superar lo que no es mucho más que una osadía, un atrevimiento conceptual, ciertamente inolvidable.2
La obra de algunos artistas no aguanta una retrospectiva. Más que una muestra de arte esto parece un acuario cualquiera convertido en cementerio. Mucha de la gracia del arte conceptual radicaba, en efecto, en proponer como obras las cosas más maravillosamente disparatadas. Digamos, dispararse en el brazo, enlatar la propia mierda, transformar una galería en establo, encerrarse tres días con un coyote, llenar de tierra un departamento. Había que hacer todo por primera vez para ensanchar lo más posible el campo de trabajo. Esas obras, hoy míticas, tenían su fuerza como gestos novedosos e irrepetibles. Si Chris Burden se hubiera dejado disparar, no una, sino veinte veces, habría muerto joven, desde luego, y no como un artista genial, sino como un pobre diablo.
Es cosa de saber cuándo detenerse.
La exposición de Damien Hirst, Vivir para siempre (por un momento), permanecerá en el Museo Jumex hasta el 25 de agosto de 2024.
Imagen de portada: Damien Hirst, Muerte negada, 2008. Todos los derechos © Damien Hirst and Science Ltd. Todos los derechos reservados DACS/Artimage/SOMAAP 2024. Foto de Prudence Cuming Associates Ltd.
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Según la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza, un cuarto de las especies de tiburones del mundo está en peligro de extinción debido a la cacería ilimitada. ↩
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Artnet News calculó un total de 913 450 criaturas muertas, incluidos miles de insectos, trece ovejas, tres gansos, siete vacas, cinco becerros, cuatro toros, tres caballitos, dos cerdos, un oso y una cebra. ↩