dossier Especial: Diario de la pandemia JUN.2020

Síntomas

Luis Chaves

El 17 de marzo aterrizamos en el aeropuerto Juan Santamaría. Era el tercer aeropuerto que cruzábamos ese día. Buenos Aires – Ciudad de Panamá – San José. Habíamos llegado unos días antes a Argentina; aprovechando la doble invitación de un festival literario y una presentación de libro, Ari, la mayor de mis hijas, aceptó el viaje como regalo de sus 15 años. En Buenos Aires presenciamos, día a día, el endurecimiento de las medidas preventivas. Eventos públicos, lecciones, vida nocturna, cada día se suspendían varias actividades. Vimos cómo lo que semanas atrás era apenas otra noticia, una situación desafortunada en el extremo opuesto del planeta, se cerraba como un domo sobre nuestra realidad. El libro se presentó la noche del jueves 12 de marzo. El festival se canceló, al igual que funciones de teatro, cines, conciertos calibre Coachella y el sacrosanto campeonato de fútbol argentino. Con mi hija recorrimos una ciudad que se vaciaba progresivamente. El lunes 16 caminamos por un San Telmo fantasma y almorzamos en el legendario bar El Hipopótamo (fundado en 1909) rodeados de mesas vacías. Llegamos aquí al inicio de este recuento: para el 17 de marzo ya había fronteras cerradas, se hablaba de puestos de cuarentena en aeropuertos y de las cabinas de aviones como espacios multiplicadores de contagio. Por supuesto no dormí la noche anterior, atormentado no por la probabilidad de contagio si no por el escenario infernal de quedarme atrapado en un aeropuerto con Ari, una joven dulce y enigmática que en el futuro quizás recordaría el viaje de 15 años como la peor pesadilla de su vida. Una pesadilla en la que su padre sería el co-protagonista, incluso el culpable. En fin. No pasó nada. Cruzamos los tres aeropuertos justo un día antes de que en dichos países instalaran puestos oficiales de control sanitario. De todos modos, en casa decidimos cumplir desde ese día una cuarentena rígida, conscientes de que Ari y yo veníamos del extranjero y habíamos transitado por aeropuertos, lugares señalados como mayores focos de contagio. La cuarentena autoimpuesta fue estricta, ni un pie fuera de la casa. En Costa Rica ya se había decretado la suspensión de clases presenciales así que –trabajo como profesor en una universidad privada– me incorporé al universo Zoom. Lo mismo mis hijas con su colegio. Nuestra cuarentena rigurosa terminó a inicios de abril, al tiempo que el gobierno fue apretando las medidas de distanciamiento social y confinamiento. A diferencia de buena parte de países, salvo la de tránsito vehicular privado, aquí no se prohibió la circulación de personas. No es poca diferencia, hay que decirlo. Pero está cerrado todo lugar de reunión, desde parques públicos hasta bares, cines, gimnasios, estadios, iglesias. Sé, por supuesto, que las complicaciones y miedos a los que nos enfrentamos son pocos y nimios al lado de los de la mayoría de latinoamericanos. Sé también que este escenario es el sueño mojado de quienes ahora tienen en frente a trabajadores aterrorizados, más que nunca tal vez, por el desempleo. Lo mismo de siempre pero magnificado. La “virtualidad”, esta dinámica que se instaló con aura de fatalidad (en el sentido griego), significa no sólo mayor vigilancia, también una exigencia emocional extenuante, algo que a esta altura sienten alumnos y profesores, jefes y subalternos, familia, amigos y amigas. No estamos trabajando y/o estudiando desde la casa, no se trata de un golpe de interruptor, estamos haciendo lo que podemos para enfrentar un escenario imperioso.


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Hace poco le hice una consulta a Mercedes, mi editora argentina, a quien también dichosamente –después de varios años de conocernos– puedo llamar amiga, y en su respuesta venía este pasaje:

Es así como decís, tu visita parece sucedida en otra era: fue la última de autor extranjero que tuvimos, la última presentación de un libro, el último asado de más de cuatro personas, la última salida nocturna de mis hijas… Qué raro todo.

Me cayó un yunque en la cabeza. Las eras terminan mucho antes de que lo sepamos, es así, pero al leer a Mercedes me detuve en algo que había pasado por alto hasta ese momento: los últimos eventos sociales de Ari, una adolescente, sucedieron en ese viaje. Desde que regresamos es la única que, terminada la cuarentena estricta, se resiste a salir a caminar un par de cuadras por el barrio. Una joven en la edad de estar afuera, lejos de sus padres, sembrando las semillas de su emancipación. Enseguida pensé en qué había perdido cada uno, tan fácil fue identificarlo como entender que las demandas que trajo la pandemia nos han sepultado a tal punto que el tiempo se redujo a uno de sus vectores: hacer; se pulverizó aún más el tiempo para pensar. Con el confinamiento –hablo que quienes comparten techo– perdimos la privacidad. Esos ratos de vida sin la pareja o la familia nuclear o los compañeros o compañeras de casa o apartamento. Los ratos en los que somos otros –porque somos varias personas, obvio– desaparecieron. Privacidad no es sinónimo de estar solos, aunque también perdimos los espacios de la soledad. Los espacios donde hasta el menos reflexivo de los mortales se enfrenta las preguntas esenciales, cualesquiera que sean. Cerrar una puerta no es suficiente, afuera están las voces, los ruidos, los silencios de las personas con las que vivimos. Es atroz. Ahora dormimos menos para descansar que para estar solos. Es cierto además que, irónicamente, esta pandemia es a la vez un síntoma. Hizo que nos explotaran en la cara más cosas de las que quisiéramos aceptar. En el plano individual y el colectivo, claro. La prueba está ahí en las noticias, en los abusos, en los actos desinteresados, en nuestras opiniones y en las de conocidos y extraños, en el interior de nuestras casas, en las rutas que elegimos para no admitirlo. En fin. Pero esto va a terminar, this too shall pass, y todo lo que hemos escrito al respecto se leerá bajo la luz de aquel estribillo escrito por Tite Curet Alonso e interpretado por el enorme Héctor Lavoe, “un periódico de ayer”. O no. Ya veremos. Tampoco importa, la idea de escribir para la posteridad es de histéricos. Mi hija menor, una niña indócil y sentimental de10 años, frustrada y enfurecida por el confinamiento y la dinámica virtual a las que de pronto se vio obligada desde hace mes y medio, llora dramáticamente todos los días. Quiero ver a mis amigas, a la familia, cuándo iré de nuevo a la escuela, quiero salir cuando quiera de la casa, por qué pasa esto. Es la integrante más sana de esta familia.

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Imagen de portada: Calles de Buenos Aires durante la pandemia. Fotografía de Santiago Sito, 2020. CC