Su voz es, en proporciones iguales, aguda, nerviosa y precisa. Debe tener ocho o nueve años. Sus gestos denotan agitación, pero también un júbilo contagioso.
—Les vengo a ofrecer este número especial de Iron Man. A mí me gusta mucho y no es fácil de encontrar. Si se lo topan en algún sitio les cuesta mínimo trescientos pesos. Así que vamos a ver quién va a ser el ganón. Empezamos con un peso. ¡Muy bien! Ya tenemos al primero. ¿Quién dice cinco pesos? El de la playera amarilla ofrece cinco. ¿Quién dice más? Por allá, la muchacha de lentes da diez. Más atrás hay otra mano. Nos vamos a veinte con el de barba. Veinte a la una. Pujen más, no se hagan. Veinte a las dos. ¡Cuarenta! Muy bien. ¿Quién dice cincuenta? ¡Eso! Cincuenta a la una. Cincuenta a las dos. ¿Y tú, te vas a dejar? ¿Vas a dejar que te lo ganen? ¡Así mero, sesenta! ¿Quién dice sesenta y cinco? Vamos por sesenta y cinco. Acuérdense, en otro lado se gastarían trescientos. mínimo. No le saquen, no le saquen.
La niña repite lo que el subastador habitual le sugiere y, al final, consigue un buen precio a cambio del cómic. Cualquiera puede subir a ofertar sus propios libros o bien confiárselos a alguno de los subastadores. Muchos de los ejemplares que se muestran no han logrado venderse de otra manera y en este lugar encuentran una posible salida. Otros, en cambio, son volúmenes raros que alcanzan altos precios por ser primeras ediciones o llevar la firma de su autor.
Apenas han pasado cuarenta y cinco minutos desde que inició la subasta y ya se han vendido más de veinte libros. Aquí el tiempo transcurre tan rápido que nubla los sentidos. La velocidad es parte del intercambio (quizá para confundir la capacidad adquisitiva de los coleccionistas) y las dopaminas se multiplican después de que se concreta una subasta, reviviendo el anhelo de conseguir el volumen perfecto, aquel que nos cambie la vida (o nos otorgue la ilusión de que lo hará).
Estoy en el Jardín de San Fernando, un sitio que cada sábado cambia de piel de modo intempestivo. La magia ocurre apenas durante seis o siete horas, luego se desvanece y el jardín vuelve a la rutina. Entre semana, la parroquia de San Fernando es testigo de la vida habitual de este barrio de la colonia Guerrero: el Metrobús ilumina de carmín los costados de la plaza, los oficinistas salen de los túneles del metro Hidalgo y apresuran el paso (diurnos sonámbulos) sin registrar los detalles del entorno; hay, por supuesto, incurables desempleados que platican con quien se deje y colegiales de las escuelas cercanas, que ligan o fuman o miran el celular: se anclan a las bancas de la plaza por horas mientras el ajetreo urbano los somete a la mirada indiferente de una ciudad cuya condición de fascinante espanto no es difícil de adivinar. También pueblan la plaza otros urbanitas: indigentes que erigen habitaciones frágiles, con cartones y cobijas, o lo que parecen cobijas. Por la noche, el jardín se revela jardín de las delicias gracias al raudal de cuerpos que buscan otros cuerpos en lo que ha sido por décadas zona roja y conglomerado de hoteles, y cuyo imaginario pervivirá por días en la memoria de quienes los habitan a través de las más íntimas pulsiones.
Pero hoy la plaza se vivifica en su metamorfosis: desde las ocho de la mañana, o las nueve o las once, comienzan a desplegarse sobre el concreto, debajo de los arcos, junto a las fuentes y frente al panteón, libros y más libros, miles, tendidos sobre pedazos de manteles, plásticos y algunas mesas. Salen de mochilas y bolsas, escupen el polvo que adquirieron en estantes o en cajas, publican sus precios y se acomodan de forma que los títulos no se interrumpan unos a otros; esperan que ojos, manos y billeteras los salven de su potencial destino de desecho urbano.
“No somos tianguistas, somos difusores culturales”, me dice Compache, un vendedor parlanchín que forma parte de la mesa directiva del bazar y acude a la plaza desde que se inauguró esta ceremonia de hallazgos y desencuentros que es la compra de libros. “Esto comenzó en la plaza de la Santa Veracruz, frente al Museo de la Estampa y el Franz Mayer. Nos instalamos ahí al inicio de la pandemia, huyendo del cacicazgo de la Lagunilla. Después se vino el incendio de la cúpula de la iglesia, luego la reapertura de los museos y pues estorbábamos: nos reubicaron acá. La idea también era rescatar el espacio público; nos organizamos para darles despensas a las sexoservidoras, apoyar a los chicos en situación de calle y organizar eventos culturales. También hemos hecho donaciones a bibliotecas rurales”.
En medio de puestos especializados en autoayuda o clásicos de la poesía, volúmenes de historia, política y literatura, la disputa por los espacios resulta casi imperceptible, pero es imperiosa y habitual. Al principio solo estaban los de “El rincón de la cháchara”, después se organizó el “Bazar de libros San Fernando”, pero las escisiones de cada colectivo, sumadas a la llegada de vendedores de juguetes y cómics, así como de otros mercaderes externos, recuerdan que la ciudad es un feudo donde el espacio tiene un valor inusitado, que se conquista y debe defenderse.
—¿Qué pasó?
—¡Alguien se puso de aquel lado y no sé de dónde viene! ¡Hay que ver qué onda! Aguántame tantito…
—Listo. Ya estuvo. Arreglamos el asunto. Te decía que la literatura y quienes la vendemos somos el eje transversal de todo movimiento social, político, histórico y antropológico. El único modo de hacer revolución ahora es a través de la cultura.
Me despido y sigo recorriendo los puestos, mientras escucho el agua de las fuentes y el murmullo de los trueques. Bajo el volcán. La mística de la feminidad. El club de los suicidas. Historia ¿para qué? El maestro de San Petersburgo. La violencia y lo sagrado. La invención de Morel. Gran Sertón: Veredas. Eichmann en Jerusalén. La escuela del dolor humano de Sechuán. Se multiplican los títulos y el efecto de saturación nubla mis ojos. Veo la hora y camino por el pasillo que lleva a los arcos. Cerca del lugar donde se llevan a cabo las subastas se encuentra la estatua de Vicente Guerrero, el punto donde acontece una multitud de citas vertiginosas entre vendedores y compradores de libros. Y es que muchos de los intercambios que aquí se producen tienen su origen días antes, en medio de bytes y flujos electrónicos, a través de chats y posteos en línea. “Pocos nos resistimos al mercado virtual del libro: la mayoría de quienes tienen puestos aquí también publican su oferta en las redes sociales”, me dice Mario, quien comenzó a vender en San Fernando en 2021, pero lleva muchos años más en el negocio. La ciudad ya no es solo espacio público, me digo. Luego me corrijo: el espacio público ya no es solo presencialidad y lo que se escribe en la red tiene repercusiones tangibles, materiales. Claro, también en internet se puede participar en subastas que finalizan a una hora precisa, en las que los postores luchan por publicar la oferta más cercana al minuto límite. Los grupos de intercambio y venta de libros se han multiplicado desde la pandemia (“Las subastas de la Nena oscura”, “Venta de libros en CDMX”, “Ars poética: compra, venta e intercambio de libros de poesía”, “Cambio y venta de libros CU”) y, con ello, también los descontentos, los malentendidos y las estafas. En la página de Facebook llamada “La Hoguera” se queman los perfiles de quienes incumplen las entregas o acosan a la hora del intercambio, así como las cuentas manejadas por estafadores. Aunque, eso sí, con derecho de réplica.
Camino rumbo a la estatua: hice un trato para obtener Tres tristes tigres de Cabrera Infante en la edición de la Biblioteca Ayacucho. Respondí a la foto que el vendedor publicó en Facebook y nos pusimos de acuerdo por WhatsApp. “Vengo vestido con jeans y playera guinda”. Lo identifico sin problemas. Trae cubrebocas y no levanta mucho la mirada. Casi no habla, pero se molesta porque no traigo el efectivo exacto. Luego del brete, se va con prisa. “Para mí el problema es que se pierde la posibilidad del encuentro azaroso con otros libros. Hay un gusto en eso. Y claro, lo que también cambia es la sensación del encuentro. Es ya una experiencia distinta. Este diálogo que tenemos ahora mismo, el intercambio de esa pasión que es la lectura, sufre estragos”, me dice un librero de antaño, cuyo purismo me conmueve.
Bajo el pórtico de la iglesia hay una mesa con tres expositores y un auditorio pequeño hecho de sillas. Se presenta un libro sobre la historia de los movimientos sociales en México. No muy lejos de ahí, bajo un toldo blanco, una chica lee poemas políticos en voz alta. Su público no es entusiasta, pero tampoco raquítico. Volteo alrededor: un joven punketo regatea el precio de unas historietas mientras una pareja de turistas observa desconcertada lo que ocurre en esta plaza que un día fue el atrio de la parroquia que se erige a sus espaldas. Me llaman la atención las criptas detrás de algunos puestos y le pregunto a otro librero qué siente al vender tan cerca de un panteón: “Al principio era extraño, pero luego uno se acostumbra y ya ni te acuerdas. Eso sí, un día me tocó escuchar como un quejido y sí me sacó de onda. Eso ya tiene tiempo”. “El panteón es solo un lugar histórico”, me dice Adolfo, que tiene 35 años vendiendo libros de segunda mano. “Lo importante es que el bazar solventa la minúscula oferta de librerías que tiene la ciudad. Pueden parecer muchas, pero casi todas son de instituciones (universidades, centros culturales, Educal), hay muy pocas librerías independientes y casi todas en el sur. Y no solo ha sido el tema de la oferta cultural. Este lugar antes era un foco de narcomenudeo. Estar aquí contribuyó a que eso dejara de existir”.
Cada quien tiene su versión de lo que significa este espacio. “Podrá parecer muy idealista, pero para mí estar aquí sí es como estar en un oasis. Es un espacio de hallazgos donde encuentras de todo. Lo mismo una edición de la autobiografía de Vasconcelos que el último libro de Wattpad, un bestseller o múltiples libros clonados. También volúmenes que consiguen los farderos. ¡Cómo no sabes qué son los farderos! Van en bola a librerías y sacan libros sin pagarlos. Acá también los venden. Y claro, también hay muchos revendedores que se surten aquí, buscan las mejores ofertas, regatean y ofrecen lo conseguido en ferias, en puestos que tienen en otro lado o en sus librerías de usado”, me cuenta Rodrigo, un estudiante de Creación Literaria que ha encontrado en San Fernando un espacio para solventar algunos gastos.
No es posible obviar la sensación de estar en una frontera entre lo lícito y lo ilegal. Rodrigo me cuenta sobre el robo a camionetas de cierta editorial, sobre cómo se hacen perdedizos algunos paquetes en Correos de México y sobre una amiga fardera, cuyo padre le enseñó a robar: “iba a librerías de El Sótano o del Fondo de Cultura Económica, preguntaba por un libro, tomaba otro ejemplar del mismo autor, le quitaba con rapidez el sensor, lo guardaba en la ropa holgada que elegía para la ocasión, daba una vuelta más, devolvía el ejemplar que estaba intacto y salía tranquilamente del lugar. Claro, las tiendas han mejorado sus sistemas de seguridad, entonces cada vez es más difícil”. Apenas unos minutos después escucho, al pasar, una voz molesta al teléfono: “Cada hora que pase y no me pagues aumenta diez pesos, cabrón”.
También hay algo de atmósfera bohemia, de época antigua, de preservación de una costumbre, un modo de vida que se empeña en no morir. Tengo la impresión de que en este lugar la literatura no es ese bluff que ahora domina los perfiles en redes sociales de los escritores que se autopromocionan sin parar, que escriben para ser famosos y confunden la crítica con el ataque personal. La literatura aquí abre sus puertas a lectores que al mismo tiempo son carpinteros u oficinistas, estudiantes y habitantes de uno o muchos márgenes.
Son las cuatro treinta. El tianguis comienza a levantarse. Libros en cajas, puestos desarmándose, una pátina de polvo en el aire anuncia el fin de la tarde. En menos de una hora todo habrá recuperado su perfil habitual y la desazón de la rutina reconquistará este espacio por otra semana. Interrumpo mis cavilaciones al encontrar, en medio de una hilera de lomos, un pequeño libro que se publicó en los sesenta y que busqué durante años: solo lo vi una vez en la vitrina de una librería de Donceles a un precio exorbitante. Lo compro aquí en ochenta pesos y percibo un movimiento interior, una sutura, como si se tratara de una compensación o un desagravio, y siento, alucinado, que por un momento todo es posible. Pago y guardo el ejemplar en mi mochila. Escucho una canción de Jay Z que sale de una bocina rodeada por jóvenes vestidos de cholos. Una conversación sobre cómo en la actualidad los empresarios adoran los programas sociales porque se ahorran salarios y al mismo tiempo limpian su imagen con esos apoyos se desvanece en mis oídos, como si la realidad estuviese esfumándose. Apresuro mis pasos para cruzar avenida Hidalgo, volteo a la plaza y me parece que veo una fotografía antigua a punto de evaporarse.
Imagen de portada: Fotografía, cortesía del autor