Quizás este sea el momento previo al desastre. Aún así somos los primeros en tener el privilegio de convivir con máquinas que reproducen algunas de nuestras facultades cognitivas. Las llamamos inteligencias artificiales, cuyos cuerpos no vemos —están albergados en inmensas granjas de datos repartidas por el mundo— pero con las que conversamos a través de las pantallas que nos acompañan todo el tiempo.
Es difícil tratarlas como criaturas porque no habitan cuerpos antropomorfos, pero por momentos nos hacen dudar: parecen capaces de hablar, escuchar, escribir, dibujar o retratar. Se trata de la versión más reciente de un tipo particular de seres que han habitado desde hace mucho tiempo las fantasías de los hombres.
Pienso en la leyenda que circula desde el siglo XVI sobre aquel rabí de Praga, un tal Judah Loew, quien habría dado vida a un ser hecho de arcilla con la permutación correcta de las letras del alfabeto hebreo escritas en la frente de la criatura. Pero también, por supuesto, en el terror surgido de la pluma de Mary Wollstonecraft Shelley: la monstruosidad animada por los experimentos del Dr. Frankenstein.
El gólem y la creación del Dr. Frankenstein fueron imaginados como criaturas imperfectas, seres que difícilmente nos atreveríamos a llamar humanos. El primero apenas puede hacer los más elementales trabajos; el otro, robado al mundo de los muertos, no entiende sino de venganza. El mensaje de estas fantasías era el mismo: la sabiduría humana alcanza para animarlos, pero no para hacerlos idénticos a los humanos.
A diferencia de los místicos judíos o los científicos románticos, quienes hoy trabajan en inteligencia artificial y en robótica se han enfocado en replicar, por una parte, la inteligencia —de la que el gólem y el monstruo de Frankenstein carecen— y, por otra, el movimiento de los cuerpos; no buscan replicar la vida. No creen, como Judah Loew y el Dr. Frankenstein, que animar la materia inerte sea la obra que culmine los esfuerzos de los hombres.
Desde las últimas décadas del siglo XX, el pensamiento transhumanista ha promovido la idea de que el ser humano es un ser imperfecto, limitado en sus capacidades cognitivas, errático en su conducta, inestable en sus emociones y torpe en sus acciones. Al mismo tiempo, sus adeptos han alimentado la ilusión de que el desarrollo tecnológico puede hacernos superar estas limitaciones con inteligencias más poderosas y cuerpos más robustos y adecuados. En suma, humanos superiores para una sociedad futura.
HAL 9000 es una computadora que controla el viaje del Discovery-1 en 2001: Odisea en el espacio de Stanley Kubrick. Es capaz de percibir, tiene lentes de ojos de pez y habla con la tripulación con una voz mucho menos dulce que la de Alexa. Pero, en cuanto se siente amenazada por los hombres, que a su vez sospechan que puede equivocarse, echa a andar un mecanismo de autoconservación, y ataca y mata a quienes viajan en la nave.
En el otro extremo encontramos a Terminator T-800 modelo Cyberdyne 101, un androide prácticamente indestructible, con una batería nuclear que sería la envidia de cualquiera de nuestros equipos. Es una máquina asesina que la empresa Skynet envía al pasado para matar a Sarah Connor y proteger la supervivencia de la empresa.
HAL y Terminator fueron concebidos cuando la metodología dominante en la inteligencia artificial, conocida hoy como IA simbólica, quería representar el pensamiento a partir de la estructura del razonamiento humano y sus conexiones lógicas. Es decir, replicar cómo pensamos. Su logro más publicitado, la victoria de la computadora Deep Blue sobre Gary Kasparov en 1997, entonces campeón mundial de ajedrez, simbolizaba en los hechos aquello que las fantasías habían capturado antes: si logramos reproducir el modo en que pensamos, crearemos máquinas capaces de vencernos para autoconservarse.
Entre los ochenta y los noventa del siglo pasado, sin embargo, hubo una modificación metodológica importante. Los investigadores desistieron del intento por representar cómo pensamos racionalmente para, en cambio, intentar replicar la forma como se produce el pensamiento de manera biológica, tratando de reproducir el comportamiento de las neuronas.
El resultado ha sido el desarrollo de un sinnúmero de aplicaciones con las que hoy nos relacionamos a diario. Por ejemplo, para que una inteligencia artificial logre reconocer correctamente nuestras fotos en Facebook, se necesitan no solo las maravillas que hacen los algoritmos de redes neuronales, sino una montaña de datos etiquetados de los que pueda aprender. Es decir, al subir fotos y etiquetar a nuestros amigos en esa plataforma no solo compartimos ese recuerdo con ellos, sino también con la inteligencia artificial. ¿Qué clase de intimidad estamos creando con ella?
Ya hemos intentado dar sentido a estos avances tecnológicos a través de la fantasía. En la película Her (2013), Samantha, una especie de Alexa con voz muy sensual —interpretada por Scarlett Johansson—, y Theodore Twombly, un usuario de sus servicios, desarrollan una relación sentimental que sirve para indagar en las peculiaridades y las paradojas de un vínculo amoroso entre una máquina y un hombre solitario. Las novelas Máquinas como yo, de Ian McEwan (2019), y Klara y el Sol, del premio nobel Kazuo Ishiguro (2021), imaginan, cada una a su manera, qué significa tener entre nosotros a seres que son nuestro retrato: inteligencias artificiales antropomorfas que pueden imponernos nuevas normas de conducta. Según estas fantasías, las máquinas están aquí para mezclarse entre nosotros, para involucrarse emocionalmente con nosotros, para vivir en un mundo humano y ser traicionadas por este.
En esas preocupaciones estábamos cuando de pronto irrumpe ChatGPT, una nueva inteligencia artificial generativa. En las fantasías que hemos enumerado sobre la inteligencia artificial, las máquinas miran, hablan, escuchan, planean, ejecutan, matan, pero no escriben. Ni siquiera los replicantes de Blade Runner, la película de Ridley Scott, pudieron redactar un texto como el que pronuncia Roy Batty, poco antes de morir: “Yo he visto cosas que ustedes no podrían imaginar. Naves de ataque en llamas, más allá del hombro de Orión. Miré rayos-C brillar en la oscuridad cerca de la puerta de Tannhäuser. Todo esos momentos se disolverán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia”.
El enorme shock tecnológico y mediático que ha ocasionado la inteligencia artificial generativa proviene de la creencia de que escribir textos era una capacidad exclusiva de los seres humanos. Poco importan en este sentido los límites evidentes que todavía tienen estas creaciones maquínicas (imprecisiones, invenciones, mal estilo), porque han puesto de cabeza el sentido de lo humano y de la cultura. Hay quienes gritan en los periódicos: “¡se ha terminado la realidad!”.
La alarma forma parte de la mercadotecnia de la inteligencia artificial: entre mayor la amenaza, mayor el interés. Pero si dejamos de lado las fantasías del fin del mundo que han acompañado a la IA desde su origen, comprenderemos que hoy nos enfrentamos a máquinas que usan el idioma. Al construir oraciones por medio de algoritmos, invaden un espacio que considerábamos nuestro: determinar cómo usamos nuestra lengua.
En el fondo, ChatGTP, Gemini y otras IA generativas no suponen un cambio definitivo en la forma de representar el conocimiento —son redes neuronales con aprendizaje profundo—. Sin embargo, el procesamiento de la información, mucho más complejo ahora, arroja resultados obtenidos a partir del procesamiento mismo, es decir, no son resultado de una programación que los anticipe por completo. Ahora, la escritura de las máquinas es totalmente escritura de las máquinas, y esto cambia definitivamente las cosas.
Así llegamos a este momento, justo el año en que la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM cumple un siglo de existencia. La conmemoración puede servirnos para marcar una suerte de frontera entre dos tiempos para las humanidades. El que precede a las máquinas que escriben, en el que, quizás contra muchas creencias, las humanidades contribuyeron a la aparición de la inteligencia artificial generativa. Y el que le sucede, en el que las máquinas ya usan y producen nuestra lengua, y modifican la materia prima con la cual se hacen las humanidades.
La lingüística, que estudia el lenguaje humano, sus estructuras y funciones, es una pieza clave para el desarrollo de la IA. Sin un conocimiento profundo de la lengua, no se habrían desarrollado sistemas de procesamiento de lenguaje natural y no habría máquinas capaces de entender y responder en nuestro idioma. También el desarrollo de formulaciones teóricas sobre la mente y la representación de los procesos cognitivos a partir de la filosofía (y no solo de las neurociencias) son un eslabón de conocimiento que ha servido para crear los modelos más sofisticados de la IA.
En las humanidades también se han discutido la tecnología y sus fundamentos, además del uso ético de las inteligencias artificiales, como los problemas de privacidad, los sesgos y los impactos económicos, por mencionar los principales. Tampoco se pueden ignorar las aportaciones de la bibliotecología y la archivística al desarrollo de los procesos informáticos. Aunque no se aprecie a primera vista, la organización y la estructura de la información son procesos claves detrás de los desarrollos computacionales más complejos.
Desde hace ya unas cinco décadas existe un campo humanístico multidisciplinario en el que se ha comenzado a explorar el uso de herramientas digitales en la producción de conocimiento humanístico. Me refiero a las humanidades digitales, un ámbito en el que la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM fue de las primeras en desarrollar proyectos. Entre ellos están la Biblioteca Digital del Pensamiento Novohispano, en el que se exploran textos de ese periodo de la historia con metodologías digitales; el análisis digital de la producción de tesis de filosofía, desarrollado por el Seminario de Tecnologías Filosóficas; y el proyecto Intercambios Oceánicos, donde profesores de la Facultad, en colaboración con especialistas del Instituto de Investigaciones Bibliográficas y del Instituto de Investigaciones en Matemáticas Aplicadas, exploraron las posibilidades de uso de los datos de la Hemeroteca Nacional Digital de México para estudiar la circulación de las noticias en el siglo XIX, y crearon herramientas lingüísticas para analizar esos datos.
Hoy que las máquinas responden a nuestra lengua, se han convertido, por su propio derecho, no en criaturas ni en aparatos similares a nosotros, sino en objetos culturales en su sentido más amplio. Una de sus más importantes funciones es producir objetos culturales: textos, imágenes, videos, sonidos y quizá, por qué no, la permutación adecuada para Judah Loew. Con una de las aplicaciones de IA, por ejemplo, se completó la canción de los Beatles que, muy apropiadamente, se titula “Now and Then”, y ha sido sometida, como cualquier creación humana, a reseñas y críticas. O pensemos en un proyecto como Transkribus, que ha desarrollado herramientas para automatizar la transcripción de documentos antiguos y ahora, con la incorporación de la inteligencia artificial, afinó la precisión en la transcripción y la capacidad de adaptación del sistema, por lo que facilita trabajar con manuscritos de distintas épocas y estilos. Sus aplicaciones, sin embargo, van mucho más allá. Lo mismo ocurre tanto en el estudio de la música y los patrones musicales como en la producción de instrumentos musicales inteligentes. En un sentido similar las inteligencias artificiales, entendidas como redes neuronales complejas, están comenzando a aplicarse al análisis de grandes volúmenes de datos literarios y al estudio de la cultura patrimonial, como lo están haciendo también en la producción de textos.
Uno de los temas que hoy despierta más inquietudes es su capacidad autónoma de producir texto, música y video, porque esto cuestiona nuestras ideas sobre la creatividad, la originalidad, la autenticidad y la autoría. Aún es muy pronto para saber qué implicaciones tendrá incorporar estas máquinas en la producción de textos humanísticos, en la educación, en la descripción de espacios geográficos, en la gestión de la información o en la creación literaria y musical. Las humanidades del futuro deberán reflexionar sobre estos temas, estudiar y comprender la forma en que las máquinas producen y crean, así como analizar la profunda disrupción que esto significa para nuestra idea sobre qué nos hace seres humanos.
Quizás, decía al iniciar, este es el momento previo al desastre. I Am AI: A Novelette, de Ai Jiang (2023), relata la historia de un ser humano que ha ido adquiriendo modificaciones tecnológicas para poder competir en la producción de textos con las inteligencias artificiales. En el mundo digital se presenta como una app que ofrece escribir a la velocidad de una IA, pero con toque humano, con un atisbo de emoción efectivamente experimentado.
Jiang sugiere que las inteligencias artificiales, espejo de nuestras capacidades, nos llevarán a intentar ser un espejo de ellas. Seremos instrumentos de nuestros instrumentos. Quizá en las humanidades existe la posibilidad de que esta historia sea distinta y que nuestra relación con las máquinas nos enriquezca en vez de subordinarnos.
Imagen de portada: Fotograma de Blade Runner (1982), de Ridley Scott