30 de octubre de 2017
A veces he sostenido sesudas discusiones en cantinas y sitios similares, porque me mataría de tedio hacerlo en una mesa redonda, al respecto de la literatura que se escribe en las redes sociales. O, más específicamente, en Twitter. ¿Por qué allí? Porque no he visto a nadie en Facebook o Instagram que piense que su red le otorga características distintivas o únicas a sus “experimentos” con palabras y, en cambio, Twitter rebosa de esa seguridad. Ya que en ésta, como en otras polémicas, hay una serie de posturas que conviene conocer antes de tomar partido, procedo de entrada a exponerlas en incisos, para facilitar gráficamente su comprensión. Cada letra representa una actitud diferente o, al menos, un matiz: A) “Hay experimentos singulares, osados y nunca vistos en la literatura específicamente en Twitter y ya no leo papel nunca y creo que Shakespeare no es más que Chumel”. B) “Hay algunas cosas muy buenas que me han llamado la atención sobre nuevas posibilidades literarias sensacionales y nunca vistas”. C) “Hay unos escritores muy buenos que todavía no publican en papel y mejor que no lo hagan”. D) “Acabo de descubrir que las novelas en entregas, los microrrelatos, los palíndromos, los juegos de palabras, la poesía brevísima y los aforismos ya existían antes de Twitter, al contrario de lo que yo creía, y ahora no sé qué hacer porque tengo la tesis a medias”. E) “No sé qué pensar de eso y de nada en el mundo, pero ya sé cómo me llamo”. F) “No hay nada vanguardista y único, aunque sí hay algunas cosas muy buenas, francamente”. G) “Mñé. No hay gran cosa”. H) “Todos son unos idiotas desempleados. Mejor que se bañen. Cof, cof. Ay, me duele el brazo, creo que me muero”. Mi postura, por si a alguien le importa, es la F. Trataré de explicarme. La literatura tiene una correlación con el medio que la alberga y transmite pero no se limita a ser su fruto. La Ilíada ha pasado de ser repetida de viva voz a ser recogida en tablillas, papiros, pergaminos, papeles escritos a mano, ediciones impresas, libros Braille, audiolibros, cómics, ediciones digitales y hasta interactivas (y entre ellas una, bastante fea, que se parece al juego de computadora Age of Empires). Ninguno de esos medios la produjo totalmente por sí mismo y ninguno, tampoco, la ha deformado ni adulterado al grado de hacerla completamente suya. Hay algo, en la literatura, que siempre escapa a ese recinto temporal que es una “plataforma”. Y qué bueno que sea así. Twitter no sólo es un hijo de los blogs, sino que heredó las pretensiones de éstos. ¿A qué me refiero? A que los blogs, que florecieron masivamente a principios de este siglo en su forma original, es decir, independientes, cimarrones y orgullosos, se constituyeron, en algún momento, en una obsesión para los de por sí obsesivos ensayistas que pretenden leer el porvenir de la literatura en las líneas de la mano de la actualidad. Creo que nos pasamos cinco o seis años leyendo que el futuro de las letras estaría en los blogs hasta que llegaron las redes sociales y arrasaron con los blogs en aquella forma original (los que han sobrevivido o nacido después, como éste, lo han hecho como un recurso que forma parte de algo más vasto, como, en este caso, la Revista de la Universidad, o publicaciones que van de The New York Times a La Prensa, etcétera…). Sin que hubiera un corte de caja de por medio, los entusiastas que pensaban que era inminente la aparición del Cervantes de los blogs, saltaron a afirmar que el dichoso Cervantes (y la Woolf y el Mallarmé y la Pizarnik del futuro) brincaría en Twitter. Veamos lo concreto. Twitter es un servicio de microblogging (o sea, de blog chiquito) que arrancó en julio de 2006. Su creador, Jack Dorsey, y su grupo de programadores, fueron los encargados de decidir que los mensajes que podrían escribirse tendrían un máximo de 140 caracteres. También, por supuesto, decidieron las formas de interacción (“arrobar” a alguien, responder el “arrobamiento”, mandar mensajes directos, marcar un tuit como favorito, retuitearlo, comentarlo, etcétera). Esto es mucho más que poner una hoja en blanco donde alguien escribe: es proponer un juego que tiene ciertas reglas muy definidas. Y el club de quienes juegan con ellas es enorme pero, a la vez, limitado. Se calcula que hay unos 500 millones de tuiteros. En cambio, un papel en blanco lo pueden rayar algo así como siete mil millones de humanos en todo el planeta, sin necesidad de computadora, tableta o smartphone. Aunque el símil quizá sea extremo, es como si compusiéramos y grabáramos canciones o tomáramos fotos solamente con las aplicaciones de nuestros teléfonos y limitáramos las posibilidades de evolución del arte a nuestros talentos para manipular esas aplicaciones prefabricadas… Un momento. Me parece que hay mucha gente que ve las cosas así. ¿Esos son nuestros alcances? ¿Lo que nos permitan las reglas de un empresario gringo y sus desarrolladores? Soy de la opinión del inciso F porque, sí, he leído textos estupendos, y de varios tipos, en Twitter, textos que aprovechan la plataforma, como todos, pero cuyos méritos son los de cualquier cosa que pudo ser escrita en una libreta. Cada vez que me han mostrado algo “rompedor” me he encontrado más bien con una persona mal informada que cree que descubrió el pan tostado. En resumen, la noticia de que Twitter era la vida después de la muerte de la literatura es, ay, exagerada. Pero lo que en realidad es, o sea, un campo fértil para descubrir buenas y nuevas lecturas, tiene un mérito notable. Aunque no sea por el talento literario de sus programadores, sino por el de los miles y miles de voluntarios que salen cada día a disfrutar ese campo de juegos.
Imagen de portada: Fotografía de Benoit Gauzere, en Unsplash.