“Descubrí que estaba muerto mientras intentaba escribir un libro. Todavía no era este libro”. Así comienza la novela, prácticamente homónima, de João Paulo Cuenca (Río de Janeiro, 1978), quien echa mano de un suceso absurdo de la burocracia en su país para narrar una brillante sátira sobre el desdoblamiento del yo. En 2011, Cuenca recibió una llamada que lo alertaba sobre la existencia de un cadáver con su nombre, cuya fecha de defunción se remontaba a tres años atrás. A partir de esto, el escritor carioca (considerado en 2012 como uno de los mejores narradores brasileños menores de 40 años por la revista Granta) construye una historia que colinda con el humor negro, la crítica social y la filosofía.
Desde una prosa despreocupada y sin pretensiones (que toma elementos de la tradición policíaca y de la novela autoficcional), Cuenca no se limita a narrar la divertida anécdota de la pérdida de su identidad, sino que la utiliza como punto de partida para hablar de las coyunturas que le interesan. El fracaso de las políticas públicas en tiempos preolímpicos, la crisis inmobiliaria, la brutalidad policial o la disparidad de clases en Brasil son tan solo algunos de los pretextos que el autor utiliza para narrarse a sí mismo, a su país y su relación con el proceso creativo.
—Entonces te moriste en serio.
—Me morí.
—¡La puta que lo parió, João, qué maravilla!
—¿Te parece gracioso?
—Gracioso, no. Es que para un escritor siempre es bueno morir.
Para leer esta novela, imagino que soy declarada muerta. No yo, la que escribe ahora; sino yo, la que se nombra en un carnet y en una homoclave. Pienso en los repliegues de mi otra yo, en la textura de su piel, en su cuerpo, todo él un fantasma para mí, tendido en la plancha de la morgue. Entonces, habito un orden simbólico distinto. Luego, veo a Y. hacer su trámite para obtener la residencia mexicana: toma de fotografía y huellas, trámite de la CURP, registro ante la Secretaría de Hacienda, cuenta bancaria, número telefónico, una dirección en la que pueda ser notificado para cualquier fin que al interesado convenga. Frente a la enrevesada burocracia latinoamericana, reclamar la identidad cuesta mucho más caro que perderla. Así ensaya João Paulo Cuenca (el personaje) su nuevo hábitat existencial, donde incluso comprar un seguro funerario supone la doble negación de su identidad. Con tantos trámites, ¿quién tiene tiempo de morir en serio?
Escribir, como morir, es un acto performático. No hay nada diligente en ello: para morir, lo mismo que para escribir, se necesita el contraste entre ruido y silencio, entre vértigo y vacío. Así lo muestra João Paulo Cuenca en Descubrí que estaba muerto. El protagonista, homónimo del autor, se burla de sí mismo, de sus absurdas circunstancias. Pero eso no basta. En la novela hay una reflexión implícita sobre el proceso creativo, ese que involucra mucho más que el chispazo de inspiración o la genialidad en bruto: uno más cercano a los nuevos tiempos, donde la inmediatez y la inmersión en determinados círculos sociales parecieran ser elementos imprescindibles al momento de crear. ¿Por qué escribimos? ¿Para quién escribimos? Y, finalmente, ¿cuánto del acto egoísta que representa la literatura tiene sentido en una sociedad alienada de sus problemáticas medulares? La viejísima idea del arte por el arte, demasiado preocupada por sobrevivir a sí misma, no deja de latir en este libro. Una especie de comezón se siente cada vez que Cuenca retrata las aburridísimas fiestas de intelectuales, una nueva bohemia que mide sus egos en función de su popularidad o su “entendimiento” de las nuevas corrientes artísticas. Frente a la masificación de la industria del arte y la indolencia de un público adiestrado por los likes, el posicionamiento de Cuenca es contundente:
Quiero decir que la literatura muere un poco cada vez que alguien levanta la voz para defenderla en uno de esos escenarios construidos para que todavía crean en su existencia. Dejarla morir me parecería buena idea para salvarla de sí misma.
¿Dejar agonizar a la literatura tal y como la conocemos, así como dejamos agonizar al otrx cada vez con más fruición? El arte no va a salvarnos a nosotrxs mismxs. El arte es, también, un trámite burocrático para la industria del consumo. Igual que la muerte, se alimenta de nuestras flaquezas y nuestros miedos. Para salvar al arte tanto como nos gustaría salvarnos a nosotrxs mismxs habría que empezar por poner en crisis sus principios:
Que los libros no son suplementos alimenticios que contienen dosis de empatía e inteligencia. Que la literatura no es un catalizador moral, no ofrece redención y no tiene sentido ético en sí. Y que debe negar completamente cualquier responsabilidad sobre la formación de los lectores.
No sé si Cuenca quiso decir eso en realidad, pero lo leo pensando que a la literatura le convendría empezar por negarlo todo, dudar de sus débiles cimientos. Crear una nueva identidad con las ruinas recobradas. Nada le ha hecho más daño al arte que la figura del artista. Y por eso continúa burlándose, incendiando todo: si la identidad humana es tan solo un número de expediente y un acta de defunción, el arte vale lo mismo que la fila para obtener la licencia.
No basta con leer un relato en clave autobiográfica; más aún, si se trata del ensayo de un hombre declarado muerto ante las autoridades. La cosa comienza así: alguien usurpa la identidad de J.P. Cuenca para acceder a los servicios de salud y morir con dignidad. De ahí en adelante, no hay forma de echar la cabeza hacia atrás: ¿es esto una crónica novelada sobre la existencia humana? ¿Se puede hacer filosofía sin dejar de lado el humor negro? Sí, y sí. Un cuerpo negado a su propio nombre (“el nombre que deja de recordarse hasta que no se dice nunca más”) es el quiebre rotundo de la identidad del yo. ¿Hasta dónde existo cuando estoy obligado a ser otrx, a habitar desde el fragmento y la repetición del yo? ¿Quiénes son esxs otrxs yo que existen en el mundo, desperdigados tras grandes legajos de expedientes, partes médicos, carnets con fotografías que no reconocemos?
No sentir más que estoy haciéndolo todo por última vez. O que hay una fiesta permanente a la que nunca seré invitado. Vivir el fin del presente: todos los recuerdos descartables; la memoria, un artefacto inútil.
Narrarse a sí mismx como manera de construir la memoria, un rascacielos cuyas paredes son tan frágiles como el cristal; narrarse desde fuera, como si unx hubiera muerto, ¿nos permitirá habitar otras formas de conocernos? Se lo pregunto al personaje. Pero también lo hago con Cuenca, el escritor: voy hasta su cuenta de Instagram para ponerle un rostro a la anécdota, al narrador, al autor, e incluso al cadáver que robó su nombre para poder morir en paz. En algún momento, si cierro los ojos, parece que logro hacer que estas dos entidades se superpongan y comiencen a existir en una dimensión alterna: la posibilidad de narrarse hasta que los límites de la identidad se borren. Donde yo no solo pueda ser otrx, sino que termine por convertirme en nadie.
Martín Caamaño (trad.), Elefanta, CDMX, 2023
Imagen de portada: Tom Barrett, Sombras, Unsplash