Tras el fin de esta enigmática pandemia, será muy difícil recuperar los cines, esa penumbra que elimina transitoriamente la realidad y nos prepara para otra: la que la historia y el director y los actores nos presentarán y que tantas veces en mi vida consideré superior a la real. Y hablar de cines, para mí, es hablar de la ciudad a donde van a vivir los filmes que, aún siendo viejos e incluso pasados de moda, están ahí. Hablo de París, ciudad muy golpeada por el Covid, por cierto. Fue allá donde descubrí que el cine es permanente. Cualquier clásico, por lejano en el tiempo que fuera, estaba aún disponible en pantalla grande. Antes de París yo había vivido en Bogotá, donde las posibilidades de la época (primera mitad de los ochenta) eran: o los estrenos de Hollywood y algún que otro filme europeo de moda, o los durísimos cine clubs de los sábados, que nos obligaban a madrugar para estar a las diez de la mañana, enguayabados, en las salas de cine del centro Granahorrar, para ver dobletes heroicos, Gritos y susurros y El huevo de la serpiente, de Bergman, y luego participar de esos coloquios posteriores en los que jamás me atreví a levantar la mano, y que más que debates sobre la película eran esferódromos para el ego de algunos contertulios. Cuando fui estudiante en Madrid descubrí otro tipo de cineclubs, más cercanos a las cómodas salas comerciales pero con oferta intelectual, como fueron los Alphaville, al lado de Plaza España. Ahí vi, sobre todo, cine latinoamericano: Ripstein, Gutiérrez Alea, Fina Torres, Littín, María Lusia Bemberg, cintas que ni de peligro llegarían a la Bogotá de los ochenta, pero que en España, por rodar en los festivales, sí podían verse, aunque sin ser grandes éxitos comerciales. París era otra cosa: la gran cantidad de cines cultos, con programaciones por autor o por temática, eran la pura felicidad. Ciclos de Kurosawa, de Fellini, de Cassavetes, de Frank Capra o Alain Resnais. Lejos de las posibilidades infinitas de internet, esto tenía un valor enorme. Recuerdo haber visto, en un pequeño cine de los Campos Elíseos, una película de un desconocido director de Hong Kong que me fascinó, tanto que al salir compré otra boleta y entré a la sesión siguiente. El filme era Chunking Express y el director Wong Kar Wai, a quien tuve el gusto de conocer años después, nada menos que en la premier de In the mood for love en el mismo Hong Kong. La vida era así y el cine estaba sólo en los cines, del mismo modo que las novelas estaban sólo en los libros y los libros sólo en las librerías. A pesar de haber disfrutado muchísimo de los cambios que trajo la revolución de internet, siento nostalgia de esa época y pienso que, cada tanto, me gustaría volver a pasar una semana sin celular y sin wifi, años donde aún se escribía en máquinas Remington u Olivetti y para borrar se usaba esa crema color blanco de la que, tras unas horas de trabajo, acababa uno untado hasta las orejas. Evocando el viejo París de los noventa, pienso si sobrevivirán esos míticos cines de culto, con sus nombres para mí casi sobrenaturales. Accatone, Studio des Ursulines, Champo, Cluny Palace, Panthéon, Danton, La Pagode, el Balzac, el Marignan… Tantas horas ahí, de asombrosa dicha. ¿Se perderán para siempre esos lugares? ¿Habrá alguien, tras esta pandemia, dispuesto a entrar a un habitáculo pequeño y oscuro, sin ventanas, rodeado de desconocidos, y sentarse ahí durante dos horas?
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Imagen de portada: Le cinéma Champo, París. Fotografía de Damien Fauchot, 2015. CC