On Seeing a Photograph of My Grandmother, Estela, Whom I Never Met
Después de Coahuila, Del Río, San Antonio, Chicago y Janesville, en Wisconsin,
de la revolución y sus fronteras de arena movediza y de su padre ansioso en pleno caos,
después de aquel trabajo largo y almidonado que tuvo él en la compañía Parker, leyendo
sin palabras, día tras día, el periódico con una de las manos detrás que se alargaba en busca del tazón
de chiles jalapeños, después de que nacieran uno tras otro la hermana y los hermanos,
algunos con nombres que en la lengua cambiaron de idioma y otros que hincharon
sus bordes ingleses como un mosquitero en el verano, después de losrebozos y las faldas
y los sombreros y los minúsculos violines que debieron tocarle a los vecinos, ninguno
de los cuales se parecía a ellos, cuando se presentaron,
después de la universidad, a la que ella marchó, sola y en contra de las órdenes —luego de que, como se dice
cuando las jovencitas hacen esas cosas, “huyera de su casa”—, después
de su amante egipcio y el horror de los padres de ambos, después de la guerra,
después de que mi abuelo, un filósofo alto, pelirrojo y gesticulador, fuese enviado
a una nave en mitad de un océano repleto de metal, y después de un feroz
brote de varicela que lo hubiera matado pero que en realidad lo rescató
de aquello que diezmara a los demás y en cuya compañía estaba, después de un
hermano muerto y luego otro, el que había querido morir, y antes que
sus hijos, tres de ellos —cuatro, contando al que vivió unos días
antes de que él naciera: Bruce—, mi padre era el segundo, antes de aquella casa en Denver
con jardín trasero, antes de aquellos perros cuyas caras ella tomaba entre sus manos
para lanzar insultos amorosamente en esa lengua que sus padres no hablaban ya
salvo entre ellos, antes del par de años en Lima, antes de que ella diera su permiso a los hijos
de ya no ir a esa estricta escuela católica donde les escocían las palmas de las manos,
antes de que mi padre y su hermano, en la más refulgente acción de triunfo
que puede concedernos una infancia, arrojaran al mar sus libros de texto desde un acantilado,
antes de la casa que ella y mi abuelo habían querido construir en un pueblo de Michoacán
con nombre de columpio —E-ron-ga-rí-cua-ro— y no lo hicieron nunca, antes
que a él se le parara el corazón, antes de aquellos años afligidos que mi padre pasó como asistente de hospital,
pedaleando de forma delirante bajo la nieve rumbo a sus talleres literarios al salir de su turno por las noches,
antes de la otra guerra, de las tres conscripciones de mi padre, salvado cada vez por ésta
u otra báscula, antes de que viese a mi mamá en un aeropuerto, antes de Nueva York
y los suburbios y de mí y de mi hermano y de todos los sitios donde hemos crecido,
antes de abrírsele México de nuevo, al fin, pero no como ella lo había imaginado,
recorriéndolo a solas, rentando una vieja casa en una ciudad con nubes bajas y oscuras escaleras
que subían y bajaban desde el lago —una ciudad más grande ahora, tumefacta
de tráfico a lo largo de sus calles raquíticas, una tierra arrasada en forma tal que la hubiese hecho trizas
de haber vivido como para saberlo—, antes de aquellas cartas que le escribió a mi padre
en sus dos lenguas y antes de haber estado yo al pie de la catedral de Xalapa,
desconociendo si ella había entrado alguna vez ahí —yo no—,
pero con la sospecha de que ella, al menos, había estado allí también, al pie,
mi abuela —de veintisiete, veintiocho años, quizá de treinta—
baila a solas en un vestido blanco, con los brazos ligeros y descalza,
con faldas que en torno a ella lo barrían todo en una ráfaga de gracia,
su rostro oscuro inclinado a la cámara pero sin ver hacia ella,
sonriendo un poco, como si se asombrara a sí misma en silencio,
como si ella supiera que tenía algo hermoso en su interior
y había vivido ahí todo ese tiempo,
y que había decidido,
en ese mismo instante
y con su ayuda,
hablar.
Imagen de portada: Louise Bourgeois, de la serie À l’Infini, 2008. © 2017 The Easton Foundation/Licensed by VAGA, Nueva York