Hay campaña electoral y los espacios públicos de Berlín, discreta o avasalladoramente cubiertos de publicidad, según la calle y el escaparate, bien lo saben. El domingo 26 de mayo habrá elecciones para el Parlamento Europeo y los partidos están movilizados tras los elusivos votos de una ciudad con una historia política repleta de episodios de radicalidad, insumisión e imaginación, pero que se ha gentrificado a una velocidad alucinante. En mi distrito, Charlottenburg-Wilmensdorf, el voto mayoritario está dividido entre los partidos tradicionales, es decir, los democristianos de la canciller Merkel (CDU) y los socialdemócratas (SDP), que dominan la mayor parte de lo que fue la antigua Berlín Occidental (y que gobiernan juntos el país y la ciudad, en una alianza que es conocida, desde hace años, como “La gran coalición”). Pero la urbe tiene un espectro electoral mucho más amplio. El centro (Mitte) y algunos de los barrios más representativos del este, como Kreuzberg, Friedrichsain y Neukölln (en los que hay una fuerte presencia de migrantes, una arraigada comunidad turca y una sólida identidad contestataria y hasta punk) votan en su mayoría a Los Verdes y a La Izquierda (Die Linke). Aunque cabe hacer matices en ese mapa que parece dividir Berlín sólo entre tradición y progresismo. Porque hacia el norte y el este profundo, es decir, en lugares que formaron parte de la vieja Berlín Oriental (ciertas zonas de Pankow, Lichtenberg y Treptow) y en donde la prosperidad de otras áreas no ha llegado o ya se fue, el voto se ha ido decantando hacia la AfD, el partido de ultraderecha enemigo de la migración y al que muchos ligan con el neonazismo… La popularidad del “establishment” no está en su mejor momento. Las encuestas dicen que Los Verdes y la AfD avanzarán y los partidos tradicionales caerán varios puntos. Aunque hay que matizar: Los Verdes es un partido que se ha moderado y está recibiendo a tránsfugas socialdemócratas y democristianos con los brazos abiertos. No puede decirse lo mismo de la AfD, el partido más radical de los que tienen posibilidades reales de lograr éxitos en las votaciones, y que concurre a las elecciones europeas con una agenda plenamente antieuropea, que plantea una reforma absoluta de la Unión e incluso amaga con impulsar un “Dexit” (Deutschland Exit), es decir, un “Brexit” alemán. ¿Por qué hay ese cansancio de los partidos tradicionales si el bienestar estadístico del país sigue estable y la economía va lenta pero no se ha derrumbado ni mucho menos? Quizá porque los pronósticos a corto plazo que hacen los expertos son malos. Quizá porque los beneficios sociales se han recortado en los años recientes y muchos alemanes, en especial los pensionados y los jóvenes, han visto ennegrecerse sus horizontes. Y porque, querámoslo o no, la AfD ha conseguido que el tema de la migración preocupe a miles de personas y ocupe un lugar central en la campaña. Aunque las fuerzas progresistas alemanas no se quedan de brazos cruzados y los colectivos sociales presionan a los partidos (sobre todo a los de izquierda, pero no solamente a ellos) para que se suban al ring y apoyen medidas más contundentes contra el racismo. Y aunque la AfD haya encontrado en el medio político cierta tibieza para oponerse a su discurso radical, la sociedad alemana no tiene nada de tibia al respecto, en especial en Berlín. Un cuarto de millón de personas marcharon contra el racismo apenas en octubre pasado. La ciudad está llena de pintas, calcomanías y camisetas en contra de la AfD. La publicidad del partido ultraderechista tiene que ser colgada en los postes a cuatro metros del piso para que no la vandalicen. Y aún así los berlineses se las arreglan para arrojarle pintura, rayonearla o arrancarla incluso. Que al menos eso le sirva de aliento a los que se preocupan por la innegable vuelta de los ultraderechistas al gran escenario político alemán: que son los propios alemanes la primera línea de quienes se les oponen.
Imagen de portada: Alejandro Puente, Intihuasi II, 1973.