Hasta donde alcanzo a recordar, solo existen dos grandes fenómenos sociales que no surgieron de algún avance tecnológico: la religión y el fútbol. No voy a compararlos, aunque haya quien lo hizo: Manuel Vázquez Montalbán, por ejemplo, en Fútbol, una religión en busca de un dios (2005). Y no fue el único. Me limito a constatar que ambos fenómenos satisfacen a distintos niveles —o al menos satisficieron— determinadas necesidades humanas.
En el caso del fútbol, cuya forma actual (hubo muchas anteriores) se definió a mediados del siglo XIX en las universidades británicas y arraigó con extraordinaria rapidez en los barrios populares de medio mundo (en el resto tardó un poco más), millones de personas trasplantadas del ambiente rural al urbano, sometidas a la alienación de la industria y la vida moderna, encontraron en torno a una cancha un sentido de pertenencia y un cierto tipo de fe.
Ya desde el inicio, el fútbol fue más que un juego de balón. Era un juego y un torbellino de circunstancias. Fueron las circunstancias, el impacto del asunto en las personas y las sociedades, las que empezaron a atraer a los escritores. Uno de los relatos fundacionales de la literatura futbolística, “Juan Polti, half-back”, publicado por Horacio Quiroga en 1928, recogía la historia de Abdón Porte, el mítico “half-back” del Nacional de Montevideo que el 5 de marzo de 1918 se quitó la vida en la cancha del estadio Gran Parque Central. Porte había perdido facultades y ya no servía ni al equipo ni a los aficionados. Prefirió morir. Con ese suicidio nació la idea del futbolista como héroe (trágico en el caso de Porte) de nuestro tiempo:
Nacional, aunque en polvo convertido
y en polvo siempre amante
no olvidaré un instante
lo mucho que te he querido.
Los versos con que Abdón Porte se despidió de la vida no son alta literatura. Pero los suscribirían, entonces y hoy, millones de aficionados.
Resulta lógico que un material tan potente, una querencia tan profunda (y racionalmente inexplicable) a las banderas y colores que identificaban a cada tribu futbolística, produjera literatura. Uno de los primeros esfuerzos literarios por explicar el impacto del fútbol en la sociedad y en el arte fue tal vez el del uruguayo Eduardo Galeano con Su Majestad el fútbol (1968). Este libro vino a marcar el momento en que numerosos intelectuales de izquierda, en Europa y América Latina, dejaron de ver el juego como algo sospechoso, como un nuevo “opio del pueblo”, y se entregaron a celebrarlo con la máxima fruición.
Fue en esa época cuando Manuel Vázquez Montalbán, que durante un encarcelamiento por el franquismo había escrito el influyente ensayo “Informe sobre la información” (1975) y era ya uno de los intelectuales más destacados en la oposición clandestina, publicó varios artículos sobre el Fútbol Club Barcelona y, mediante recursos más literarios que históricos, hizo de él un símbolo de resistencia contra la dictadura.
Vázquez Montalbán definió en su momento al Barça como “el ejército desarmado de Cataluña” (recuérdese que el fútbol ha sido definido en ocasiones como una “ritualización de la guerra”) y le atribuyó una cierta trascendencia política que los dirigentes barcelonistas asumieron encantados: crearon el lema “Més que un club” (“más que un club”). Las instituciones futbolísticas, como las naciones, tienden a construir su identidad con gestas del pasado. No necesariamente ciertas, más bien lo contrario, pero útiles.
Permítanme un inciso, porque el fútbol explica muchas cosas con la mayor sinceridad cuando intenta explicarse a sí mismo. Eso le ocurrió a Gianni Brera (1919-1992), el mejor cronista deportivo italiano de su generación. En 1972 Brera decidió escribir un breve manual “de intención didáctica, destinado a los chicos que quieren emprender la carrera futbolística”. Lo tituló Il mestiere del calciatore (“El oficio del futbolista”) y aspiraba a narrar la historia de ese deporte en Italia y aclarar unos cuantos conceptos elementales de técnica y táctica. Acabó demostrando que el fútbol italiano era como era (defensivo, sufrido, oportunista) porque no podía ser de otra forma, dado que el país había permanecido durante siglos en manos de potencias extranjeras y eso había inculcado en los nativos un determinado carácter y una determinada manera de hacer las cosas en el fútbol y en la vida.
Volvamos al polígrafo Vázquez Montalbán. Después de 1977, caída la dictadura y en camino hacia la democracia, Vázquez Montalbán y Javier Marías, que habría de convertirse en el escritor español más prestigioso de su tiempo, formaron un curioso dúo en las páginas de El País. Antes de cada “clásico”, como se conoce al partido que enfrenta al Real Madrid y al Barcelona (o viceversa), firmaban sendos artículos futbolísticos de altísima calidad literaria.
A los escritores aficionados a este deporte ya no les producía ningún reparo confesar sus pasiones. Escribían sobre el fútbol, pero su atención estaba puesta en el club al que eran fieles. Fue el caso, un poco más tarde, del ensayista y periodista italiano Beppe Severgnini, autor de varios libros deliciosamente autoirónicos sobre el Inter de Milán. El propio Javier Marías dio una explicación: “El fútbol es la recuperación semanal de la infancia”, es decir, de la raíz de todas las literaturas.
Acaso quien hurgó más hondo en las vísceras del fenómeno futbolístico como locura y recuperación de la infancia fue el argentino Roberto Fontanarrosa, autor de un cuento fundamental, “19 de diciembre de 1971”, también conocido como “El viejo Casale”, incluido en su libro Nada del otro mundo y otros cuentos (1988). Con el lenguaje de la grada, la furia del fanático (en su caso, de Rosario Central) y la brutal inocencia de un niño, Fontanarrosa creó una obra cumbre, desprovista en apariencia de cualquier ropaje intelectual, pero con una técnica literaria exquisita. Su cuento ha contribuido a que, más de cincuenta años después, cada 19 de diciembre cientos de aficionados, mayormente de Central, aunque también de fes distintas, celebren en todo el mundo el gol que Aldo Pedro Poy marcó en esa fecha a los rivales de Newell’s.1
En 1993, un gran escritor británico, Nick Hornby, publicó un ensayo autobiográfico (en realidad, una novela) sobre su devoción por el Arsenal londinense. Lo tituló Fiebre en las gradas y es tan salvaje y divertido como el cuento de Fontanarrosa. Se trata de uno de los libros más populares y vendidos de Hornby, quien, sin embargo, prefiere no hablar demasiado sobre él. No porque reniegue de Fiebre en las gradas, sino porque cuando uno relata sin límites su locura personal con el fútbol, acaba revelando cosas que habría preferido mantener en la intimidad.
Osvaldo Soriano, otro argentino fanático del fútbol (San Lorenzo de Almagro) y con un oído exquisito para el lenguaje popular, dejó a su vez en la memoria colectiva la fascinante Copa del Mundo de 1942. Que nunca existió, por supuesto. El torneo que, según Soriano, se celebró en la Patagonia en plena guerra mundial (el asunto se narra en el cuento “El hijo de Butch Cassidy”, una de las piezas del libro Memorias del Míster Peregrino Fernández y otros relatos de fútbol, publicado en 1998) ha sido objeto de artículos y documentales que aportan nuevos datos y supuestas evidencias: la fábula resulta demasiado hermosa como para no seguir con ella.
El mexicano Juan Villoro, un grande de las letras, es una firma recurrente cuando se trata de fútbol. Ahí están las recopilaciones de artículos y crónicas, como Dios es redondo, de 2006 (de nuevo nos adentramos en terreno religioso) y Balón dividido (2014), o las cartas cruzadas con su amigo Martín Caparrós (Ida y vuelta: una correspondencia sobre fútbol, de 2014).
Hasta ahora hemos visto que la aproximación literaria al fútbol tiende a plasmarse en crónicas, artículos, cuentos y, en general, en piezas breves. El propio Villoro ofrece una explicación:
El fútbol no necesita tramas paralelas y deja poco espacio a la inventiva del autor. Esta es una de las razones por las que hay mejores cuentos que novelas de futbol. Como el balompié llega ya narrado, sus misterios inéditos suelen ser breves. El novelista que no se conforma con ser un espejo, prefiere mirar en otras direcciones. En cambio, el cronista (interesado en volver a contar lo ya sucedido) encuentra ahí inagotable estímulo.
Villoro, como de costumbre, tiene razón. Este deporte funciona bien como ingrediente en algunas novelas (el personaje del joven futbolista en Saber perder [2014], de David Trueba, o el homicidio de un jugador estelar en El delantero centro fue asesinado al atardecer [1988], de Manuel Vázquez Montalbán, constituyen dos entre muchos ejemplos), pero hay algo insatisfactorio cuando el fútbol y su entorno conforman el centro de la acción. Inspirándose en un viejo clásico del suspense, El misterio del estadio del Arsenal (1939), el escocés Philip Kerr, uno de los grandes de la novela negra, quiso mezclar fútbol y thriller en una serie basada en un técnico de la Premier League, Scott Manson. Fueron tres novelas de talla menor.
Podríamos, sin embargo, matizar algunos detalles de la explicación de Villoro. El fútbol narrado, el que se escuchaba por radio antes de que la televisión se convirtiera en un electrodoméstico común, dejaba innumerables misterios, no breves, sino eternos: los que se abrían en la imaginación del oyente. Pocos vieron jugar al brasileño Manuel Francisco dos Santos, más conocido como Mané Garrincha, pero muchos oyeron de él o leyeron lo que contaba la prensa. Las historias y leyendas sobre el imparable extremo cojo, con una pierna más corta que otra, componen por sí mismas un subgénero híbrido entre la ficción y la memoria colectiva.
Y qué decir de Tomás Carlovich, “Trinche”, la divinidad más misteriosa del fútbol. Rosarino, perezoso, incapaz de ver el juego como una profesión, a la vez simple y reflexivo, fue siempre “el genio secreto”, el que no quiso alinearse en ningún equipo grande porque prefería quedarse en la cama, ir a pescar o juntar a unos cuantos amigos y deslizarse entre ellos con el balón en algún potrero local. Todos los gigantes le rindieron pleitesía, más por fe que por evidencia. Maradona le regaló una camiseta con esta inscripción: “Trinche, vos fuiste mejor que yo”. Carlovich fue asesinado en 2020, a los 74 años, por un muchacho que quería robarle la bicicleta. Ahí culminó su leyenda. Porque la literatura futbolística siempre se ha decantado por los héroes trágicos. Hay poco material interesante (desde el punto de vista artístico) sobre jugadores tan eximios como Pelé, Di Stéfano, Cruyff, Beckenbauer o Messi: carecen de tragedia. El genio autodestructivo, el héroe frágil, el ídolo conmovedor son quienes atraen al escritor. Best, Garrincha, Gascoigne, Sócrates. Y, evidentemente, el ser supremo en cuanto se refiere al fútbol y a la literatura: Diego Armando Maradona.
Volvamos a Juan Villoro. En efecto, es el cronista quien se interesa en volver a contar lo sucedido. Ciertos acontecimientos no solo han sucedido, sino que han sido vistos una y otra vez por la mayoría de la población planetaria. Como el Argentina-Inglaterra de 1986, quizá el partido de fútbol más célebre de todos los tiempos porque contenía una cantidad colosal de materiales literarios: la inquina entre los equipos por la guerra de las Malvinas, el escenario de un campeonato mundial y la presencia del mejor entre los mejores, Maradona, que hizo lo peor (un gol con la mano, “la mano de Dios”, claro) y lo mejor (ese gol irrepetible en el que burla a todo el equipo contrario).
Cualquier aficionado se sabe de memoria aquel encuentro. Pues bien, el periodista argentino Andrés Burgo escribió, treinta años después, una minuciosa crónica de casi trescientas páginas sobre el partido titulada, cómo no, El partido (2016). La obra de Burgo figura entre las mejores novelas (ahora que la novela fluye sin reparos entre la ficción y la realidad) sobre el fútbol y lo que significa. Me atrevería a decir que El partido es aún mejor que el partido. Porque contiene todo lo que ocurrió, lo que se vio y lo que no se vio, con el añadido de la imaginación del lector. Y eso es literatura.
Imagen de portada: Fanáticos argentinos celebran el pase a semifinales de Argentina durante el Mundial de Brasil 2014. Fotografía de ©Mario Domínguez. Cortesía del artista
A este equipo también se le conoce como los “Ñulsolboys”. [N. de los E.] ↩