Fragmento
Así fue: resulta que el San Pedro no solo crece por todo Berkeley, sino que un espécimen de ese cactus ha estado creciendo felizmente en mi propio jardín por varios años sin que yo, el jardinero, lo supiera del todo. Y eso es porque la persona que me dio un esqueje entonces no lo llamó San Pedro. Usó su nombre en quechua: wachuma.
Hijo de unos viejos amigos, Willee había viajado a Perú durante un año sabático y se había topado con el mundo del chamanismo y la medicina herbolaria. Había plantado más o menos unas seis wachumas en el jardín trasero de la casa de sus padres y cuando fuimos a cenar allí, hace muchos años, me dio un esqueje para llevármelo a casa. Explicó que la wachuma es una planta medicinal sagrada en Perú, pero en aquel momento no logré establecer su conexión con la mescalina (también los científicos habían fracasado, durante mucho tiempo, al hacer tal conexión; no fue sino hasta 1960 que se identificó a la mescalina como el alcaloide psicoactivo de la wachuma). Siempre me complace agregar otra planta psicoactiva a mi jardín, así que estuve encantado de tenerla. Además, Willee me informó que mi cactus descendía de una planta propagada a partir de esquejes tomados del jardín de Sasha Shulgin. Mi nuevo cactus tenía un pedigrí distinguido.
San Pedro, según me enteré después, es el nombre cristiano que se le da al cactus wachuma en honor al santo que poseía las llaves del Cielo. El nombre hacía referencia al poder de la planta y, a la vez, servía para aplacar a los españoles, a quienes la idea de que existiera un sacramento alternativo —y vegetal, además— les resultaba problemática (la Iglesia Nativa Americana hizo algo similar unos siglos después al adoptar varios elementos cristianos, tales como llamarse a sí misma Iglesia, no fuera a ser que la nueva religión pareciera demasiado pagana).
He desarrollado un interés mucho más activo en mi cactus desde que supe lo ocupado que está transformando luz solar en mescalina justo ahí, en el jardín delantero de mi casa. Pero de cómo se llega de esto a aquello, de la planta a un compuesto psicoactivo comestible, no tenía ni idea; tampoco sabía si mi cactus estaba siquiera cercanamente listo para cosecharlo.
Me acerqué a Keeper Trout, uno de los expertos en el cactus de San Pedro más destacados del mundo. Tristemente, resulta que eso no cuenta mucho, y no lo digo como ofensa; Keeper Trout probablemente sería el primero en estar de acuerdo. Nadie sabe mucho sobre la taxonomía o la botánica del San Pedro, un nombre común que podría o no referirse a cuatro especies de cactus columnares originarias de los Andes completamente diferentes: el Trichocereus pachanoi (generalmente aceptado como San Pedro), así como, posible y más controversialmente, el T. bridgesii, el T. macrogonus y el T. peruvianus —alias la antorcha peruana—. Y además están las incontables cruzas de estas especies, híbridos que enturbian todavía más las aguas taxonómicas.
Keeper Trout es el autor de Trout’s Notes on San Pedro & Related Trichocereus Species [Notas de Trout sobre el San Pedro y otras especies relacionadas de Trichocereus], título apropiadamente modesto para un libro cuya introducción ofrece esta advertencia: “Reconocemos que la obra que tiene en sus manos no tiene mérito autoritativo alguno”. Y esto:
También le sugeriríamos a nuestros lectores que, de encontrarse con cualquiera que se considere un experto en este género o insista saber qué diferencia, por ejemplo, a un peruvianus de espinas cortas de un pachanoi de espinas largas, probablemente el mejor curso de acción sea asentir con la cabeza, indicando que no desea discutir, y dejar que la persona crea lo que desee.
Luego de una o dos frustrantes horas con el libro de Trout, hojeando cientos de fotografías en blanco y negro de cactus columnares muy similares entre sí, hallados en lugares tan diversos como las montañas bolivianas, jardines ubicados en Berkeley y el vivero de un supermercado Target, tuve la oportunidad de “conocer” a Trout vía Zoom. Sexagenario delgado, de apariencia ligeramente descuidada, Keeper hablaba conmigo desde una cabaña rústica en medio del bosque a las afueras de Mendocino, California. No pudo haber sido más generoso con sus conocimientos del género Trichocereus en su conjunto, pero, con todo y que en el pasado he caído por oscuros y profundos agujeros linneanos con otros botánicos, nunca he acabado tan confundido después de una entrevista como cuando Keeper Trout desapareció de mi pantalla. Mis notas son una anarquía de taxonomía, marcada por la disputa, que no veo necesidad de imponerle al lector. Pero hubo algunas pepitas inteligibles que me dieron luz, débil como fuere, sobre los misterios del San Pedro.
El dato más intrigante que Keeper Trout compartió es que cierto tiempo después de que los científicos determinaran que varias especies de Trichocereus contenían dosis importantes de mescalina, un coleccionista de cactus notable y adinerado, conocido solo como DZ, buscó adquirir cada espécimen de la planta del que se tuviera conocimiento en Norteamérica. ¿Por qué?
“Para evitar que otra gente los tuviera”, dijo Trout. La guerra contra las drogas estaba en pleno apogeo y las plantas psicoactivas, como el peyote, estaban entre sus blancos. Trout cree que DZ quería evitar que “enlistaran” al San Pedro—que lo agregaran a la lista oficial de plantas que es ilegal poseer y cultivar—. Dedujo que si los jóvenes de Estados Unidos llegaban a saber lo fácil que es cultivar el San Pedro y extraerle mescalina, el gobierno tomaría medidas contra los cactus y los coleccionistas perderían su acceso a los Trichocereus.
“Cuando me involucré con esto a fines de los setenta y e inicios de los ochenta”, recordó Trout, “era casi imposible encontrar peruvianus o macrogonus” porque DZ había acaparado el mercado. ¿Funcionó la estrategia? Pues hasta el día de hoy el San Pedro no ha sido enlistado; cualquiera puede cultivar esta planta productora de mescalina sin infringir la ley.
Finalmente, DZ perdió interés en los cactus —Trout escuchó que se había pasado al coleccionismo de sombreros vaqueros—; se deshizo de su colección, inundando el mercado y, al paso del tiempo, el paisaje estadounidense con toda clase de Trichocereus. En los años transcurridos desde entonces, una tormenta perfecta formada por etiquetado impreciso, taxonomía mal hecha por los expertos (ni siquiera mencionemos esto frente a Trout) e hibridación desenfrenada ha contribuido a la confusión actual en torno a qué es y qué no es un San Pedro. Y, sin embargo, dicha confusión tiene sus beneficios: si el gobierno quisiera acabar con el San Pedro, primero tendría que especificar los nombres de las especies a criminalizar (como lo ha hecho con la Papaver somniferum). De cualquier forma, yo, como coleccionista, había tenido la esperanza de definir qué especie tenía en mi jardín.
“No te tomes en serio los nombres”, me dijo Trout al ver mi creciente frustración. “A las plantas no les importa cómo las llamemos”.
Después de nuestra sesión por Zoom le envié un e-mail con una foto de mi cactus. No quedó particularmente impresionado.
Se parece a cualquier híbrido que hay por toda el Área de la Bahía de California, probablemente sea una cruza de pachanoi y peruvianus. Esa variedad es mucho más suave que la que usan los chamanes en Perú, pero es lo que la mayoría de la gente en los Estados Unidos conoce y ha usado con éxito.
Esa noche, Trout me envió por e-mail la receta para preparar San Pedro. Requería de un trozo de San Pedro con la circunferencia y largo de un antebrazo por cada persona que fuera a beber la preparación. Dado que solo una de mis velas había alcanzado tales dimensiones, decidí esperar y no cocinar mi cactus hasta que hubiera desarrollado dos antebrazos lo suficientemente macizos.
En ese momento, es decir, el momento previo a que cosechara mi San Pedro y empezara a cocinarlo, mi jardín y yo nos encontrábamos completamente en la legalidad. Probablemente, el acto de rebanar un antebrazo no significaba, en sí mismo, cruzar la línea —el jardinero bien podía estar cortando un esqueje para propagar un nuevo cactus—, pero el acto de cocinarlo cambiaría todo: en cuanto cortara en trozos la pulpa que había debajo de aquella piel esmeralda y la cociera a fuego lento, sería culpable del delito federal de manufactura de una sustancia de la Lista I. Hasta entonces, sin embargo, no había de qué preocuparse.
Hay algo grato en poder hacer mi propia sustancia psicodélica aquí, en mi jardín, sin intercambio de dinero y sin preocuparme por una visita de la policía. Y, si bien extraer mescalina de esa planta es técnicamente ilegal, el procedimiento es increíblemente simple y libre de complicaciones, que no involucra más que la cocción a fuego lento, reducción y filtrado de una especie de consomé de cactus. Es posible realizar el proceso, de principio a fin, sin comprar nada (asumiendo que alguien te da el esqueje de cactus) o tener contacto alguno con el mercado negro —o, tal como están los tiempos ahora, sin siquiera tener que usar un cubrebocas—.
Cactus de San Pedro: el psicodélico perfecto para gente en confinamiento, hogareños, supervivencialistas y tacaños.
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Tenía muchas preguntas —hortícolas, de botánica y legales— sobre mi nuevo cactus de peyote, así que me puse en contacto con Martin Terry, el botánico que me había ofrecido una visita guiada de los jardines de peyote de Texas antes de que la orden de confinamiento entrara en vigor. Terry estudió en Harvard bajo la tutela de Richard Evans Schultes, el legendario etnobotánico especializado en el uso de plantas psicoactivas por parte de las culturas indígenas.
Poco antes de nuestra entrevista, mi nuevo cactus sufrió una herida. Un animal le había dado un mordisco a uno de sus cinco pequeños lóbulos, dejándole una fea marca (similar a la que deja un palo de golf cuando levanta un trozo de pasto) y, justo a su lado, la pulpa faltante, evidentemente desechada. Estaba bastante seguro de quién era el culpable: una chara californiana que había anidado en mi seto. Ya la había atrapado en el acto de arrancar brotes de chícharos del suelo sistemáticamente para llegar a las semillas.
Hablé por Zoom con Terry, quien estaba en su casa de Alpine, Texas, lugar en el que por muchos años fue profesor del Departamento de Biología de la Universidad Estatal Ross. Le conté lo que le había pasado a mi cactus. Supuso que el ave había mordido un pedacito y lo había escupido porque el sabor de alcaloide de mescalina es extremadamente amargo. “Al parecer, tiene un sabor repulsivo para algunas especies de herbívoros”, dijo. Por ejemplo, los pecaríes, esos pequeños mamíferos parecidos a un cerdo originarios de la región fronteriza en la que crece el peyote, muestran aversión a su sabor. También a los humanos el sabor del peyote les parece repugnante, aunque pueden aprender a tolerarlo.
Hoy en día Terry vive retirado de la enseñanza, pero se mantiene ocupado con su trabajo para una organización nueva llamada Iniciativa Indígena para la Conservación del Peyote (IPCI, por sus siglas en inglés), a la que sirve como su botánico de cabecera. IPCI se dedica a asegurarse de que la Iglesia Nativa Americana siga teniendo acceso al peyote, por medio de la protección de tierras en las que crece el cactus y, en su momento, de su cultivo, para así eliminar la escasez de peyote silvestre. Aunque inicialmente fue un hombre blanco quien financió la IPCI —el filántropo y psicólogo clínico californiano T. Cody Swift—, la organización descansa sobre el trabajo del Fondo para los Derechos Nativoamericanos y del Consejo Nacional de Iglesias Nativas Americanas, algunos de cuyos miembros forman parte de la directiva y moldean sus prioridades. Recientemente, la IPCI compró un tramo de casi 245 hectáreas de tierras de peyote ubicado a las afueras de Laredo, haciendo así posible que indígenas americanos realicen peregrinaciones a los jardines de peyote y cosechen el cactus ellos mismos en lugar de depender que peyoteros acreditados por el estado de Texas lo recojan y se lo vendan.
Los peyoteros acreditados, que no son indígenas americanos, trabajan rápidamente al cosechar el cactus, a menudo arrancándolo del suelo con todo y raíz, como quien arranca zanahorias. Los recolectores furtivos hacen lo mismo. Si en lugar de eso los cosechadores rebanaran solo el botón verde, dejando el tallo y la raíz intactos debajo el suelo, la planta en algún momento se regeneraría, produciendo nuevos botones. Pero eso requiere de tiempo y habilidad. Terry dice que muchos peyoteros contratan a chiquillos preparatorianos para trabajar por pieza, y no les importa hacerlo bien. Tampoco a los recolectores furtivos, quienes trabajan veloces en la oscuridad de la noche.
Pero la escasez es tanto resultado de una demanda creciente como de las prácticas de cosecha insostenibles. La Iglesia ha crecido rápidamente en años recientes, y aunque es difícil calcular el número preciso de sus miembros, podrían ser hasta quinientos mil. También el número de ceremonias del peyote se incrementa. A diferencia de la mayoría de las religiones, los oficios religiosos de la Iglesia Nativa Americana, llamados reuniones, no se dan en un horario fijo, sino siempre que el líder local, o caminero, determine que hay razón para reunirse, y las razones son muchas: sanar a alguien enfermo; tratar a alguien que lucha contra el alcoholismo u otra adicción; ayudar a una pareja cuyo matrimonio se tambalea; enviar a la guerra a un soldado; resolver una disputa en la comunidad; conmemorar una graduación u otro rito de iniciación.
Algunos piensan que la Iglesia necesita poner límites al consumo; otros, que a las personas no indígenas debería prohibírseles usar peyote, tal como lo prohíbe la ley, aunque no la costumbre. “Preferiría trabajar en incrementar la oferta antes que reducir el consumo”, me dijo Terry. Él cree que la única solución realista a la escasez de peyote es que la IPCI comience a cultivar el cactus, empezando con una semilla en el invernadero y luego trasplantándolo a la naturaleza. En su opinión, esta es la mejor forma de asegurar que habrá suficiente peyote para todo aquel que lo desee.
Tal estrategia enfrenta dos obstáculos. El primero es la ley estatal de Texas, la cual, si bien permite que los peyoteros cosechen y vendan el cactus a miembros de la Iglesia, prohíbe explícitamente el cultivo de peyote para cualquier otro propósito. Terry y sus colegas de la IPCI esperan rodear ese obstáculo con la obtención de una licencia de la DEA para cultivar peyote, lo que se espera suceda pronto. El segundo obstáculo, que podría ser más difícil de superar, es la creencia de los indígenas americanos de que el peyote silvestre hallado en la naturaleza es un regalo del Espíritu del Peyote mismo que encarna. El peyote cultivado es menos. Cultivarlo también da a entender que careces de fe en que el Creador lo proveerá.
Michael Pollan, This is Your Mind on Plants [Esta es tu mente cuando consumes plantas], Penguin Random House, Nueva York, 2021.
Imagen de portada: ©Othiana Roffiel, No sé qué hacían ellos ahí, 2021. Cortesía de la artista y Galería Karen Huber