El Fu-Ho Da XiYuan, en español Gran Cinema Felicidad y Armonía, ocupa un lugar especial en las películas de Tsai Ming-liang. En la escena inicial de Goodbye, Dragon Inn (2003), el antiguo cine exhibe La posada del dragón, la obra maestra del género wuxia (héroes de las artes marciales) de King Hu, estrenada en 1967, en formato de 35 mm, ante un público numeroso y embelesado.
La proyección en pantalla panorámica está oculta a la perfección y las trompetas chinas de la banda sonora de la película penetran en un auditorio armoniosamente habitado que mezcla atmósferas de emoción y grandiosidad tanto en la pantalla como fuera de ella. Si observas con detenimiento, puedes ver la parte posterior de la cabeza de Tsai entre el público. En la siguiente escena ha transcurrido un periodo indeterminado y han colgado apresuradamente un trozo de lona de plástico a través del vestíbulo mohoso y lleno de goteras del Fu-Ho, en el que se encuentran escritos los cinco caracteres de la marquesina del cine. Su caligrafía china en color rojo parece discordante y fuera de tiempo, proviene de un pasado que se siente tan distante como una película de King Hu con respecto a su público actual; un pasado anclado en experiencias y rituales colectivos, impregnado de espiritualidad y superstición, un pasado que se siente impenetrable, salvo por un estado onírico o un déjà vu momentáneo. El mundo de antaño evocado por esta caligrafía es tristemente desmentido por el carácter ordinario de su lienzo plástico. Uno se pregunta si había un anuncio parecido más perdurable instalado de manera permanente afuera del cine en las décadas precedentes a su existencia —quizá iluminado majestuosamente en neón—, en una época en la que las prestigiosas películas del género wuxia de King Hu y sus coetáneos salían a borbotones de los manantiales de los estudios de producción para entrar en sus ciclos de estreno en las salas de cine, alimentando un flujo de distribución constante que sin duda terminaba con entradas agotadas para las funciones, como se muestra al principio de la cinta de Tsai. Su título en inglés, Goodbye, Dragon Inn, manifiesta una idea de despedida; sin embargo, en chino se llama Bu San, que significa “no marcharse”. Siempre he pensado que en algún lugar del divertido e irónico abismo entre estos dos títulos existe una gran verdad acerca del cine y la cinefilia. El cine, forma artística cargada de un eros enfermizo —y el medio preferido de los perpetuos insomnes, socialmente proscritos y culturalmente aislados—, siempre ha tenido una naturaleza evasiva, proyectada constantemente en tiempo pasado, dado que se muestra a su público fotograma a fotograma, desapareciendo frente a ti sin importar cuánto intentes conservar su mirada reflexiva. La próxima vez que veas esta película podría ser dentro de diez años o más, en su reestreno, en un formato distinto (probablemente de peor calidad) de última moda. Es probable que después de esta retrospectiva nunca vuelvas a ver esta impresionante y rara versión antigua proyectada y, si sucede, se verá diferente… tú serás diferente.1 El cine de tu vecindario cierra, de nuevo. La naturaleza fugaz del cine, alimento para interminables trabajos de tesis, artículos de opinión, listas y críticas personales de El Fin, refleja la realidad de nuestro tiempo, un clima de lucha perpetua contra la entropía y la desaparición moral, material y cultural. El cine está lleno de todo tipo de despedidas, pero también es un refugio ante la cruel velocidad del mundo exterior. A través de la relación física e intelectual que desarrollamos con la pantalla, el cine nos ofrece generosamente la oportunidad de mirar las imágenes con detenimiento y reflexionar acerca de cómo pueden revelar significados ocultos, deseos, sueños o los rasgos de épocas pasadas. Las imágenes en pantalla nos dan incluso la oportunidad, aunque sea momentánea, de resucitar una vida, un tiempo o un lugar.
El discurso de Goodbye, Dragon Inn es tan sencillo como su ejecución y sus efectos son complejos y seductores. Se desarrolla principalmente en el curso de la proyección de La posada del dragón en el Fu-Ho, su exhibición final antes de que las cortinas del recinto cinematográfico se cierren para siempre. Vemos y escuchamos la película en la pantalla, pero el drama se desarrolla de manera predominante en largas y silenciosas viñetas inmóviles en los espacios que la circundan: entre la escasa pero abigarrada audiencia, un turista japonés (Kiyonobu Mitamura) busca compañía en el oscuro auditorio, los sinuosos y desgastados pasillos del cine y el baño de hombres; los actores veteranos Shih Chun y Miao Tien —quien se encuentra allí con su nieto, ambos migrantes de la China continental tras la guerra civil y figuras monumentales del cine taiwanés— observan con lágrimas en los ojos sus propias actuaciones en la pantalla, inmersos en la visión de sus vidas pasadas exhumadas transitoriamente antes de encontrarse en el derruido vestíbulo del cine; una joven taquillera con un pesado soporte ortopédico en la pierna (Chen Shiang-chyi) deambula por el laberinto arquitectónico íntimamente familiar del cine del que ha sido guardiana fiel, tratando de encontrar al proyeccionista (Lee Kang-sheng), a quien jamás ha conocido, para darle un pastel de la suerte en forma de melocotón —ofrenda común en oraciones para los espíritus y bodhisattvas en los templos budistas— en esa noche lluviosa y fatídica. Para Tsai, cuyos recuerdos de infancia más atesorados son aquellos en los que iba al cine con sus abuelos —pues forman un sustrato de memorias que ha influido en su dirección cinematográfica desde el comienzo—, Goodbye, Dragon Inn es un acto sui generis de adoración a su medio, y la pantalla del Gran Cinema Fu-Ho es el altar de este ritual. La escritora y académica Giuliana Bruno ha apuntado con sagacidad en numerosas ocasiones que la pantalla surgió por primera vez durante el Renacimiento, cuando la gente extendía trozos de lienzo sobre las ventanas para crear una atmósfera en una habitación, o los usaba para formar divisiones entre los espacios públicos y privados. A lo largo de su evolución, la pantalla siempre ha tenido una relación directa con las experiencias sociales, delineando simultáneamente el espacio colectivo y la perspectiva privada. En los cines, la pantalla es ese mismo lienzo: una superficie sobre la que se proyectan imágenes que luego se reflejan en los puntos de fuga subjetivos y emocionales de cada espectador. Esta extraña experiencia híbrida que sólo ofrecen la pantalla y los espacios que la rodean podría explicar, al menos en parte, la firmeza con la que algunos cinéfilos insisten en reclamar su butaca favorita en sus cines: a pesar de su intangibilidad, el cine es fascinante porque te hace sentir que puedes poseer una parte suya. Según un término planteado por Susan Sontag en un artículo de 1996 publicado en el New York Times y titulado “La decadencia del cine”, cuando te “entregas” a una película en un cine, se puede decir que tiene tanta relación con lo que está en la pantalla como con lo que está alrededor, y con el lugar que ocupas dentro de todo ello. Sin ninguna explicación didáctica y con un diálogo mínimo, Good-bye, Dragon Inn nos muestra cómo los espacios públicos para disfrutar de las películas se ven inevitablemente imbuidos de emociones privadas. La ingeniosa técnica de “abismamiento”, o mise en abyme, donde hay una pantalla dentro de la pantalla —ambas mostradas en la misma proporción—, constituye una metáfora visual voluptuosa que rige toda la película. Nos hace igualmente conscientes de aquello que está presente o ausente en la pantalla en un momento dado. A medida que Chen deambula lentamente por los sombríos pasillos traseros, las escaleras ocultas y los recovecos del cine de los que ninguno de los espectadores ha sido nunca consciente, Tsai revela cómo las partes más vitales del cine están diseñadas para ser invisibles ante la mayoría —a excepción de la pantalla—; principalmente, la cabina de proyección, ubicada a espaldas de la mirada del público, donde se desempacan las películas y se colocan en las bobinas de proyección. Pero también son invisibles todos los espacios discretos por los que pasa una copia desde su llegada, en ocasiones proveniente de lugares lejanos a un costo muy elevado para sumar una o dos exhibiciones solamente, hasta el punto de que su proyección arriba a la pantalla a la hora del espectáculo; y es invisible el trabajo humano que está involucrado en una proyección “perfecta”: la investigación, el análisis de las copias, la programación, la planificación, la publicidad… la limpieza consumada de las salas entre cada función y, lo que es más importante, la coreografía invisible de la proyección de la película en la cabina donde, idealmente, los proyeccionistas dedicados realizan los cambios sin contratiempos y de manera continua, de modo que pueda mantenerse la ilusión de la película como una imagen en movimiento ininterrumpido en la pantalla, y que los espectadores puedan, según Sontag, tener la oportunidad de verse “abrumados por la presencia física de la imagen”. En esta metáfora visual expansiva, la pantalla también es una frontera misteriosa entre lo visible y lo invisible; entre los mitos narrados y no narrados de la cinematografía. A medida que nuestras experiencias colectivas en el cine disminuyen y la gran pantalla compartida es reemplazada por pequeñas pantallas individuales en tabletas y teléfonos inteligentes, la excesiva proliferación de imágenes en nuestro medio se propaga hasta un punto de completa saturación en varias aplicaciones y plataformas, entre otros medios, pero sólo en relación inversa a nuestra capacidad de dotarlas de un verdadero significado. Por eso es tan desgarrador el momento en el que finalmente se encienden las luces del Fu-Ho: el fin de este ritual de exhumación trae consigo la advertencia de que nada puede compensar la pérdida de nuestro contexto de observación colectiva. Al ver las grandes luces de techo fluorescentes y cuadradas parpadear en el auditorio, se nos recuerda que una película no es únicamente una cinta de 35 mm enrollada en bobinas, sino que cobra vida como una experiencia colectiva sólo en el instante en que los espectadores sentados ven una función juntos; o, en tiempo pasado, en los recuerdos de las personas que estuvieron allí durante la función.
Este texto es un extracto del ensayo que será publicado en el estudio monográfico “Cuerpos entregados: el trabajo de Tsai Ming-liang” (FICUNAM - ENAC).
Imagen de portada: Fotograma de Tsai Ming-liang, Goodbye, Dragon Inn, 2003
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[N. de la E.] La retrospectiva de Tsai Ming-liang se proyectará en la edición 11 del FICUNAM, del 18 al 28 de marzo de 2021 en formato virtual. ↩