Cuando asesinaron a Trayvon Martin, estábamos con las abuelas (mi madre y su madre), sentadas en distintas habitaciones del apartamento que compartíamos las cuatro. Trayvon Martin tenía 17 años y mi hija tenía dos; seis meses antes de que le diagnosticaran retraso en el desarrollo e hipoacusia. Mi hija jugaba con una familia de figuritas en miniatura en el suelo mientras las pantallas de televisión transmitían imágenes de Sybrina Fulton y Tracy Martin. Asumí que estaba abstraída y ensimismada sólo porque era una niña pequeña. No sabía que las noticias no llegaban a sus oídos por completo o que comunicarnos con claridad entre nosotras se convertiría en un desafío durante todo un año. Aun si lo hubiese sabido, no habría importado. Incluso si ella hubiese sido un poco más grande y yo hubiera iniciado el proceso de observarla buscando información acerca de lo que debía enseñarle y en qué momento, no habría tenido intención alguna de decirle aquella noche por qué las matriarcas de su hogar lloraban y caminaban de un lado a otro. Quise protegerla de la omnipresencia de la violencia racial el mayor tiempo que me fuera posible. Quería que conociera la felicidad insular que los niños Negros1 tienen garantizada únicamente en su hogar, donde están seguros y son amados. Este país valora la precocidad de los niños Negros… incluso la exige gran parte del tiempo. Esto se hace evidente cuando las historias son positivas: cuando, por ejemplo, un estudiante Negro del último año de preparatoria es aceptado en todas las universidades que conforman la Liga Ivy de Estados Unidos, o cuando un niño Negro de segundo año recauda dinero suficiente para cubrir la deuda estudiantil por alimentos en su escuela primaria. No obstante, es igual de evidente cuando las historias son desgarradoras: por ejemplo, cuando una niña Negra canta “Sin justicia, no hay paz”, después de que la policía asesinó a otro hombre desarmado, o cuando un niño Negro canta una melodía propia acerca del anhelo de vivir y se vuelve viral. En todos esos casos se celebra la excepcionalidad de los niños. Mira cuán enfocados están. Mira cuán conscientes están del mundo y cuán fuertes son. Resulta sumamente admirable ver que los niños se involucran con valentía en activismos concretos junto a sus padres. Comprendo a cabalidad la razón por la que una madre busca informar a sus hijos, tan pronto como sea posible, acerca de cómo es crecer siendo Negro en Estados Unidos. Nos dicen que “la próxima generación” será la encargada de corregir lo que hemos hecho mal en el mundo. Aun si eso fuera posible y real, no me interesa ningún tipo de precocidad que obligue a mi hija a sacrificar lo que le queda de su felicidad insular y adoptar un heroísmo que, espero, pueda perfeccionar durante toda su adolescencia y adultez.
Por supuesto, esto no me corresponde por completo. Cuando eres Negro, incluso si eres un niño pequeño, no tienes que salir de tu casa para que la policía irrumpa en ella, con las armas desenfundadas, y haga disparos sin siquiera verificar si están haciendo una redada en el domicilio correcto. Si eso nos ocurriera, como le sucedió a Aiyana Stanley-Jones en 2010 (el año en que nació mi hija), y como le sucedió a Breonna Taylor hace unos cuantos meses, en marzo, ninguno de mis esfuerzos por proteger a mi hija habría sido muy significativo; sin embargo, a menos que ocurriera algo similar, sigo siendo la única que debe preocuparse al respecto. Ésta ha sido mi filosofía de crianza desde hace mucho tiempo. Es algo que me han enseñado las diferencias en el aprendizaje y la audición de mi hija, a medida que he tenido que apaciguar mis propias expectativas precipitadas. Aprendió a hablar, leer, escribir y pensar a su paso, no a un ritmo que yo haya impuesto ni haya querido apresurar. En un principio sentía que nuestros referentes académicos y sociales no correspondían con los de otras familias, pues los comparaba con los de ellas y me preguntaba qué necesitaría para “ponernos al corriente”, pero mi hija siempre ha sido auténtica. Mis intentos por apresurar su progreso jamás han tenido éxito y, en retrospectiva, en ocasiones me avergüenzo de haberlo intentado siquiera. Ella siempre ha marcado nuestro paso, independientemente del destino. Sé que si deseo que esté consciente de las políticas raciales en Estados Unidos y se involucre con ellas, puedo tomarme todo el tiempo necesario, todo el tiempo que su entendimiento de esas complejidades lo permita. Puedo explicar lo que son el racismo y la brutalidad policial sin sentir que debemos movilizarnos en cuanto haya pronunciado esas palabras. No hay razón para apresurarme a criarla con una mayor conciencia del daño que nos espera fuera de estos muros. No se debería otorgar una medalla de honor por saber a tan corta edad cuánto te odia tu país. Soy afortunada de que ninguna circunstancia externa haya obligado a mi hija a adquirir ese conocimiento. Si lo hiciera prematuramente, me metería en camisa de once varas. Lo aprenderá en su momento. Este país se lo mostrará mejor de lo que yo podré explicárselo. Ocho días antes de que un oficial de policía de Ferguson asesinara a Michael Brown y dejara su cuerpo tirado y descubierto durante horas en la calle, el padre de mi hija y yo celebramos sus cuatro años con un viaje a Plaza Sésamo en Pensilvania. Cuando la maquillista de la cabina de pintacaritas le preguntó qué diseño quería, respondió confiada y ocultando su dominio aún limitado del lenguaje: “Yo tigre”. Después de que esperó pacientemente a que le maquillaran el rostro con rayas naranjas y negras, le compramos una pistola de burbujas. Las esferas de jabón la rodearon durante horas. Ésa era la única forma de disparar que ella conocía. Cuatro meses más tarde, un oficial de policía asesinó a Tamir Rice mientras empuñaba un arma de juguete de su propiedad. Tenía 12 años. Le dispararon dos días después de que cumplí 34 años y todo lo que pude hacer para rendirle un homenaje fue escribir. Le escribí, como si estuviera escribiéndole a mi propia hija. Escribí aquello que aún no podía decirle a ella, aquello que sabía que aún no podría comprender, aquello que no sentía la urgencia de traducir para darle una lección introductoria apropiada para su edad. Seis meses después, en abril de 2015, en la ciudad donde vivíamos en ese momento, Freddie Gray fue asesinado mientras se encontraba en custodia policial. Se acusó del delito a seis policías de Baltimore, pero la mitad de ellos fueron absueltos. Se retiraron los cargos de los demás. Yo dejé a mi hija en casa bajo el cuidado de las abuelas mientras asistía a su funeral y hacía la cobertura del suceso. Estaba plenamente consciente del lujo que significó dejar a mi hija, cobijada de amor y ajena a una rebelión inminente. El 1° de agosto del mismo año, a menos de diez minutos de distancia de nuestro apartamento, la policía del condado de Baltimore le disparó a Korryn Gaines a través de su puerta principal cerrada con llave. Kodi, su hijo de cinco años, también recibió un disparo. Él sobrevivió. Ella no. Ese día mi hija cumplió seis años. Toda su infancia ha estado marcada por reportajes noticiosos de violencia racial. Podría enlistar muchos más y decir con exactitud dónde estaba mi hija, qué edad tenía y cómo iba su desarrollo cuando ocurrieron. La manera en la que yo y otros adultos de su entorno nos involucramos, protestamos o vivimos el duelo en cada uno de ellos pasó inadvertida para ella. Ésa era la intención y no me arrepiento. Dentro de dos meses, mi hija cumplirá diez años. A mediados de marzo, su escuela cerró a causa del nuevo virus mortal que hizo necesario que nos pusiéramos en cuarentena. Estadísticamente, ese virus tenía mayores probabilidades de afectar los hogares de los compañeros de mi hija, que en su mayoría son Negros, al igual que su director, los profesores y el personal que ve a diario. De pronto, el racismo medioambiental y médico fueron conceptos que me pareció lógico presentarle. Podría hacerlo con cuidado, además de recordarle el tema del lavado de manos. Podría decirle que Estados Unidos desde hace mucho tiempo asumió que su ciudadanía Negra es inmune al dolor. Entonces, cuando me estaba acostumbrando a encontrar las palabras precisas para hacerlo, George Floyd fue asesinado en Minneapolis y el mundo de afuera volvió a estallar en protestas a nivel nacional en contra de la brutalidad policiaca. En esta ocasión le dije lo que sucedió: Un policía blanco se arrodilló sobre el cuello de un hombre Negro, detenido y desarmado, hasta que el hombre Negro murió. Ahora, las personas están manifestándose para exigir que no vuelva a ocurrir. “¿Recuerdas el Movimiento por los derechos civiles?”, le pregunté. Al creer que necesitaba un punto de referencia muy básico, pensé en una cinta animada que ya ha visto varias veces: Our Friend Martin.2 “¿Cuándo se manifestó King en contra de la discriminación?” Mi hija me dio una palmadita en el hombro. “No es mi intención ser cruel ni nada por el estilo —susurró— pero no creo que el plan de King esté funcionando. Tal vez necesitamos un plan nuevo”. Me pregunto si se dio cuenta de mi asombro. Traté de ocultarlo de inmediato. Era evidente que había subestimado su conciencia. La miré con sorpresa y curiosidad. Su expresión era inescrutable pero paciente, como si estuviera diciendo: “Mami, actualízate”.
Este artículo se publicó originalmente en The Cut, 10 de junio de 2020. Disponible aquí. Se reproduce con autorización.
Imagen de portada: Titus Kaphar, Braiding possibility, 2020 © Titus Kaphar. Fotografía de Christopher Gardener. Cortesía del artista
En el texto original la autora utiliza la mayúscula en la palabra “Negro”, una práctica que comienza a generalizarse para hacer referencia a las personas o culturas de origen africano con el fin de eliminar su connotación negativa. Puesto que la academia de la lengua española aún no se pronuncia respecto a este uso, esta traducción utiliza el mismo marcador para respetar la decisión estilística de la autora. [N. de la T.] ↩
Película animada acerca de Martin Luther King y el Movimiento por los derechos civiles en Estados Unidos. [N. de la T.] ↩