Nunca hubo un dogma más calculado para alentar la indolencia y embotar la curiosidad que este supuesto de la discordancia entre las causas anteriores y las actuales del cambio. Charles Lyell, Principios de geología, volumen 3
El genetista ucraniano Theodosius Dobzhansky, cofundador de la nueva síntesis de la biología que fusionó evolución y genética, es autor de una de las citas más famosas en la ciencia: “Nada tiene sentido en biología si no es a la luz de la evolución”. Esta “linterna de Dobzhansky”, que guía buena parte de nuestra investigación sobre lo vivo, tiene, si se me permite, un corolario exasperado: Y todo, todo en ella es endemoniadamente complicado. No siempre fue así. Antes de que la teoría de la evolución rematara al creacionismo bíblico a finales del siglo XIX, la complejidad estaba subcontratada en la voluntad de Dios, inescrutable excepto por el esoterismo y la ocasional revelación. Esta simpleza, que concentraba todos los misterios en un solo punto, se desmoronó como un ascua cuando Darwin propuso un mecanismo convincente para la aparición, el cambio, la diversificación y la muerte de las especies, el cual engendraba complejidad y más complejidad. Su descubrimiento le debe mucho al gradualismo de Charles Lyell, quien proponía que la Tierra era increíblemente vieja, mucho más que los 6,000 años que había calculado el obispo Usher, y que las estructuras geológicas eran producto de infinidad de cambios pequeños que se sumaban para producir grandes efectos. El libro de Lyell, Principios de geología, le daría al joven Darwin, embarcado por entonces en su viaje de cinco años en el Beagle, un insumo esencial para los actores de su descomunal obra: el tiempo. El darwinismo supuso el rompimiento definitivo de un terremoto que llevaba tiempo gestándose gracias al empuje de muchos hijos de la Ilustración. Entre ellos, desplazado injustamente por Lyell, está el barón Georges Léopold Chrétien Fréderic Dagobert Cuvier, creador del catastrofismo: la idea de que la faz de la Tierra ha sido transformada una y otra vez por grandes eventos destructivos que en un suspiro dan forma a montañas, cierran mares y pliegan la tierra sobre sí misma. Cuvier también era un talentoso anatomista comparado, padre de la paleontología de vertebrados, que defendió el hecho de que las especies se extinguen, una postura directamente apóstata en círculos científicos y legos que no concebían que un dios se tomara la molestia de hacer a los seres vivos para luego permitir que cambiaran al buen tuntún, y menos aún que desaparecieran y dejaran incompleta la creación.
Pero las evidencias eran contundentes: la “gran cadena del ser” había sido interrumpida una y otra vez. Los restos de mamuts eran distintos a los de cualquier elefante vivo, y resultaba ridículo pensar que siguieran rondando la Tierra ocultos a la vista de todos. Había reptiles, vertebrados, insectos y plantas diferentes a cualquier cosa conocida. Independientemente de cuál fuera el mecanismo —una inundación colosal, una lenta rendición ante una especie mejor adaptada o incluso la transformación de una especie en otra—, estaba claro que las especies podían aparecer y desaparecer: extinguirse. Hoy ni los literalistas bíblicos dudan que las especies se esfuman. Y lo hacen ante nuestros ojos: en la Ciudad de México ya no abundan las catarinas, las avenidas migratorias de las mariposa monarca están tan fragmentadas que tal vez sean irrecuperables, y el oso polar y la vaquita marina tienen las horas contadas, por no hablar de innumerables especies de insectos, plantas, aves, hongos, musgos, líquenes, gusanos, microorganismos y otras formas de vida que podríamos nunca llegar a conocer. Aunque lo lamentemos, la desaparición de especies es la norma; a la tasa normal de extinción —provocada por muchas razones distintas, según el tipo de ser vivo (las plantas desaparecen a su manera, los invertebrados a la suya)— se superponen extinciones masivas y megaextinciones, que arrasan con más de 75% de las especies del planeta. La más famosa es la del Cretácico-Paleógeno, que acabó con los dinosaurios y permitió que, como ocurre cada vez, actores distintos ocuparan los mismos escenarios para representar una obra diferente. Pero aquella contra la cual se miden todas las demás es el evento de extinción del Pérmico-Triásico, llamado de cariño La Gran Mortandad. En ella desaparecieron 96% de las criaturas marinas (incluidos los últimos trilobites) y 70% de las terrestres, y no estamos seguros de cuáles fueron sus causas. Lo cierto es que tampoco entendemos qué provocó las demás: la del Ordovícico-Silúrico, la de finales del Devónico y la del Triásico-Jurásico y decenas de extinciones menores. No parecen estar vinculadas por razones concretas ni tener ritmos discernibles, aunque abunden las hipótesis. Lo que sí sabemos es que después de cada una la vida tardó cientos de millones de años en recuperar su vieja diversidad, y aunque se ocuparan los mismos nichos —los mismos papeles: el bufón, el tirano, el tacaño—, el elenco no podía reponerse. Ninguna especie ha vuelto de la extinción. Nuestra ignorancia no se debe únicamente a los océanos de tiempo que nos separan de esos procesos, o a la falta de pistas conservadas en el registro fósil. Es muy, muy probable que en nuestra propia era, el Holoceno, que inauguramos según algunos tan pronto como nuestra especie aprendió a escribir, estemos siendo testigos de la sexta gran extinción y que aún no sepamos exactamente cómo verla y cómo medirla. ¿Suena improbable? Uno intuye que no habría más que salir a buscar una especie conocida, o medir la diversidad de seres vivos de un área particular, o documentar los avistamientos de uno u otro bicho en un hábitat cualquiera para comprobar si en efecto está ocurriendo bajo nuestras narices un evento de proporciones catastróficas. Pero piensen en el corolario a Dobzhansky. Se calcula que existen unos 8.7 millones de especies. No conocemos 86% de las especies terrestres ni 91% por ciento de las marinas, y no podemos notar la desaparición de lo que no conocemos. Los métodos indirectos para medir la biodiversidad son poco confiables y cambian según hablemos de los trópicos, las latitudes templadas, los hábitats oceánicos… Y, por supuesto, es más fácil deducir que una especie existe que determinar que ha desaparecido. El reverendo William Paley usó un reloj como analogía del papel de la divinidad en el diseño de las especies, pero el mundo natural parece haber sido concebido por un inventor de máquinas de Rube Goldberg. Unos genes inhiben a otros que promueven la síntesis de proteínas. Unas hormonas prenden, apagan o aceleran otras hormonas que inciden en un órgano que produce otras hormonas que terminan por afectar otra región del cuerpo. Si en efecto estuviéramos diseñados “inteligentemente”, las cosas serían mucho más eficientes. Un gen haría una proteína que tendría una función. Las hormonas se producirían donde se necesitan. Hasta la extinción sería sencilla: no haría falta más que un instante de ira divina para que cayeran fulminadas las especies a las que les hubiera llegado la hora. Nada de lentos declives o endogamia o desplazamiento de especies por otras mejor adaptadas. Uno también se imaginaría que el cambio climático —en el que muchos de los últimos escépticos comenzaron a creer este año tras el rosario de huracanes que azotó las costas del Atlántico— sería el equivalente ya no divino, sino antropogénico de esta fulminación. Todas las especies tienen una tolerancia fisiológica a los cambios de temperatura. En los seres humanos, por ejemplo, este límite es una temperatura de bulbo húmedo de 35 °C; esta medida relaciona la temperatura medida directamente (de “bulbo seco”) con la humedad; ambas variables determinan la capacidad de una masa de líquido (básicamente, nosotros) para enfriarse mediante evaporación. Si la temperatura exterior se acerca a nuestra temperatura interna y la humedad es muy alta, el enfriamiento cesa, y si dura demasiado básicamente nos cocinamos vivos. En los lugares secos la temperatura puede ser mucho más alta, pero la humedad más baja sin que corramos peligro, y ocurre lo contrario en zonas tropicales; por ello todavía se puede vivir en todas las zonas del planeta, aunque están bien documentadas las muertes ocasionales de humanos y animales por el calor.
La forma más sencilla de morir a causa del cambio climático es precisamente ésta. Si fuese el único mecanismo en acción sería relativamente fácil predecir qué especies van a extinguirse en los lugares en los que la temperatura de bulbo húmedo rebasa ciertos límites; sería cosa de determinar cuál es la habilidad termorreguladora de una especie y medir la temperatura de cada lugar conforme los promedios anuales suben hasta los 4, 6, 10 grados, quién sabe. Pero no.
Para empezar, lo que sea que le ocurra a las especies a raíz del calentamiento global, sucederá en un contexto en el que los humanos ya incursionamos a la mala en ecosistemas y ciclos vitales que no empezamos ni a entender: fragmentamos ecosistemas, desmontamos bosques, contaminamos ríos, agotamos pesquerías, eliminamos plagas, modificamos especies.
A esto hay que sumar los factores físicos que acarrea el cambio climático. El primero es el impacto directo de la temperatura sobre organismos particulares. Otro efecto fisiológico de las altas temperaturas es que eleva las exigencias metabólicas: se invierte más energía en enfriarse; si se llega al grado de que ésta no pueda recuperarse por medio del alimento, el organismo muere, literalmente, de hambre.
Hay muchos factores físicos como éstos: si la temperatura en la superficie de un desierto o de una pradera se eleva demasiado o dura más tiempo del normal se cierra para algunas especies la ventana de tiempo en la que se alimentan o se reproducen, como ocurre con los lagartos espinosos. El aumento en las precipitaciones y las inundaciones desplaza y aniquila a poblaciones enteras de habitantes de aguas dulces y de insectos y anfibios que ponen sus huevos en las riberas, y demasiada humedad impide que algunos árboles entren en temporadas de producción intensiva de semillas. Las tormentas, los incendios, las sequías, el aumento del nivel del mar (que puede eliminar hábitats costeros y salinizar las aguas dulces), las bajas temperaturas —también consecuencia del cambio climático— y los fuertes vientos son los efectos abióticos que causan sus peores efectos en los productores primarios que introducen la energía a los ecosistemas y que nos alimentan en forma directa o indirecta a todos los demás.
Pero es aún peor. Muchos científicos creen que los principales motores de la extinción producida por el cambio climático son los factores bióticos, es decir, los que afectan las relaciones entre seres vivos y que van multiplicándose a lo largo de las cadenas tróficas en una cascada de efectos con retroalimentaciones positivas tan variadas y complejas que son difíciles de imaginar y que pueden ser demasiado fugaces o extendidas, pequeñas o sutiles, como para que las detectemos a tiempo.
Un ejemplo bien conocido es la extinción masiva de ranas, infectadas por el hongo de agua dulce Batrachochytrium dendrobatidis. Este parásito, que parece sentirse a gusto a temperaturas más altas, ataca a individuos que ya tienen sistemas inmunitarios deprimidos por cambios catastróficos en su hábitat y produce, entre otros efectos, uno casi perverso: reduce la resistencia térmica del huésped unos brutales 4 °C. Es una forma muy retorcida y paradójica de morir de calor, pero está lejos de ser una excepción. Otras son la pérdida de especies polinizadoras y de flores que necesitan ser polinizadas, los impactos negativos en especies benéficas (por ejemplo, las presas de los depredadores, los hospederos de los parásitos o los microhábitats de los microhabitantes) e impactos positivos en especies dañinas (como ratas y gatos en islas con especies endémicas desacostumbradas a insultos climáticos, o parásitos y depredadores que obtienen una ventaja que los hace proliferar y puede llevarlos a la ruina también a ellos). Como tantas otras veces, el efecto de esos parásitos puede ser bueno o malo dependiendo de una panoplia de factores; algunos fortalecen el sistema inmunitario de sus huéspedes sanos o los protegen contra parásitos peores que podrían sacar partido del cambio de condiciones. Algunos de ellos viajan en vectores (como los mosquitos que transmiten el dengue) que alcanzan mayores altitudes conforme las temporadas de calor se hacen más intensas y largas.
Los efectos bióticos son inherentemente difíciles de estudiar. Por ejemplo, ¿cómo cuantificar los desfases entre especies que dependen unas de otras para sobrevivir pero que responden para emerger, florecer, alimentarse o reproducirse a distintos tipos de pistas: unas señales de temperatura, otras horas de luz? ¿Cómo seguir la pista de los miles de especies que migran hacia el norte y hacia el sur a un ritmo de unos seis kilómetros por década? ¿Y cómo hacer lo mismo para los cientos de especies con las que interactúan y de las que dependen, algunas de las cuales —pero no todas— son capaces de viajar y adaptarse a la misma velocidad? O, por el contrario, ¿cómo ver el efecto de las que tienen la capacidad de permanecer en su sitio? Los mejillones de California, por ejemplo, no han podido viajar hacia zonas más frías porque allí los espera un depredador, una estrella de mar, que tiene una tolerancia más alta al cambio de la temperatura de agua.
Aún no sabemos con cuánta frecuencia ocurre cada uno de estos efectos, cómo se engarzan unos con otros, qué pasa en los hábitats menos conocidos (como las profundidades del mar, de las que sabemos menos que de las galaxias lejanas). Pero sí sabemos, por ejemplo, que las especies tropicales son más susceptibles que las de otras latitudes, y que en los trópicos es donde se encuentra la mayor diversidad de seres vivos del planeta. Puesto que es muy poco probable que alcancemos la meta de quedarnos en los 2 °C del Acuerdo de París, esa biodiversidad nos vendría particularmente bien cuando los entornos humanos comiencen a encogerse debido al avance del mar, por un lado, y a zonas de calor intolerable, por otro, y necesitemos especies tolerantes a distintas plagas, acideces, salinidades, temperaturas y terrenos pobres en nutrientes.
Y como sabemos tan poco —sobre los mecanismos bióticos y abióticos, sobre el grado de calentamiento al que llegaremos y cuánto tardaremos en hacerlo—, los cálculos sobre la magnitud de la catástrofe varían salvajemente. Hay quien pronostica una extinción de 8% en el futuro inmediato; otros calculan que para 2050 perderemos hasta 37% de las especies. Si el calentamiento sigue su curso durante siglos o miles de años es fácil imaginar una extinción que cruce el umbral que define los eventos de megaextinción: 75% de las especies. Posiblemente lleguemos allí mucho antes, dado lo estrechamente que están anudados los tapices ecológicos y la multiplicación de las retroalimentaciones positivas que apenas empezamos a sospechar.
Resulta inquietante pensar que hemos estado mirando hacia la dirección equivocada: básicamente estudiamos vertebrados, pero no comensalistas, mutualistas y parásitos que resultan fundamentales en las interacciones entre seres vivos. No estamos seguros de qué ocurra en los océanos, sujetos a sus propias causas de estrés (cambios de composición, oxígeno, pH, temperatura). Estudiamos especies enteras, pero tendríamos que prestarle atención a las poblaciones, las unidades relevantes para que funcionen los sistemas ecológicos. Hay problemas a puños, unos metodológicos, otros históricos, otros de financiamiento, escala e intención.
La pérdida de diversidad no sólo pone en entredicho nuestra capacidad de vivir en el planeta al trastornar la polinización de las cosechas, la purificación del agua o la vida de los seres que pueden ayudarnos a solucionar los peligros que los amenazan a ellos y a nosotros; la extinción también es nuestra deuda moral más grande. Hasta donde sabemos, la vida es una rareza en el universo, y con cada especie que desaparece se agota una forma de organización de la materia que no puede repetirse ni recuperarse, pero sí estudiarse y entenderse para tal vez evitar y revertir su pérdida. Nada tiene sentido en biología si no estamos dispuestos a hacer nuestra parte.
Imagen de portada: Mateo Pizarro, Animal Machine Cyborg Turtle, 2016.