El que no sabe es un imbécil. El que sabe y calla es un criminal Bertolt Brecht
Me gustaba mucho pasar tiempo con papá. Sobre todo cuando me enseñaba a jugar ajedrez. Ese momento se tornaba especial, no sólo porque el ajedrez representaba para él la explicación de la vida misma, sino también porque esas grandes partidas de ajedrez se convertían en enseñanzas interminables y en grandes conversaciones, de las cuales siempre salía a relucir su bella risa. Eran pocas las veces que papá sonreía. Pero cuando lo hacía, era a carcajadas. Aunque sus ojos tristes permanecían todo el tiempo. Era un poco extraño. Mi padre podía estar sonriendo, pero la tristeza de su mirada no se iba del todo. Un día le pregunté a mamá: —¿Por qué mi papá siempre está triste? Ella me respondió que no era tristeza. Que era cansancio y preocupación. Yo no le creí. Pero tampoco me atrevía a preguntárselo a papá. Me imponía mucho respeto. Papá era muy hermético en sus sentimientos y cuestiones personales. Sentía que, si decidía preguntarle, lo tomaría como una intromisión desagradable de mi parte, y no estaba dispuesta a ocasionar esa sensación. Una noche escuché cómo mamá lo despertó de una pesadilla. —¿Qué soñabas? —le preguntó mi mamá y mi papá dijo: —Con las metralletas del 2 de octubre… La mañana siguiente, ya que él se había ido a trabajar, le pregunté a mamá qué le había pasado a mi papá el 2 de octubre, ¿por qué tenía pesadillas con esa fecha? Recuerdo que apenas terminaba la primaria y nunca antes había escuchado algo al respecto. —Es algo que tu papá te va a contar ya que estés más grande. Pero ese día tu papá vio muchas cosas feas. Por eso tiene pesadillas. Para mí fue el momento más misterioso de mi vida. Lo que más me dolía era saber que mi papá había visto muchas cosas feas. Se me venían a la mente sus ojos tristes y me sentí tan mal que ese día lo esperé despierta hasta altas horas de la noche, que llegaba de trabajar. Cuando llegó, lo miré de manera distinta, quería saberlo todo, quería que me lo contara todo y decirle que no se preocupara ni tuviera miedo, que yo siempre lo iba a cuidar. Lo miré, callé, y ese día, al darle el beso de las buenas noches, de manera un poco retraída besé por primera vez sus ojos tristes. Y cada 2 de octubre que pasaba traté siempre de ser más amorosa con él. El misterio que envolvía a mi padre me fue revelado por partes. Cuando estudiaba la secundaria me enteré de que papá había formado parte de un gran movimiento estudiantil en el año de 1968; para ese entonces, él estudiaba en la Escuela Superior de Economía del Politécnico y se convirtió en líder de dicha escuela y movimiento. Lo supe porque mamá me lo contó. Sin embargo, fue hasta que comencé el bachillerato cuando me enteré de todo. Y no fue porque papá haya querido contármelo por su propia voluntad, sino que yo le tuve que sacar la información usando el recurso de una tarea por parte de la escuela acerca del movimiento estudiantil en México de 1968. Después de conocer su testimonio comprendí el porqué de esos ojos tristes y también entendí que mi padre estaba esperando el momento idóneo y especial para platicar conmigo sobre el 68, sin saber que su tiempo, lo tenía contado. Había llegado el momento de la verdad. Mi padre encendió un cigarrillo y me dijo: —¿Qué me quieres preguntar? Yo comencé con el bombardeo de preguntas, pues estaba muy ansiosa por escucharlo: —Quiero que me hables del 68. ¿Qué era lo que pensabas en aquel tiempo? ¿Cuáles eran tus ideales? Ésas fueron las primeras preguntas que saltaron a mi mente. Mi padre no tardó en responder: Quería cambiar el régimen antidemocrático y autoritario del gobierno de Díaz Ordaz. El socialismo y la posible revolución socialista en México eran los principales ideales ya que muy cerca estaba la experiencia triunfante de la revolución cubana. Figuras como Ho Chi Min, Mao Tse Tung, y Ernesto Che Guevara eran fuertes influencias para todos los que participamos en el movimiento. —Y ¿qué es lo que más recuerdas del movimiento? Varias cosas. El movimiento estudiantil tuvo muchas expresiones de júbilo en aquellas jornadas históricas en las que los estudiantes junto con la ciudadanía luchábamos palmo a palmo, cuadra por cuadra, por la democracia en este país. Recuerdo mucho, por ejemplo, la mañana del 23 de septiembre cuando el profesor que teníamos de marxismo estacionó su carro frente a la Escuela Superior de Economía y preguntó si había alguien del comité de lucha porque quería proporcionar una información importante. Entonces me acerqué a él y me dijo: Osuna, tengo información de lo más confidencial de que el ejército va a tomar las instalaciones del Casco de Santo Tomás hoy por la noche. Cuestión que así sucedió. Me dijo que él ya había cumplido con lo que consideraba su deber y que lo demás ya era nuestro problema. Esa información permitió organizar la defensa del Casco de Santo Tomás y tomar algunas medidas como el desalojo de las compañeras de las escuelas para protegerlas. La gran sorpresa fue cuando ellas se indignaron ante tal propuesta y decidieron permanecer con nosotros en la defensa de las escuelas. Ese hecho es inolvidable por el rol tan valiente que desempeñaron las mujeres ese día. —Y el día 2 de octubre, ¿qué pasó?… Mi padre, que se encontraba hasta ese momento animoso al responderme lo que le había preguntado cambió abruptamente al escuchar esa pregunta. Se levantó del sillón donde estaba sentado y lentamente se alejó de la sala para ir por otro cigarrillo. Se hizo un silencio. Un silencio largo que me permitió percibir su rostro apagado, su mirada triste que se remarcaba cada vez más al escuchar esa pregunta. Había tocado su herida. Había puesto el dedo en la llaga. Por unos segundos, me arrepentí de haberle hecho la pregunta, pero sabía que era necesario hacerla. Después de haber encendido su cigarrillo y de inhalarlo de manera fuerte, profunda, salieron sus palabras: —Éramos tres los comisionados para hablar esa tarde en nombre del Consejo Nacional de Huelga en el tercer piso del edificio Chihuahua: David Vega, Eduardo Valle y yo. Me encontraba en el centro de la tribuna cuando comenzaron los disparos, me di la vuelta y, dando la espalda a la plaza, vi que el tercer piso se había llenado de gente que, después supe, era del Batallón Olimpia. Eran jóvenes como nosotros. Algunos traían una fusca en la mano; otros cargaban metralleta. Todos traían un guante blanco. A unos pasos de donde estaba, David (Vega) forcejeaba por el micrófono con uno del Batallón Olimpia, al que se le salió un tiro. Los del batallón les dieron tres instrucciones: Todos a la pared, todos al suelo y al que alce la cabeza se lo lleva la chingada. Mientras tanto, un tipo alto, fornido, con gabardina, disparaba contra la multitud. Permanecí de pie durante segundos pegado al barandal del tercer piso. Pude ver cómo se formaba un remolino en la plaza, la gente se movía como una ola de mar. En ese momento, uno de los agentes me tumbó al piso. Literalmente me cayó encima. A todos los que estábamos en el tercer piso nos dividieron: a unos los subieron al cuarto piso y a otros nos bajaron al segundo. Yo fui de éstos últimos. Un tipo que estaba acostado con nosotros nos decía en qué turno debíamos arrastrarnos. A unos pasos de ahí, había otro tipo en cuclillas. Era el que mandaba. Todavía lo recuerdo: patilludo y orejón. Cuando tocó mi turno, el que estaba acostado le dijo a su jefe: Éste fue orador en el mitin. Entonces, me jalaron, me mentaron la madre. Ahí empezaron los chingadazos. Nunca antes mi padre se había abierto de esa manera conmigo. Nunca antes lo había visto revivir ese momento tan doloroso. Aún le dolía y yo contenía las lágrimas al escucharlo. Pero fue inútil. Traté de secarlas sigilosamente sin que papá se diera cuenta mientras él seguía contándome: —Había decidido ir armado al mitin. Nuestras escuelas eran ametralladas constantemente y había que tener con qué defenderse. Cuando estaba en el suelo, en lo único que pensaba era en cómo deshacerme de la pistola. El tipo patilludo me ordenó: —¡Ven acá! Me estaba apuntando con una pistola. Y entonces pensé que era prudente informarle que estaba armado. El tipo se descontroló. Empezó a catearme desesperadamente, hasta que me encontró el arma. Me pegó con la pistola en la boca, en el rostro, en la cabeza, una y otra vez, y empecé a sangrar. Recuerdo que estaba roto un tubo de agua del edificio, y con esa agua me enjuagaban la cara agarrándome de los cabellos para que me fotografiaran. Después de hacer sus fotos volvían a darme de cachazas y a repetir todo el proceso hasta que se aburrieron. Sólo sentía el flash de las cámaras fotográficas y escuchaba muchas risas de burla: ¡Llévatelo!, y a la primera pendejada, ¡chíngatelo! Fue lo último que escuché antes de que me bajaran al segundo piso. Padre, padre mío, qué fuerte, qué triste, qué doloroso fue escucharte. Qué impotencia, qué coraje. No supe qué decirte en ese momento, papá. No sabía cómo consolarte. Cuánta humillación, cuánta tristeza, cuántos sueños rotos, cuántas palabras ahogadas, cuántas lágrimas derramadas, cuántas noches sin fin. Mi corazón ya no quería escuchar más, pero era imposible no hacerlo cuando mis oídos seguían atentos a tus palabras: —En el segundo piso me quitaron el cinturón y, a diferencia de otros estudiantes, me amarraron las manos hacia atrás. La ropa que traía puesta fue cediendo a los jalones que me dieron y sólo permanecieron en su lugar mis calzones mojados, mientras que mi chamarra y mi camiseta quedaron colgadas de los antebrazos, atoradas en la atadura de las manos. Después me trasladaron al campo militar núm. 1, donde permanecí hasta mi reclusión en Lecumberri, de donde salí tres años después. Tenía ya el testimonio de papá. Se había desvanecido su misterio y me quedaba con la verdad que se sentía como un golpe entre el corazón y el pecho. Era una sensación que había escuchado, a veces, se me venía a la memoria la parte en la que me dijo lo que no me gustaba sentir, y buena parte de mí trató de bloquearla. Después de haberlo detenido, lo golpeaban a cachazas y le lavaban la cara. Me hacía mis propias imágenes tratando de imaginar cómo habrá sido ese momento sin pensar nunca que, en un futuro, esas imágenes quedarían al descubierto. Fue un par de años después, en el 2001, cuando habían crecido las esperanzas con el gobierno del “cambio” foxista, el cual se había comprometido en resolver y dar justicia a los crímenes de lesa humanidad del pasado, y a castigar a los culpables. Entre ellos surgía el nombre de Luis Echeverría Álvarez, el secretario de Gobernación de aquel entonces y figura responsable, principal, de aquel fatídico 2 de octubre: el día del gran genocidio cometido por el Estado mexicano. Sin saber, mi padre recibió una llamada de un amigo que le preguntaba: —¿Ya viste la portada de la revista Proceso? ¡Allí apareces! Y efectivamente, así fue. La revista Proceso número 1310 mostraba la imagen de la represión brutal de aquel 2 de octubre contra un joven golpeado, humillado y con los brazos arremangados como si se los hubieran cortado. Era la misma imagen que dos años antes mi padre me había comentado en su testimonio. Él no sabía cómo hablarnos de esa imagen, trataba de esconderla, como si le diera vergüenza. Y no por el movimiento sino por lo desgarrador que era ver su rostro en manos de la represión más miserable y vil. ¡Qué sensibilidad la de mi padre! ¡Sentir vergüenza ajena de su propia represión! Era absurdo tratar de ocultarla, cuando esa imagen ya estaba entonces en circulación nacional. De la noche a la mañana mi padre se convirtió en una figura pública. Los teléfonos en casa no dejaban de sonar. Todo mundo quería saber quién era el hombre de la portada. A qué se dedicaba. Por qué no tenía un puesto político. Las respuestas eran obvias para quienes lo conocían: Florencio López Osuna, era profesor de economía del Politécnico, su alma mater, la escuela que lo nombró consejero ante el CNH, y de la que nunca se separó para dejar su legado. No tenía puesto político porque sus creencias, sus ideales, no encajaban en la partidocracia. Pocos lo entendían, pero no dudaban de su certeza y precisión al hablar. Certero y preciso como un buen jugador de ajedrez. Como esas grandes partidas de ajedrez que me habías enseñado. Como ese ajedrez que estaba intacto e inmóvil a las 11:30 de la noche del 20 de diciembre de 2001, cuando me di cuenta que era ya tarde y no habías llegado. —¡Algo le pasó a mi papá! Fue lo último que alcancé escuchar de mi hermano, después de salir corriendo hacia la entrada de mi casa donde ya esperaban dos policías: —Necesitamos que vayan a identificar el cuerpo de Florencio López Osuna. En ese momento mi alma se quebró y mi corazón gritó profundamente. ¡Once días! Sólo bastaron once días después de haber salido en la portada de la revista Proceso para que te marcharas por siempre. Y sólo bastaron unas cuantas horas para descubrir que te habían asesinado. Fue terrible haber recogido las pistas de tu muerte. El saber que días antes de tu partida te habían hecho una llamada amenazándote en ir contra tus hijos “si no le bajabas de huevos”. El descubrir que minutos después de haber dejado tu cuerpo inerte en ese cuarto de hotel donde te asesinaron, tus verdugos tomaban una taza caliente de café en el Sanborns que se halla frente a la sede del PRI. Una taza de café caliente pagada con tu tarjeta mientras tu frío cuerpo esperaba ser encontrado. El día de tu velorio, mis desérticos ojos ya no podían llorar más. Tenía el alma desgarrada, rota, y ellos, tus verdugos, compraban zapatos nuevos en el aeropuerto de la Ciudad de México. Después de haberte sepultado y que tu cuerpo regresó a la tierra, me enteré de que ese cuerpo tuyo había sido torturado. ¡Cuánta vileza y maldad! 33 años de aquel fatídico 2 de octubre tuvieron que pasar para recordar, a través de tu muerte, que los ideales que algún día dieron vida al movimiento estudiantil de 1968 siguen y seguirán siendo reprimidos. No importa el gobierno que se encuentre en turno mientras se juegue a la simulación de la justica y a la no impunidad. 33 años después, mi padre volvió a recobrar la esperanza por la justicia y le respondieron con la muerte. ¿Vale la pena seguir luchando? La respuesta es sí. Sí, totalmente. El testimonio y la muerte de mi padre cambió completamente la percepción de la vida política que tenía de México. Me ayudó a comprender que el movimiento estudiantil de 1968 transformó la realidad contemporánea de México con la poderosa crítica-práctica a todo el orden existente, al poner en crisis la legitimidad del poder y al desnudar los fundamentos del Estado moderno autoritario. Esa crítica-práctica, concisa y precisa, es la que caracterizó siempre a la generación de mi padre, la del 68. Una característica mostrada como un legado para las futuras generaciones y que no debemos perder. Las repercusiones que dejó la experiencia de vivir la muerte de mi padre de esa manera tan infame y abrupta fueron emocionalmente muy grandes, pero no lograron trastocar ni un ápice su espíritu combativo y sus ideales en mi persona. Su muerte representó un “estense quietos” no sólo para mí, sino para toda su generación, pero no lograron el efecto deseado porque ¡no nos vamos a estar quietos y no lo estaremos nunca! Estamos convencidos de que el cambio real para la sociedad mexicana es desde abajo y a la izquierda. El movimiento estudiantil de 1968 fue liquidado en términos prácticos con el genocidio, al igual que el deceso de mi padre con su muerte física. Pero el movimiento junto con Florencio López Osuna como el orador de ese 2 de octubre triunfó muchísimo antes de su liquidación porque se transformó toda la realidad política y contemporánea de México con una poderosa críticapráctica, concisa y precisa, como se debe de enfrentar los grandes desafíos de la vida y se deben de jugar las extraordinarias partidas de ajedrez. ¡Viva el movimiento estudiantil mexicano de 1968 y vivan todos aquellos que murieron temprana o tardíamente en pos de la transformación social, democrática y política de México!
Este texto fue el ganador de la categoría B (20 a 35 años) en el género “Testimonio” del concurso Tinta de la Memoria, lanzado con motivo de la conmemoración de los 50 años del movimiento estudiantil de 1968 por la Cátedra Extraordinaria de Fomento a la Lectura “José Emilio Pacheco”, en vinculación con la Dirección de Literatura, la Dirección de Teatro, Radio UNAM, TV UNAM y la Revista de la Universidad de México.
Imagen de portada: Edificio Chihuahua, en el conjunto habitacional Nonoalco-Tlatelolco.