¿Quién era Georges Perec antes de ser el escritor que conocemos? ¿Cómo llegó al lugar de referencia que ahora ocupa? La historia comienza en su adolescencia, cuando imaginaba convertirse en poeta o pintor. A los trece años (1949) fue enviado al Lycée Geoffroy-Saint-Hilaire, en Étampes, cincuenta kilómetros al sur de París. Ahí conoció al sociólogo y crítico Jean Duvignaud, quien fue su profesor de filosofía. En sus clases, le interesaban especialmente el teatro y literatura, estimuló a Perec de tal forma que el adolescente llegó a pensar que él también podía escribir (sus primeros intentos fueron obras de teatro inconclusas). Durante el curso de Duvignaud (1953-54), a los diecisiete años, tomó la decisión de hacerlo: reconoció en sí mismo una energía latente, hasta entonces ignorada, y desde ese momento —y sin haber publicado nada todavía— se consideró, con gran seriedad, escritor. Perec comenzó a producir piezas breves y Duvignaud se convirtió en su mentor. Al año siguiente regresó a París como profesor de sociología en La Sorbona, e invitó a Perec —a manera de prueba, quizá— a escribir sus primeros artículos reseñando libros para la Nouvelle Revue Française. Le presentó a escritores de literatura importantes, pero sobre todo le permitió escribir: le hizo ver que lo único que necesitaba era la voluntad de hacerlo. Fue en esta época (1955-56) que Perec escribió su primera novela, Les errants. Al terminarla, ansioso por escuchar su opinión, la envió a Duvignaud, quien la rechazó apenas leerla: no puede enviarse a ninguna editorial, ni siquiera puede reescribirse —le dijo—; su importancia está en haberla escrito, pero no tiene ningún otro valor. Perec sintió entonces el peso del fracaso, intenso a los veinte años, y se comparó con los escritores que admiraba, sólo para darse cuenta de que no tenía sus cualidades. (Mucho después, en una conferencia en 1981, usaría esa novela para dar un ejemplo de cómo no escribir: nunca hacerlo sobre lo desconocido, sobre lo que está fuera del autor, sino sobre lo que ya existe en nosotros.) En una carta a Duvignaud en 1956 escribió:
Ya no sé donde estoy. Y nadie más podría saberlo. […] ¿Cómo alcanzaré el éxito? ¿Cómo recobraré la confianza? Flaubert también se sintió así a esta edad, pero entonces ya había escrito los primeros borradores de La educación sentimental. Yo sólo he escrito Les errants. No soy un genio, eso está claro.
En otras cartas de ese año leemos:
¿Dónde encontrar cada noche esperanza suficiente para tener ganas de vivir al día siguiente? […] La causa superficial: la soledad. La causa profunda: la impotencia. La causa primera: la falta de confianza. La causa oculta: la falta de ternura.
Al año siguiente Perec había ganado algo de perspectiva y empezaba a comprender los errores de la novela: después de una lectura más objetiva, se refirió a ella como ilegible. Aunque comenzaba a reconsiderar su decisión de “abdicar definitivamente”, la desilusión se hacía presente todo el tiempo: no sabía sobre qué escribir —ni siquiera estaba seguro de poder volver a hacerlo— y tampoco quería hablar sobre cualquier cosa; deseaba convertirse en un gran escritor o nada; quería escribir Guerra y paz, pero lo que tenía no se acercaba siquiera. Intuía que no podía volver a fallar de la misma manera, así que resolvió adoptar cierta distancia, provocar un cambio. Comenzó a tomar todo tipo de pequeños empleos, se deshizo de lo que había escrito hasta entonces y, con su pensión de huérfano, regresó a terapia tres veces por semana —aunque por lo demás era muy pobre, no tenía para libros ni cuadernos—. En 1957, con el ímpetu de los veintiún años, Perec escribió una segunda novela, El atentado de Sarajevo, pero antes de enviarla a Duvignaud quiso que la leyera un amigo yugoslavo, el erudito orientalista Vojin Čolak-Antić. La historia se repitió casi de la misma manera: la novela no funcionaba, la narrativa era ilógica y extraña, la voz y la estructura se sentían impostadas. Desesperado, la envió entonces a dos editoriales, Julliard y Seuil —a través de Duvignaud—. El rechazo fue contundente: se sentía su prisa; el texto no había terminado de madurar. El dictamen fue: una novela “fracasada” —aunque se abría la posibilidad de que pudiera funcionar con un trabajo importante de reescritura. Sin embargo, no llegó nunca a editarse—. (Décadas después, David Bellos, el biógrafo de Perec, diría que es una novela con muchos errores, sobre todo de estructura y trama, y pondría en duda su valor literario. Si se hubiese publicado, dice, el autor “lo habría lamentado” después). Pero el ejercicio fue bueno: estaba escrita con una confianza renovada. Georges no experimentó el trauma de la novela anterior; empezaba a comprender, acaso, que el literario es también un camino de práctica; que debería seguir intentando hasta encontrar su lugar auténtico, uno que sólo le correspondía a él, y que, una vez ahí, podría tener la libertad que quisiera. Además, pensaba, con ella había llegado a “personalidades eminentes del mundo literario y de la edición”, y de alguna forma eso ya tenía un valor para él. (Tendrían que pasar casi diez años para que el mundo viera la publicación de Las cosas, considerada la primera novela de Perec, y uno de los textos literarios que definen la segunda mitad del siglo veinte.) En 2016, treinta y cuatro años después de la muerte del autor, Seuil decide publicar El atentado de Sarajevo en su colección La Librairie du XXIe siècle. La editorial argentina El Cuenco de Plata, en su colección Extraterritorial, la publica en español al año siguiente. Claude Burgelin, especialista en Perec, dice en el prólogo que “la coherencia del conjunto es frágil […], un procedimiento narrativo bastante mal manejado”. Y finaliza:
En las múltiples ramas del árbol Perec, muchos lectores se han deleitado en trepar o anidar. He aquí una de las raíces. Se hunde lejos —y en sustratos que Perec no siguió removiendo después—. Pero se ve muy bien qué savia ha podido enviar hacia el ramaje que conocemos.
En la obra de este novelista reconocemos, en retrospectiva, un estilo más que una voz. Un estilo que sí fue suyo, resultado de un proceso largo de invención y de una forma única de ver el mundo. Mientras que la voz es algo que se tiene, el estilo es algo a lo que se podría llegar, una sumatoria de experiencias vividas, textos leídos, la intención de revelarse ante el mundo y, sobre todo, el efecto que esa revelación podría suscitar en un lector. (Stevenson: “Si carece de sabiduría y talento, el estilo es la cualidad en la que el aprendiz puede adiestrarse a voluntad”.) ¿Qué habría pasado si Duvignaud hubiera aceptado esos primeros manuscritos o alentado a Perec a publicarlos? ¿Si hubiera sido más un amigo que un mentor crítico? No hay manera de saberlo, pero comienza a aparecer la posibilidad de un Perec difuminado. Aunque, pensándolo bien, sí podemos imaginarlo: ¿qué pasaría si se publicaran todos los primeros manuscritos de los escritores contemporáneos? Libros en donde hubiéramos deseado el criterio de algún editor; libros con tramas, pero sin estilo propio, mucho menos voz. Lo vemos en El atentado de Sarajevo: Perec no está presente; lo que encontramos está más cerca de lo genérico que de lo individual: un escritor que ha escrito según sus anhelos y limitantes lectoras, no literarias. Así pues, tal vez el juicio crítico o el rechazo —por difícil que sea— tengan más sentido entonces: en los primeros días del escritor. El atentado de Sarajevo se publica hoy por otros motivos (académicos, comerciales, ¿lúdicos?), no porque la novela, con el tiempo, haya adquirido valores literarios. Al contrario: la lectura hoy, después de conocer la obra de Perec, sorprende aún más que cuando se escribió, no por sus deficiencias (novelas similares se leen), sino porque podemos imaginar una historia paralela en donde no existe el Perec que hoy conocemos —o existe, pero es un escritor menor, que no ha inventado nada, quizá relegado a papeles muy secundarios—. Quien haya leído Las cosas, por lo menos, habrá de temer estos escenarios, pues en la máquina del tiempo, ya se sabe, un cambio minúsculo en el pasado provoca alteraciones catastróficas en el futuro. Con los rechazos de los primeros libros, el autor fue migrando de lo construido, del mundo exterior, a lo sustraído, a un mundo más interior. Comenzó a observar, y a observarse, con la mirada crítica a la que el rechazo invita: se vio forzado a hacerlo. Así encontró las conexiones literarias que hasta ese momento no se le habían ocurrido a nadie de esa manera. ¿Llegó a ese lugar especial por sí solo? Probablemente sí. ¿Pero habría llegado ahí si Duvignaud y sus primeros lectores hubieran sido complacientes? Pienso que no. ¿Qué más podemos decir de la figura del mentor o editor sino esto? ¿A quién recurren los escritores cuando tienen la necesidad de esa figura? En una época de proliferación creativa exponencial, la crítica y el rechazo deberían ser también exponenciales: el rigor del rechazo puede sublimar las ideas.
Imagen de portada: Detalle de la pintura de Conrad Bakker, Les Choses, 2015