Exceso de personas y exceso de desierto. Al mediodía del domingo 21 de abril de 1996, se supo del hallazgo de otro cuerpo femenino. Esta vez en Lomas de Poleo —poco antes, se había corrido la versión del hallazgo de nuevos restos humanos en Lote Bravo, lo que resultó después una falsa alarma: se trataba de los huesos de un animal, dijo la policía. Bajo el sol de las dos de la tarde en el lomerío periférico de Juárez, se queman la aridez, la basura que resiste el viento y el silencio. Una denuncia de los vecinos —agrupados en torno de las bandas civiles de radiocomunicación— había atraído a los servicios forenses, la policía judicial y dos o tres periodistas. Lomas de Poleo es un asentamiento paupérrimo de Ciudad Juárez, se llega por un sendero paralelo a la línea fronteriza y su territorio consta de brechas que curvean la desolación y decora un mar de bolsas de plástico errátiles sobre los matorrales y el polvo aquí es blancuzco, allá rojizo. Ruedan al viento algunas yerbas esféricas —“saladillos”, “chemís”, “voladoras”, le nombran— y llega el aroma de la podredumbre en ráfagas. La gente habita casas construidas con desechos, trozos de madera, lámina de metal o asbesto, alguna puerta metálica. El alambre se vuelve un componente imprescindible, sirve para amarrar, sostener, deslindar, contener lo que se fuga siempre. Desde Lomas de Poleo se observan las construcciones sólidas, el verdor, la tecnología esplendente que rodea El Paso, Texas. Una vecina robusta, Martha Martínez, baja de un Ford Galaxie modelo 76 averiado y polvoso, muestra a quien quiera verlo algo en el fondo de una bolsa de plástico arrugadísima —como las miles que decoran el paisaje—: un mechón de cabellos teñidos y un dije con una piedra amarilla inserta en una correa de cuero. Teme que sean los indicios de otro cadáver. Entre los vecinos hay una verdadera fiebre por rastrear nuevos cuerpos, mientras las autoridades ostentan su desinterés. De día, los caminos de terracería de allá pertenecen a los pastores y algunos vecinos; el sitio reviste un peligro extremo: es dominio de bandas de jóvenes violentos a quienes les gusta balear los vehículos ajenos, de drogadictos y de “polleros”, esos contrabandistas de personas que aguardan el minuto oportuno y la ruta de paso a Estados Unidos. De cuando en cuando, se levantan en Lomas de Poleo fincas con alambradas y puertas de hierro. Son ranchos mínimos, donde algunas familias se disponen a comer al lado de sus autos y camionetas ruinosas. Conversan y miran, hostiles, a los extraños que por allí transitan. Los niños juegan, los perros ladran, corretean con ellos. A lo lejos, se observan las torres de los cables eléctricos de alta tensión, y de un sendero lateral surge un convoy policiaco, que abandona la zona sin haber localizado nada más que los restos de un “campamento de polleros”, determinan.
Ni siquiera se ocuparon los policías de recoger como evidencia —“¿Evidencia de qué, al fin?”, pregunta un vecino— unos pantalones de marca Guess cortados a la altura de la rodilla y un sarape de lana con motivos hípicos. De esos que hay en los mercados de artesanías de la Ciudad de México, de los que se usan en Aguascalientes, en Guanajuato, en Michoacán. La finísima arena al viento de Lomas de Poleo se traga las huellas. El silencio es avasallador. La sensación de inermidad se vuelve absoluta. El paso de cualquier persona se cancela en aquella tierra suelta que repele la memoria. Avidez ilímite y carencia absoluta se cruzan en Lomas de Poleo. Entre estos extremos debieron situarse las víctimas en la víspera de sucumbir.
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Al interpretar la violencia contra las mujeres en Ciudad Juárez, Israel Covarrubias González ha subrayado la importancia de un hecho: a los cuerpos de las víctimas de homicidio se los arroja en el espacio público. En su estudio Frontera y anonimato, Covarrubias González anota:
Los lugares donde ha sido posible la violencia están ubicados en zonas definidas —en términos espaciales— hacia el norte (poniente) de la ciudad y al sur (Lote Bravo). No obstante, los asesinatos han abarcado otras zonas geográficas.
E infiere:
La geografía norte-sur es pertenencia de la Policía, el Ejército o los traficantes de droga, sobre todo, cuando hablamos de territorios vastos. Cuando hablamos de territorios de una extensión relativa, la pertenencia es de las bandas, los traficantes de droga al menudeo —el llamado “tráfico hormiga”—, de armas y de autos. En el último aspecto, tendríamos que ponderar la relación entre lugar, pertenencia y grupos generadores de violencia.
Asimismo, el investigador distingue las percepciones simbólicas que se tienen del desierto respecto al hallazgo de las asesinadas: un espacio inhóspito, carente de agua, sujeto a temperaturas extremas, libérrimo y, desde luego, opuesto a la cultura, los valores civilizados y la identidad urbana. El desierto, arguye Covarrubias González, sería un espacio apropiable, al menos durante algún tiempo, por grupos generadores de violencia. A esta perspectiva habría que anteponer una circunstancia determinante: el espacio público en Ciudad Juárez tiene propietarios antes que poseedores temporales. Lomas de Poleo, por ejemplo, uno de los sitios donde han aparecido muchos cuerpos de mujeres asesinadas, es una de las colonias que constituyen el área de Anapra. Esta área engloba una superficie de cerca de 7 millones 190 mil metros cuadrados. Los registros del municipio revelan que este territorio es propiedad de cuatro dueños: Pedro Zaragoza Fuentes, Alfredo Urías, Oscar Cantú y la familia Lugo, tal como lo dio a conocer Diario de Juárez el 26 de mayo de 1999. El área resulta estratégica debido a la apertura del Boulevard Fronterizo, una obra de urbanización de cara al siglo XXI en el cruce internacional de San Jerónimo-Santa Teresa, en la frontera de Chihuahua con Nuevo México, al poniente de Ciudad Juárez. Esto indica que el uso, manejo y posesión del espacio público en cuanto a los homicidios de mujeres en Ciudad Juárez está inscrito no solo en el arbitrio de grupos que ejercen la violencia ilegal, sino en la estrategia de dominio territorial de esta frontera. En otras palabras, el origen y el crecimiento del capital, el desarrollo urbano, las empresas constructoras, las especulaciones inmobiliarias y la industria maquiladora. Y las fortunas históricas de un puñado de familias en los grandes negocios de los centros nocturnos, el control de la venta de cerveza, licor y refrescos, los servicios de infraestructura básica, como las distribuidoras de gas natural. O los medios de comunicación. Lo anterior parece asociarse al esquema de urbanismo de Los Ángeles, California, que cuestiona Mike Davis en City of Quartz: una suerte de “ecología del mal” a cargo de inversionistas que despejan, nivelan y pavimentan el terreno, se ocupan apenas del agua, construyen algunos valladares y conectan el “producto”. Tales inversionistas terminan por ver al “desierto solo como otra abstracción de dos signos: el dinero y la basura entrelazados”.
Una muchacha para nunca jamás
Era el 14 de agosto de 1995 y, como todas las madrugadas, se dirigía a su trabajo en la maquiladora Procon. De nombre Elizabeth Castro García y 17 años de edad, la joven dejaba el domicilio familiar de la calle de Bronce número 1829. Al terminar su turno laboral a las tres y media de la tarde, se dirigía a la escuela ITEC, de Lerdo esquina con Mejía, a la que entraba a las cinco. Estudiaba computación. A las siete de la noche de aquel lunes 14, salió del plantel con una amiga, María Angélica Contreras, que la acompañó algunas calles. En un crucero céntrico se perdió su rastro. De inmediato, su familia elaboró volantes que decían “¡SE BUSCA! Elizabeth Castro García desapareció el día 14 de agosto a las 7.00 de la tarde en las calles Vicente Guerrero y Juárez. Vestía una playera blanca. Cualquier información comunicarse al teléfono 15-70-26”. Dominaba el volante el rostro de Elizabeth, que mira de frente a la cámara fotográfica. Un par de transeúntes la vio caminar al lado de un hombre moreno, alto, que cargaba una maleta negra. Dos semanas atrás, su hermana Patricia la había visto cuando descendió de un auto negro con vidrios polarizados —como usan muchos vehículos en Ciudad Juárez—. De acuerdo con su hermana Eunice, Elizabeth había tenido tres novios, Daniel “N”, Nicolás Herrera y Jorge Zamora. Al parecer, un conductor de autobús la pretendía también. Durante los días siguientes, la familia recibió llamadas extrañas: al descolgar, solo se escuchaba alguna canción ranchera de Vicente Fernández, o de Selena, la entonces recién asesinada cantante de música “tex-mex”: ¿Bidi, bidi, bom, bom?… En aquellos días, Francisco Molina Ruiz era el procurador de Justicia en el estado de Chihuahua, y Javier Benavides comandante de la policía judicial. Herán Rivera estaba al frente del área de Averiguaciones Previas y Jorge López Molinar encabezaba la Subprocuraduría de la Zona Norte. Francisco Minjárez era titular del Grupo de Investigaciones Especiales y Antonio Navarrete era agente judicial en Ciudad Juárez. Un grupo de funcionarios y policías cuya presencia será recurrente en el futuro respecto de los homicidios contra las mujeres en Ciudad Juárez. La mañana del 15 de agosto de 1995, Eunice Castro García compareció, en compañía de dos testigos, Gloria Pérez y Susana Montes Pérez, ante el Ministerio Público para denunciar la desaparición de su hermana Elizabeth: —Tenemos temor fundado de que algo grave le haya ocurrido a mi hermana —decía—, porque preguntamos en su trabajo si había ido a laborar, y nos manifestaron que no. El agente del Ministerio Público a cargo de recibir la denuncia le preguntó la media filiación de Elizabeth. Eunice, de 25 años, respondió: —Tez blanca, complexión delgada, de 1.75 metros de estatura, usa cabello largo, viste regular, de 17 años aproximadamente… —¿Dónde podría estar? —Ignoro dónde pueda ser localizada —respondió.
Luego de los asientos legales del caso, quedó registrada la denuncia por el “delito de desaparición de una persona”, y se turnó el mismo día al Grupo de Investigaciones Especiales. Tomaron la indagatoria los agentes judiciales Francisco Javier Cervantes Torres y Jonathan Tovar López, y se trasladaron al domicilio de la desaparecida, en la Colonia Juárez. La familia reiteró la circunstancia de su desaparición y detalló la ropa que vestía la muchacha: un pantalón vaquero color verde, blusa blanca, zapatos negros tipo “bombita”, calcetas blancas con franjas. También repitió los datos fisionómicos que constaban en actas y que Sandra Landeros y “Yadira” eran amigas suyas. Al día siguiente, se instauró la averiguación previa 0301/15852/95 ante el jefe de la oficina, Hernán Rivera. En aquella fecha, los agentes asignados ya daban parte de un “homicidio”, cuando no se disponía aún de un cuerpo. El día 16, los policías fueron de nuevo al domicilio de Elizabeth y se entrevistaron con su madre, Irma Mari García Díaz, que acababa de llegar de Bañón, municipio de Villa de Coss, en Zacatecas, porque le notificaron la desaparición de su hija. Desde un par de meses atrás no veía a Liz, como la llamaban en casa a la muchacha. Añadió que la camiseta de su hija decía “California” y que tenía el cabello largo casi hasta la cintura y de color castaño obscuro. Sus ojos eran café oscuros y grandes, el rostro alargado, la nariz afilada, la boca regular, los labios gruesos. La madre había notado a Liz muy triste, pero no le comentó nada al respecto. La muchacha siempre quería acompañarla a todas partes, pero ahora se había mostrado renuente. La última vez que estuvo con ella le dijo: —Mamá, fíjese que en la zapatería 3 Hermanos de la calle Velarde, en donde compré unos zapatos, allí desapareció una muchacha el otro día… El 11 de julio de 1995 había desaparecido Silvia Elena Rivera Morales. A principios de septiembre de aquel año, se descubrió su cuerpo en Lote Bravo. Además de estudiar, trabajaba en la zapatería 3 Hermanos. Liliana Holguín, cuyo cuerpo se hallaría en el año 2000 en Cerro Bola, fue vista también en la zapatería 3 Hermanos por última vez. Los policías solicitaron que la madre de Elizabeth declarara ante el Ministerio Público. Irma Mari García Diaz, de 47 años, casada y dedicada al hogar, madre de dos hijas más, Eunice y Patricia, ratificó su testimonio. Asimismo, puso en manos de los policías algunas fotografías de su hija. En una de ellas, Liz está abrazada con un amigo en un parque de Juárez. Se la ve confiada, deseosa de protección. Cada vez que posa, Elizabeth repite el gesto de apego. Al ampliar su testimonio, Eunice especificaba al agente del Ministerio Público por qué estaba tan segura de la ropa que llevaba su hermana: —Me fijé en estas prendas de vestir porque la noche anterior ella estaba arreglando la ropa que se iba a poner, y me di cuenta cuando planchaba su ropa. —¿Y su ropa interior? —De su ropa interior no me di cuenta cuál se puso, pero yo conozco toda su ropa interior, solo que no he revisado cuál es la que falta. También comentó que los viernes Elizabeth se iba a comer con sus amigas, y que no le conocía novio ni planes de casarse o de viajar. A pesar de tener pasaporte local, viajaba poco a El Paso, Texas. La familia vivió en zozobra durante algunos días. Preguntaban los amigos, las amigas: —¿Qué noticias hay? —Ninguna. —¿Nada? —Nada todavía… El 19 de agosto, la policía halló un cuerpo femenino, entre arbustos y basura, en el kilómetro 5 de la carretera a Casas Grandes, en Granjas Santa Elena. Un terreno semidesértico, de escasa vegetación.
Selección de Huesos en el desierto, Anagrama, Barcelona, 2002.
Imagen de portada: ©Maya Goded, de la serie Desaparecidas, Ciudad Juárez, 2004. Cortesía de la artista