Tengo poca experiencia con la tos seca— síntoma de covid-19— porque mi sinusitis crónica suele arrojarme a los terrenos del goteo retronasal, de la flema, de la tos —dirían mis padres médicos— productiva. Así era, me acuerdo, la tos de mi tío materno en sus últimos días, la tos que mantenía alerta a mi abuela, temerosa de que su hijo de 47 años tuviera una rara versión, retroactiva, de la muerte de cuna. Mi tío murió el verano de 2019, después de casi dos años en cama sin moverse ni hablar, y luego de tres cirugías cerebrales: la primera y la tercera, por un tumor; la segunda, por un sangrado brutal bajo el cráneo. Tos productiva en un cuerpo inmóvil. Lo viscoso se le aglutinaba en la garganta y su madre, que nunca ha dejado de criar y cuidar, extraía las flemas de su bebé grotesco con una perilla de goma cuya figura se asemeja —me entero en una googleada rápida— a la que adquiere el ventrículo izquierdo del corazón en lo que suele llamarse “síndrome del corazón roto” o “miocardiopatía de takotsubo”, en alusión a las trampas japonesas para pulpos que tienen —también lo googleé— una forma parecida a la pera de succión. Quien lo vive siente dolor en el pecho, como si estuviera cerca de un infarto, y —otro síntoma de covid-19— dificultad para respirar. Mi experiencia con esta sensación es también escasa si la comparo con la de mi abuela, que la ha tenido por lo menos tres veces en sendos duelos: cuando de joven supo que el cadáver de su hermano menor —hinchado y azuloso— había aparecido en la costa tras varios días a la deriva dentro del agua, cuando enviudó a los 57 años y cuando recién deshijada se retorció de pena mientras lloraba quedito, con la boca abierta, y la respiración se le iba en violentos estertores: transida se tocaba el pecho para contener el grito y se sobaba con fuerza el lado izquierdo, a la altura del corazón. Me acuerdo de ellos, del que murió y de la que quedó viva, durante este encierro en el que me he mantenido —como la tos cuando me da— productivo. Vivo en la Ciudad de México, pero mi perra Kashtanka y yo llegamos en abril a Xalapa, mi ciudad natal, para pasar aquí la cuarentena. En la casa de mis padres y mi hermana, mi celular no recibe la señal de AT&T. Eso y la autoexplotación —fruto, desde luego, de la precariedad laboral que atraviesa a los trabajadores de cultura, muchos de los cuales debemos cazar las chambas que se dejen— me han tenido algo incomunicado con mi abuela, pero la evoco todo el tiempo. ¿Qué sería de ella ahora si mi tío siguiera vivo? ¿Qué, con ese fardo que él siempre significó? Mi abuela entraba al mundo apenas amanecía, cuando el olor a pañal sucio empezaba a encender su casa. El cuerpo de su hijo ponía en marcha aquel orden doméstico y la vida, afuera, transcurría mientras él miraba el techo. Si el encierro de meses en casa nos ha trastornado a todos, ¿cómo habrá sido para él estar encerrado dentro de sí, sin hablar, durante tanto tiempo? Mi abuela, dije, nunca ha dejado de criar y cuidar: sigue haciéndolo. Hace un año llegó a vivir a su patio una gallina ponedora. Así nomás: apareció de la nada. ¿Será que un vecino se dedique a la avicultura? Aunque se trata de una zona céntrica y totalmente urbanizada de Xalapa, ésa es la explicación más probable. El hecho, en fin, es que nadie sabe de dónde se fugó la gallina. Aunque por entonces mi tío postrado seguía vivo, mi abuela se echó al hombro el cuidado de alguien más: la Totis, como le puso a la escapista. Era eso —adoptarla— o dársela a otro para que la matara o la explotara. No es la mascota más interactiva ni la más inteligente de todas, pero cuenta con un valor agregado: pone un huevo casi todos los días. En esta cuarentena es su única compañera, el único ser vivo con el que no guarda sana distancia. Se entretiene con la estupidez y la glotonería de la Totis que anda a sus anchas en el patio y, aunque se abruma con el cagadero que el ave deja donde le da la gana, su presencia la motiva, la vincula con la vida. Porque ahora, encerrada y sola, mi abuela resiente el eco de sus propios pasos en su amplia casa vacía —la misma donde llegó a vivir en los setenta, donde en otro tiempo bulleron las voces de sus hijos mientras crecían—, y a veces llora. Sus manías han crecido en los años recientes. Únicamente enciende las luces de su casa si las cortinas cubren las ventanas por completo. Y si por alguna razón aquéllas están descorridas, mi abuela es capaz de andar a tientas en la oscuridad para que ellos, a saber quiénes, no la vean. Su conversación es densa, reiterativa, anclada en el pasado. Qué lejos, se lamenta, quedaron las noches en que reconocía una y otra vez el mismo cuerpo junto al suyo, uno que a ratos respiraba con ella en una sincronía insólita. Lejos las madrugadas cuando despertaba inquieta, insegura, y se recostaba con la oreja sobre el pecho del abuelo. Los latidos ajenos calmaban su angustia y la hacían volver a dormir. Cuando yo era niño, mis padres y yo vivíamos al lado de ella. Acostumbrábamos pegar la oreja, cada quien de su lado, en el muro que dividía nuestras casas vecinas. Mi vínculo con ella es primario, maternal. La abuela y yo nos comunicábamos mediante un código de golpes en la pared, uno que sólo nosotros conocíamos. Latidos tranquilizadores en el concreto. Estos recuerdos me llevan a uno posterior y desagradable: cuando murió mi tío —mientras mi abuela, mi madre y mi tía acordaban los pasos por seguir—, mi padre y yo nos quedamos junto al cuerpo. El rictus no se iba y los ojos permanecían abiertos. Papá y yo masajeamos sus párpados para cerrarlos, y el masaje sonaba igual que cuando se mete una cuchara en la gelatina cuajada. Mi abuela, cerca de aullar como animal herido, regresó al cuarto y acomodó la oreja sobre el pecho inerte de su hijo. Ningún latido la calmó esa vez. He esquivado hablar demasiado sobre mí porque en mi encierro privilegiado de hiperproductividad, de larguísimas horas frente a la pantalla escribiendo, editando, dando clases y asistiendo a juntas en Zoom, de salidas esporádicas al súper, del ventilador siempre encendido, de la compañía de mi hermana y de mi Kashtanka que sólo recibe el aire fresco en la azotea, de una sexualidad prácticamente pausada; en mi encierro —digo—, que además es una vuelta a la semilla en una Xalapa amniótica, pienso en ese otro encierro: el de mi abuela, de una soledad y un aislamiento absolutos. Escribo esto de noche, en mi celular, en lo que el clonazepam y la quetiapina hacen efecto. Mi perra duerme a pata suelta junto a mí. A menudo tiene sueños angustiosos: la hacen emitir chillidos, apenas perceptibles, que cesan en cuanto la acaricio. Me alivia su compañía, su cariño que raya en la devoción. ¿Qué hará mi abuela en estos momentos? Su edad la coloca en las postrimerías de la vida y en la población con riesgo de tener complicaciones si se contagia de covid-19. Seguramente, ¿a quién no?, le angustia que se eternicen estos días sin el abrazo de los que la queremos. ¿A qué más le teme a sus 73 años? ¿Qué pide cuando reza al anochecer? Sé, eso sí, que ya no cambia pañales cuando amanece, que ya no se desvela por cuidar a su hijo, pero dice que a la fecha, sola en su casa oscura, despierta a mitad de la noche porque cree oírlo toser.
Eduardo Cerdán (Xalapa, 1995) es narrador, editor e imparte clases en la UNAM. Es autor del libro de cuentos Pasos en la casa vacía (2019). Ha colaborado en los suplementos de los periódicos El Universal, La Jornada y El Nacional de Venezuela, y en revistas como Letras Libres, Literal: Latin American Voices, Crítica y La Palabra y el Hombre. Textos suyos aparecen en varias antologías de cuentistas mexicanos y latinoamericanos, así como en colecciones norteamericanas de crítica literaria. Parte de su trabajo académico y literario se ha traducido al inglés y al francés. Fue editor de narrativa en Cuadrivio y es jefe de redacción de la revista Punto de partida de Literatura UNAM.
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Imagen de portada: Cortina. Fotografía de Lina Nagano, 2013. CC