En la alborada del día matan a alguien (¿a algunos?). Inicia con un estridente grupo de disparos cerca a la ventana, después ráfagas de metralla que se pierden entre las hojas de plátano, río abajo. No hay policía, tampoco militares, solo guardia indígena. En medio de esta irrupción de Fobétor se despierta un miedo de infancia: la guerra (miedo pintoresco para la psicóloga de mi colegio), inquietud del ahora que se ancla en el hecho de estar en un verdadero territorio en disputa. Es curioso cómo en estos pagos, en este tiempo de paréntesis sin cerrar, de atrapamiento torpe lejos de mi casa, la gente habla más de brujería, de luchas con el demonio, que de guerra, quizás sean lo mismo. Hoy estamos en una especie de guerra invisible que nos aniquila desde varios frentes (hambre, salud física y mental, migración, estructuras salvajes del capitalismo), pero aquí en el Cauca, desde siempre, hay una más fuerte, una local que se disputa el uso de la tierra. En medio del estruendo, mi respiración es corta, casi como la de Princeso, el perro que hoy jugó al mutismo con las estrellas, los grillos y las ráfagas de metralla. El perro tuvo miedo, lo (me) imagino en mi recuerdo de infancia: sabía que en una irrupción de “guerra” debía esconderme debajo de la cama para evitar que ellos, nunca supe en verdad quiénes, me vieran y me (nos) llevaran. Viví casi toda mi vida en Bogotá, se supondría que no debía tener ese tipo de pesadillas, esas eran propias de niños campesinos o indígenas, niños que en verdad padecían la guerra. Pero hoy estoy acá, en esta cama como una niña, no corrí a esconderme debajo instintivamente, no creo que un par de tablas me protejan. Hoy no he podido ni siquiera reaccionar. Fue un miedo seco, nuevo y eso me consternó, por lo desconocido, como si en dos segundos hubiera desarrollado la capacidad de mirar a la muerte. ¿Por qué el perro no ladró? ¿Por qué la gente no habla de la guerra si esto es el Cauca, la tierra que ha sido tantas veces ametrallada por tantos y tan diversos grupos armados? La guerra silba entre las manos apretadas de los campesinos, no se menciona porque no se le quiere despertar. Solo se susurra, se mezcla, se esconde entre frases que pronuncian las personas cuyos dientes parecen maicitos: “Hemos aprendido a vivir así”, ¿así cómo? ¿Con 10 mil cerraduras y trancas que sin embargo son de madera, de alambre, de miedo? ¿Con un toque de queda autoimpuesto a las seis de la tarde porque entran a robar sangre los vampiros y los brujos? Temo que roben ahora mi sangre. Hoy le temo más a esta guerra que ha venido a tocarme en medio de un descanso, que a la pandemia que silencia mi ciudad, que apaga mi hogar. De nada sirve el valor cuando el fantasma, el brujo, la realidad de la guerra toca la puerta, cuando el miedo se aniquila. Hoy una “guerra” más se nos suma, pero no aplaca a la de siempre, en medio de un resguardo por un virus, a los líderes sociales, campesinos e indígenas los acribillan en su propio hogar.
Hoy, después de casi dos meses fuera de casa, de estar “encerrada” en la montaña en medio de cafetales y plátanos, sólo puedo agradecer por la comida, por la seguridad rústica de doña Jimena, que imaginariamente nos mantiene a salvo de la verdadera guerra, por el privilegio que tiene toda mi familia al poder permanecer en cuarentena. Agradecer porque no estamos en ese otro confinamiento-infierno que son las cárceles y ahora más en pandemia; porque de una forma casi mágica, aun cuando no llegamos a ser clase media, idea fantasmagórica del arribismo cachaco, no estamos colgando telas rojas en nuestras ventanas. Agradecemos porque no somos víctimas de esa otra pandemia que es el asesinato a líderes sociales. Me voy no como lo imaginé, camuflada dentro de un camión con sacos de café, sino en un carro particular con dos amigos. No salgo de este paraíso verde por la incomodidad que pueda sentir en casa ajena, pues la familia que hemos elegido quizás responde mejor a la noción de familia que nos tocó. Me llevo la sensación de la guerra que cuelga del tapabocas y que me respira en los ojos. En la carretera la desolación aprieta, lluvia de imágenes de migrantes venezolanos que colgados de tractomulas imitan papalotes. Viajo con la inquietud del aquí y del allá, pero también con el paisaje de los rostros de los abuelos verdes y rojos con pecas de anturios, con la sensación de haber encontrado una hermana, con la premura de construir un futuro que es siempre hoy, con la alegría de haber redescubierto y reconstruido en este tiempo, como un milagro, mi cuerpo y mi ser, mi alegría, manifiesta en la simplicidad de trepar un árbol, de recoger café o de andar en moto aprehendiendo seguridad y libertad, acompañada de la inocencia y las burlas de Jair y Juan David. Me voy como queriendo librar al mundo de la guerra, para que en este dolor podamos existir como animales, plantas, tierra sin disputa y dejar de ser humanos sin hábitos poéticos.
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Imagen de portada: Siembra de café y plátano en el Valle del Cauca. Fotografía de David Alejandro Cabrera, 2016. CC