Tarde o temprano alguien que escuche estos pasos en un futuro sentirá de nuevo aquel calor que animaba el pulso y subía a golpes por la vida, aquella sangre que inflamara las antorchas, los rostros, las vés de la victoria en una espléndida celebración.
Un triunfo del silencio voluntario
frente al rumor impuesto.
Un triunfo musical
sobre el barullo ensordecedor.
Porque no es lo mismo guardar silencio
que quedarse callado.
Porque no es igual
la acción que la reacción.
Luces en la plaza y estrellas en el cielo,
destellos en los cascos azules y en los lentes
oscuros, transparentes de tanto verano: septiembre
ardiendo en las vitrinas de cada aparador.
Las bocacalles estaban bloqueadas
pero adentro aquello era una fiesta,
un baño público, una limpia: la forja
en ese instante de una ciudad gozosa.
Una inmensa columna de muchachos y muchachas
seguía nutriendo la plaza con su savia
y a punto de desbordarse ese silencio
se encendieron las horas sin reloj.
Si las luces de los semáforos estaban apagadas
las velas interiores —en cambio— estaban listas;
Si el alumbrado público parpadeaba débilmente
la lumbre de la muchedumbre formaba un corazón.
Eran pocas las ventanas iluminadas por el miedo
pero se vislumbraba un fuego nuevo en cada cosa:
Periódicos, bolsas, pañuelos, improvisadas teas,
cualquier combustible era bueno para la ocasión.
La sombra de los muros del Palacio Nacional
nos pareció más ominosa aún que el profundo bramido
que sentimos correr como un escalofrío
bajo el pavimento cuando los tanques rodaron.
Una constelación sin nombre se propagó en la plaza
y a falta de bandera —el asta se erguía desierta—
guardamos entre todos un silencio atronador.
Yo tenía diecisiete años.
Pudo durar aquella noche inolvidable mil años
o pudo ser una sola noche inaugural
o la última de todas las noches
o la única noche concedida.
El caso es que, cuando volvimos a casa
recorriendo a pie la enorme distancia,
llenos de orgullo, resarcidos, animados,
sentimos que algo nuevo, distinto
había surgido en nuestras vidas.
Una solidaridad esclarecida
y puesta en práctica: un gesto,
un acuerdo, un viento, una pasión.
Aquel silencio
nos hizo aterrizar —al fin—
en el centro mismo de la tormenta
y nos hizo poner los ojos
en el ojo del huracán.
Unos cuantos días después
llovieron lágrimas de sangre.
Tuvieron que pasar otros diecisiete años para que un amargo septiembre viniera a sacudirnos y nos viera salir del estupor.