Historias que no puedes soltar
La cultura de México, país en el que te exiliaste durante algunos años de la infancia, está muy ligada al miedo, un tema central en tu obra. ¿Cómo fue para un niño tener que exiliarse?
En efecto, México era una cultura con una gran dosis de muerte y terror. Recuerdo las catrinas, que eran esas calaveras con sombrero que poníamos en las casas; las calaveritas de azúcar que comíamos para el Día de Muertos, y los fetos de las momias de Guanajuato. Siempre me fascinó todo ello. Algunas obras mexicanas fueron las primeras que me gustaron aparte de la literatura de terror. Estaba Rulfo, que al final era un escritor de fantasmas, porque todos estaban muertos, y estaba esa novelita de Fuentes, Aura, que fue de las primeras que me impactaron. El exilio fue una experiencia feliz, pero cuando volví a Lima yo hablaba de un modo distinto que el resto de los niños. Entonces estudiaba en un enorme colegio religioso donde toda la relación social se daba en torno a los chistes de sexo y los insultos. En ese entorno tuve que aprender a fingir que entendía de qué estábamos hablando, entonces contaba chistes que no sabía qué significaban y decía insultos que no entendía pero que me permitían sobrevivir en la manada. Esa experiencia con el lenguaje no la suele tener un niño. Un chico dice palabras que se refieren a cosas pero yo entendía que las palabras tenían que ver con cómo nos relacionamos con las personas. Las palabras te daban poder y lugar en el grupo si conocías algunas y sabías cuándo decirlas. Todo este conflicto se ve en La noche de los alfileres.
¿Cómo fue ese momento en que acabas la carrera, trabajas allí en Perú, ves que eso no es lo tuyo y que tienes la edad y la oportunidad de poder ir a España a ser escritor?
Allí había hecho un poco de todo. Fiel a mi conflicto entre la alta cultura y la popular, en cuanto acabé la facultad de literatura me fui a escribir culebrones en una productora de telenovela. Y era feliz. Ahí me habría quedado y mi vida habría sido muy diferente. Pero había una recesión importante y después de un par de telenovelas hubo problemas para pagarnos y entré con un guionista amigo mío a trabajar con un cómico, porque íbamos a hacer un programa de humor político. Pero era en los años de Fujimori y el gobierno compró a todos los cómicos y los puso en el canal del Estado para hacer humor oficialista. ¡Un asco de humor! Así que se acabó nuestro proyecto y empecé a sentir que donde había algo interesante que hacer era en España. Perú era un mundo muy pequeño, donde muy poca gente escribía. Vi toda la decadencia del régimen y pensé que si eso iba a ser mi vida aún estaba a tiempo de buscar otra. También veía mucho cine español en esa época. En esos años llegaron juntas Todo sobre mi madre, Tesis, La niña de tus ojos, Barrio, El día de la bestia, etcétera. El cine español era espectacular, mucho más interesante y arriesgado que el estadounidense y no tan aburrido como el cine europeo, que era de gente mirando al techo durante una hora y media. Parecía muy cercano a lo que a mí me interesaba hacer: ni tan comercial ni tan extraño. Perú se venía abajo y era evidente que las decisiones no se iban a tomar por tu talento sino porque alguien de arriba iba a sobornar a otro. Se juntaron todos los astros para probar suerte. Todos los latinoamericanos que querían hacer cine, literatura o pintura iban a España. Así que fui a estudiar cine a Madrid durante un año. Pero me quedé.
Has conservado la forma de escribir del guionista, tus novelas se narran de una manera muy gráfica, muy cinematográfica. El personaje de Moco, en La noche de los alfileres, describe una de las escenas con banda sonora incluida.
De hecho, Moco es un homenaje a todas esas películas baratas de los ochenta que marcaron mi vida.
También es un homenaje al porno.
Sí, al porno, a las comedias baratas para adolescentes… También a algunas cosas mejores [risas]. Estoy muy agradecido con el cine por lo que hizo por mi vida. Toda mi literatura es una expresión de ello y un intento de que otra gente pueda vivir lo que yo viví y lo que el cine me dio a mí. Pero mis amigos que hacen cine se pasan cinco o seis años buscando dinero para hacer una película y yo en ese tiempo escribo tres libros. Escribir te da total libertad, porque no cuesta dinero. Una película cuesta dos millones de euros y te carga de compromisos y negociaciones. Me fascinan los libros porque tienen todo lo bueno del cine sin lo malo.
Tú siempre has apostado por géneros tradicionalmente despreciados por la alta cultura. En ese sentido una de tus novelas más peculiares es Óscar y las mujeres, una obra cómica que se nos presenta como una especie de homenaje a las telenovelas. Como antiguo guionista, ¿qué cosas aprendiste que hayas incorporado en tu literatura?
Algo que recuerdo mucho de cuando escribía guiones de telenovelas era subir al autobús y escuchar a la gente del asiento de delante hablar de mis personajes sin saber que los había inventado yo. Bueno, en realidad sin saber que los había inventado nadie, porque no tenían conciencia de que había un guionista. La gente se comunica con los personajes de televisión como si fuesen amigos de los que pueden cotillear y meterse en su casa. Eso es lo que me enseñó la telenovela. Que los personajes estén vivos y sean gente a la que frecuentas y con la que convives. No parten de una teoría literaria, son compañeros del lector. Quería hacer un giro inesperado y te sientes vivo cuando haces esto. Cuando haces lo que no se espera que hagas. Óscar es un tipo que vive en su mundo de ficción pero tiene que aprender a entender que importa la gente que le rodea, que era algo que yo también estaba recién empezando a entender. Estaba reconciliándome con mis amigos, mi familia y mis hijos, que eran la gente que había estado presente y me había hecho feliz cuando todo iba mal, mientras yo vivía en mi mundo de novelas pensando que eso era mucho más importante pero lo cierto es que mi estabilidad mental dependía de esas pocas personas que te acompañan. La novela habla de eso. Pero también de cómo la imagen de las mujeres ha ido cambiando en el mundo, y particularmente en América Latina. Las telenovelas que hace Óscar son las telenovelas antiguas con clichés de otro tiempo. La telenovela surge para venderle jabones a la única persona que está en la casa a mediodía, que es la empleada doméstica. Muchas veces era analfabeta y había que venderle el sueño de que se quedaría con el tipo rico y el amor. Que eran sus dos únicos sueños: dinero y amor. Las mujeres han cambiado mucho desde entonces, y me parecía muy divertido tener este personaje que vive con esos personajes de ficción pero se enfrenta a mujeres reales con emociones reales.
En el polo opuesto a Óscar y las mujeres se encuentran tus obras de no ficción. Y es increíble que a un autor del siglo XXI le suceda, pero tu obra Memorias de una dama fue censurada en República Dominicana. Tú lo expresaste con claridad: la literatura debe desafiar las versiones establecidas.
Sobre todo la no ficción debe hacer eso. Y es lo que pasa con mi trilogía periodística sobre historias reales de América Latina: Memorias de una dama, El amante uruguayo y La cuarta espada. Mi idea es que si escribes una historia real te tienes que meter en líos, debes desafiar versiones establecidas desde el poder. Nosotros somos muy buenos y los terroristas son unos psicópatas que llegaron de Marte. Somos unos demócratas liberales y ellos unos mafiosos protegiendo sus intereses. Los tres libros son investigaciones que apuntan a que el mundo no es como te lo han contado, son clichés que te cuentan porque les conviene. Y por lo tanto esa trilogía es con la que me he metido en líos. Con todos ha habido reacciones muy poderosas, incluso violentas. Pero creo que eso hace que sean libros que inducen a pensar, que desafían las versiones interesadas. No creo que una novela sea buena por dar una versión definitiva, pero me gusta, sobre todo cuando escribo periodismo, que lo leas y luego cenes con tus amigos y lo discutan y cada uno tenga una posición diferente. Eso es lo que alimenta las democracias, que todos podamos discutir.
A tus 42 años, ¿en qué punto te encuentras como escritor y en qué punto se encuentra la literatura hispanoamericana?
En cuanto a la literatura hispanoamericana hay un cambio importante. El lector europeo es veinte o treinta años mayor que el latinoamericano. En América Latina hay una nueva clase media con mucha gente que empieza a leer y por eso los lectores son muy jóvenes. Acaban de aparecer de una manera masiva. Cuando yo doy charlas aquí en Europa, parece que las personas del público son los abuelos de los que me leen en Perú. Es increíble la diferencia de edad. Aquí me siguen preguntando cuál es la situación de las guerrillas, porque es lo que leían en los libros de Vargas Llosa. En cuanto a mi caso personal no sé si uno puede escoger. No hago lo que hago porque lo haya decidido, sino porque no puedo hacer otra cosa. Me cuesta tanto planear la siguiente página que soy incapaz de planear los siguientes libros. Creo que también eso es lo que me gusta, irme sorprendiendo. De hecho, hasta hace muy poco no había descubierto mis propios temas. Lo he hecho ahora que he revisado mi obra. Los temas cambian con la edad porque vas viviendo más. Y yo soy una persona que tarda mucho tiempo en asimilar experiencias. Mi novela más reciente, que es la primera que habla de cosas directamente mías, trata sobre mi adolescencia. Quizás algún día me siente a escribir sobre la familia, sobre la paternidad. Pero demoro tanto en cada libro que creo que no llegaré a escribir el que trate sobre la tercera edad.
Imagen de portada: Santiago Roncagliolo. Fotografía de Storytel