El Fondo de Cultura Económica está hoy sometido a tensiones que, en una analogía oportuna, podríamos calificar de inéditas. Por un lado, es más grande que nunca, pues a su escala ya de por sí colosal —en infraestructura, personal y valor simbólico— ha sumado dos entidades públicas con propósitos afines: la red librera de Educal y la Dirección General de Publicaciones (cuyo nombre ocultaba una gran variedad de actividades no relacionadas con la acción de publicar, como el estímulo a la lectura y el estudio de las prácticas lectoras, la promoción editorial de México en el extranjero, el aliento a decenas de casas independientes, la organización de ferias, el registro nacional de precios…). Y por el otro parece estar encaminado a cumplir una función cada vez más pequeña en el entorno del libro en México y más allá de nuestras fronteras. Al conjuntarse esa macrocefalia y esta debilidad, está produciéndose una crisis que exige, a quienes actuamos en la órbita editorial, una reflexión sobre el presente y el futuro de este nuevo Fondo. Intento hacerlo en seguida reconociendo que, desde múltiples ángulos, soy parte interesada: como cabeza de una diminuta casa editora, como miembro del consejo directivo de la Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana, como director de una colección del propio FCE. Por razones de muy diversa índole —educativas, económicas, quizás incluso idiosincráticas—, en México el Estado ha tenido un protagonismo casi obsceno en la arena del libro. Desde hace décadas, es el principal productor, el principal comprador, el principal regalador de ejemplares. No dudaría en calificar todos estos esfuerzos de fracaso, pues al cabo de años y años de distribuir libros de texto gratuitos, de dotar de acervos a miles de bibliotecas públicas y escolares, de publicar millones de ejemplares subsidiados, de sostener con números rojos cientos de puntos de venta, aún no tenemos un mercado saludable —profundo, diverso, vivaz— y las prácticas lectoras del grueso de la población son poco intensivas, apenas utilitarias, tristemente superficiales. Se han ofrecido diversas explicaciones a este monumental fiasco, desde errores en el diagnóstico y el diseño de las políticas públicas hasta la impermeabilidad de la cultura popular a la palabra impresa, pero a mí me parece que una posible causa es que entre nosotros importa más la apariencia que la sustancia: que se vea que hacemos, aunque en realidad no hagamos, o hagamos muy poco. Quiero equivocarme ante lo que puede anticiparse con la actividad del gobierno actual en materia de libros, si bien no hay muchos elementos para abrigar esperanzas en sentido contrario.
Es digno de celebrar que, en su más alto nivel, el gobierno federal no se haya amilanado ante la piedra sisifeana de crear un solo organismo vinculado con los libros: a priori, se antoja una tarea en la que se batallará mucho y se logrará poco. Combatir las “redundancias” merece aplausos, pues permite concentrar los esfuerzos y sacar mayor provecho a los recursos públicos, aunque se corre el riesgo, en ese proceso de condensación, de cercenar extremidades que parecen ser idénticas y que, luego de mirarlas verdaderamente de cerca, muestran su singularidad y por ende la necesidad de su existencia. Si las oficinas gubernamentales estuvieran compuestas por piezas de Lego fácilmente desmontables, reconfigurables, incluso almacenables, creo que se justificaría la fusión en uno solo de tres de los cuatro principales organismos estatales que abordan asuntos librescos (no está previsto añadir a la Conaliteg a este muégano). No queda claro cuándo se logrará ensamblar las partes o, peor aún, si se cumplirá tamaña proeza, a la luz de los espinosos líos que aún deben solventarse —por ejemplo, la diferencia de sueldo que perciben los libreros de Fondo y los de Educal—. (Me permito aplaudir también, así sea dentro de este paréntesis, la sutil decisión de abandonar el uso de grupo para referirse al Fondo, apelativo que tal vez surgió de un complejo de inferioridad de anteriores directivos, apocados ante la presencia de colosos como Planeta, Penguin Random House y Océano, que gustan de usar esa palabra grandilocuente en su nombre corporativo.) Concomitante con estos cambios hacia un mejor desempeño está lo que percibo como un autodebilitamiento deliberado. Al renunciar a diversas responsabilidades en el ámbito editorial, el Estado está perdiendo músculo. Considérese por ejemplo la ausencia de una entidad que coordine la política pública en materia de libros, como se pudo ver con las recientes propuestas legislativas —unas terminaron estancadas, otras jibarizadas— que buscaban mejorar la maquinaria de producción y distribución editorial. Hace unos meses, por canales distintos, se planteó una reforma a la Ley de Fomento para la Lectura y el Libro, se propuso aplicar la tasa 0 a las ventas realizadas en librerías y se inventó el estímulo fiscal a los libros. Aunque tengo mis reservas sobre la propuesta de cambios a la ley del libro, pienso que esos pasos apuntaban en la dirección correcta, pero se dieron por separado, sin una voluntad unificadora que, desde el Ejecutivo, procurase la congruencia y la efectividad de las herramientas jurídicas. Haber decidido no participar en la feria de Fráncfort, uno de esos escaparates que sirven no sólo para ofrecer y conseguir derechos de autor, sino para cobrar conciencia del tamaño relativo de las editoriales e incluso para sumar fuerzas con entidades semejantes, es otra señal de ese debilitamiento autoinfligido. Tanto el FCE como la Secretaría de Cultura participaban en esa clase de actividades para mostrar al mundo sus productos; lo hacían asimismo para facilitar que autores y editores nacionales jugaran en tales ligas. No sé cuál sea el nombre del egoísmo cuando lo practica una institución; sé que eso es lo que están haciendo las del actual gobierno al cuestionar su participación en las ferias profesionales en el extranjero. Además de este par de ejemplos, la principal fuerza debilitante está en las propias acciones del Fondo macrocefálico. Tras un sainete vergonzoso con una causa más que válida —el cambio de la legislación que, en los hechos, creaba un estrato de mexicanos de primera: los nacidos en territorio nacional, y otro de segunda: los que por convicción se naturalizaron; por cierto, sirvan estas planas de la Revista de la Universidad de México para recordar que, de manera incomprensible, en el estatuto general de la UNAM aún existen esas dos castas—, Paco Ignacio Taibo II llegó a la dirección con un propósito compartible y un plan de acción que no lo era tanto. No me atrevo a diagnosticar que el nuevo Fondo padece progeria —la horrenda enfermedad que condena a una persona a envejecer muy aprisa—, pero sí tengo la sensación de que muchos de los proyectos que lo definen hoy nacieron prematuramente envejecidos. La colección insignia, Vientos del Pueblo, es una encomiable apuesta por ganar nuevos lectores, bajo la premisa de que se requieren materiales seductores, por su contenido y por su precio, para que gente alejada del libro se introduzca en este bello universo. Sin embargo, esa clase de apuesta está lejos de ser una novedad: la propia editorial lanzó a finales del siglo XX la colección Fondo 2000, que en un formato pequeño, con papel barato y tipografía apretada, ofrecía fragmentos o breves textos autónomos, tomados de obras más extensas de su propio catálogo (hoy todavía pueden comprarse ejemplares en las nutridas mesas de saldos con las que se busca vaciar los almacenes); esa serie se inspiró en la exitosa Alianza Cien, concebida para esa editorial española por Rafael Martínez Alés, quien a su vez encontró inspiración en la celebratoria Penguin 60s, con la que ese sello británico conmemoró hacia 1995 sus primeras seis décadas. O sea que hay algo viejo en el odre en que se está vertiendo este vino renovador.
Es fácil entender la fórmula de Vientos del Pueblo; su punto clave es la suposición de que un precio elevado ahuyenta a los lectores, por lo que se ha decido ofrecer las obras a entre 9 y 20 pesos, o sea a menos de un dólar. En aras de mantenerse en ese rango, se recurre a “prestaciones” materiales simples, como el papel o la encuadernación a grapa, y se cae en la trampa del tiraje alto que, por simple aritmética, abate los costos unitarios de producción. Pero los responsables de esta serie no parecen haber caído en la cuenta de que más de la mitad de los textos de la primera hornada (al menos 15 de 26 títulos) están disponibles en internet, de manera gratuita y legal; en https://bit.ly/33XHeyU pueden consultarse las ligas a obras como Los mártires de Tacubaya de Juan A. Mateos o Apuntes para mis hijos de Benito Juárez, entre los textos históricos, o Chaco de Liliana Colanzi, Dochera de Edmundo Paz Soldán y Yo soy Fontanarrosa de Juan Villoro; más aún, el propio Paco Ignacio Taibo II publicó en la Brigada para Leer en Libertad volúmenes que ofrecen, a cero pesos, el mismo o más material que el que se incluye en Vientos del Pueblo: el lector interesado en el fragmento de Ciudad quebrada de Humberto Musacchio o en Fusilados de Nellie Campobello puede leer, completas, las obras de las que proceden descargando sendos PDF. Las cifras de descarga consignadas en el sitio de la brigada hacen que uno se pregunte por la viabilidad comercial de algunos de estos esbeltos volúmenes. Las que yo realicé mientras redactaba estos párrafos fueron las descargas 3,222 y 1,881 de esos libros, supongo que desde 2010 y 2018, respectivamente, que es la fecha consignada en la página legal; ¿es sensato haber publicado 40 mil ejemplares de esas obras con un precio infinitamente superior (cualquier cifra dividida por cero da infinito) y un contenido menos extenso, cuando la evidencia es que, completo, sin costo, el de Musacchio atrajo a unos 350 lectores por año y el de Campobello poco más de mil en ese mismo lapso? Y qué decir de esta colección exportada a las filiales: ¿tiene sentido ofrecer un modesto folleto con tres cuentos de Horacio Quiroga, uno de Arthur Conan Doyle o de Rudyard Kipling, de Antón Chéjov o de Edgar Allan Poe, en el majestuoso Centro Cultural Gabriel García Márquez de Bogotá o en la reciente librería Martín Luis Guzmán de Madrid? En las otras colecciones impulsadas por la actual dirección del Fondo domina una intención comprensible en toda editorial, siempre que sea sólo complementaria: el de la reedición. De mis visitas a las librerías me queda la impresión de que un alto porcentaje de las novedades de este año son tan sólo nuevas ediciones, sea de obras que ya habían visto la luz bajo el sello del FCE, sea de títulos que han encontrado ahí un segundo aire. La anunciada disposición del Fondo a sumar fuerzas con otras casas editoras no se ha concretado. Salvo el caso de un par de coediciones con la Universidad Iberoamericana, los lectores no han visto proyectos en conjunto con empresas mexicanas o extranjeras, que hicieran realidad la promesa de poner a circular en el país, a precios bajos, obras que de ser importadas resultarían prohibitivas. Tampoco se ha anunciado un programa de acciones dirigidas al mundo digital, como si en nuestros días la acción medular de una editorial pudiera circunscribirse a las añejas formas de producir y distribuir ejemplares. La edición electrónica tiene el dudoso glamour de la tecnología, sin la calidez del encuentro cara a cara con el posible lector, pero responde a nuevas formas de apropiarse de las páginas, de circular a gran velocidad, de acumularse en discos duros y no en anaqueles. La cuantiosa deuda que Educal le heredó al nuevo Fondo, y que los actuales directivos no han colocado como máxima prioridad, dificulta que los puntos de venta de esa red estén a la altura de todo su potencial: pese a las diferencias de talla, sus más de 110 tiendas en las 32 entidades federativas que conforman la más rica urdimbre en México para conectar a los lectores con los libros (eso sin contar las librerías móviles, que la propia Educal echó a andar hace más de una década). Un deseable fruto de la transformación en proceso es que este enjambre, sin desatender los propósitos del Estado, se enfoque de manera central en los lectores, que probablemente aprecian la bibliodiversidad y quieren tener acceso a obras publicadas por la iniciativa privada —tanto los grandes grupos trasnacionales como los diminutos editores de la periferia— y por instituciones sin fines de lucro —como las universidades públicas—. Hoy decenas de editoriales no abastecen esa red de vasos comunicantes, ya porque no quieren seguir haciendo crecer un adeudo preocupante —y desde luego no están dispuestos a aceptar quitas sobre el monto que se les debe—, ya porque la dinámica burocrática es tan onerosa que no vale la pena dar esa batalla; sea cual sea la causa, muchos agentes no pueden recurrir a esa infraestructura estatal —que es otra forma de decir que nos pertenece a todos— para conectarse con el público. La veda temporal a adquirir, siempre en consignación, obras de literatura infantil y juvenil para las librerías del FCE fue un indicio de la tentación en la que puede caer una editorial que también es librería, de no distraer dinero y espacio propios. El nuevo Fondo no ha terminado de reinventarse. Hago votos por que también apueste por su función como promotor, como regulador y como impulsor del mercado, no como su protagonista. Si el anhelo de crear más lectores sólo con sus propias fuerzas lo distrae de esa misión, estaremos ante un fracaso más de las acciones gubernamentales en favor del libro. Tal vez ése sea el triste destino de quien renace avejentado.
Imagen de portada: “Vientos del Pueblo”, colección del FCE, 2019. Fotografía de Javier Narváez