And what rough beast, its hour come round at last, Slouches towards Bethlehem to be born?1 (W.B. Yeats)
El fin del mundo es un tema aparentemente interminable —por lo menos, claro, hasta que ocurra—. El registro etnográfico consigna una variedad de formas en que las que las culturas humanas han imaginado la desarticulación de los marcos espaciotemporales de la historia. Algunas de estas concepciones adquirieron un nuevo impulso a partir de los años 90 del siglo pasado, cuando se formó el consenso científico en torno a los cambios que está sufriendo el régimen termodinámico del planeta. Materiales y análisis sobre las causas (antrópicas) y las consecuencias (catastróficas) de la “crisis” planetaria se han ido acumulando con enorme rapidez, movilizando tanto la percepción popular, debidamente mediada por los medios de comunicación, como la reflexión académica. Conforme se va haciendo cada vez más evidente la gravedad de la presente crisis ambiental y civilizacional,2 proliferan nuevas variaciones y se actualizan versiones viejas de una idea antiquísima a la que llamaremos, recurriendo a una simplificación que este ensayo pretende complicar un poco, “el fin del mundo”. Son éxitos de taquilla de género fantástico,3 “docuficciones” del History Channel, libros de divulgación científica con varios niveles de complejidad, videojuegos, obras musicales y artísticas, blogs sintonizados en toda la gama del espectro ideológico, reuniones científicas, revistas académicas y redes de información especializadas, informes y pronunciamientos de las más diversas organizaciones mundiales, cumbres invariablemente frustrantes sobre el clima, simposios de teología, ensayos de filosofía, ceremonias new age y de otros movimientos neopaganos, un número en aumento exponencial de manifiestos políticos —toda suerte, en fin, de textos, contextos, vehículos, enunciadores y públicos—. La presencia de este tema en la cultura contemporánea no ha hecho sino incrementarse, y cada vez más rápido, precisamente como aquello a lo que se refiere, a saber: la intensificación de los cambios del macroambiente terrestre. Todo este florecimiento disfórico se sitúa a contracorriente del optimismo “humanista” que predominó durante los tres o cuatro últimos siglos en la historia de Occidente. Presagia, si no es que ya refleja, algo que parecía estar fuera del horizonte de la historia en tanto que epopeya del Espíritu: la ruina de nuestra civilización global en virtud, precisamente, de su hegemonía irrefutada, una caída que podrá arrastrar consigo a sectores considerables de la población humana. Empezando, claro, por las masas miserables que viven en los guetos y basureros geopolíticos del “sistema mundial”; pero es propio de la naturaleza del colapso inminente el hecho de que va a afectar a todos, de una u otra manera. Por eso, la crisis no sólo interpela a las sociedades que integran la civilización dominante, de corte occidental, cristiano y capitalista-industrial, sino a toda la especie humana —incluso, y sobre todo, a los numerosos pueblos, culturas y sociedades que no se encuentran en el origen de dicha crisis, por no hablar de los otros muchos miles de linajes de seres vivos que están en peligro de extinción o que ya desaparecieron de la faz de la tierra debido a los cambios ambientales ocasionados por las actividades “humanas”—.4
Ese desastre civilizacional y demográfico se imagina a veces como resultado de un evento “global”, a saber: la extinción súbita de la especie humana o incluso de toda la vida terrestre, desencadenada ya sea por un “acto de Dios” —un supervirus letal, una explosión volcánica, la colisión de un cuerpo celeste, una megatempestad solar—, o por el efecto acumulativo de intervenciones antrópicas en el planeta, como sucede en la película The Day After Tomorrow (2004) de Roland Emmerich, o bien, finalmente, por una guerra nuclear al viejo estilo. Otras veces, el desastre tiende a describirse de una manera más realista (sobre todo si se observan los sucesivos escenarios que han ido proponiendo las ciencias que estudian las interacciones entre la geósfera, la hidrósfera, la atmósfera y la biósfera, el llamado “Sistema Tierra”), como un proceso de degradación que ya inició, extremadamente intenso, crecientemente acelerado y en muchos aspectos irreversible, de las condiciones ambientales que han presidido la vida humana durante el Holoceno (época del periodo Cuaternario que sucede al Pleistoceno, a partir de los 11,700 años a.n.e.), con sequías sucedidas por huracanes e inundaciones, pérdidas masivas de cultivos agrícolas seguidas de pandemias humanas y animales, guerras genocidas en medio de extinciones biológicas que afectan a géneros, familias e incluso filos enteros, en una sucesión de efectos de retroalimentación perversos que habrán de arrastrar a la especie paulatinamente, en un proceso de “violencia lenta”5 —cada vez menos lenta, al parecer—, hacia una existencia material y políticamente sórdida, eso que Isabelle Stengers llama “la barbarie por venir”, y que, según todos los indicios, será tanto más bárbara conforme el sistema tecnoeconómico dominante (el capitalismo mundial integrado) prosiga su fuite en avant. No sólo las ciencias naturales y la cultura de masas que de ellas se alimenta registran la deriva del mundo. Incluso la metafísica, que es, notoriamente, la más etérea de las especialidades filosóficas, empieza a reflejar la inquietud generalizada. Durante los últimos años se han venido elaborando, por ejemplo, nuevos y sofisticados argumentos conceptuales que se proponen “acabar con el mundo” a su modo:6 ya sea acabar con el mundo como, ineludiblemente, mundo-para-el-hombre, para justificar el acceso epistémico pleno a un “mundo-sin-nosotros” que se articularía absolutamente antes de la jurisdicción del Entendimiento, o bien acabar con el mundo-como-sentido, para determinar el Ser como pura exterioridad indiferente; como si el mundo “real”, en su contingencia e insignificancia radicales, tuviera que “realizarse” contra la Razón y el Sentido. Si bien es cierto que muchos de estos fines-del-mundo metafísicos no tienen más que una relación motivacional indirecta con el evento físico de la catástrofe planetaria, no por ello dejan de expresarlo, de reflejar la vertiginosa sensación de incompatibilidad —si no es que de incomposibilidad— entre el ser humano y el mundo, pues son pocas las áreas de la imaginación contemporánea que no se han visto sacudidas por el violento reingreso de la noósfera occidental en la atmósfera terrestre, en un verdadero e inaudito proceso de “transdescendencia”. Nos creíamos destinados al vasto océano sideral, y henos aquí, rechazados de vuelta hacia el puerto del que partimos… Las distopías, en fin, proliferan; y un cierto pánico perplejo (peyorativamente tachado de “catastrofismo”), cuando no un entusiasmo medio macabro (que en épocas recientes se popularizó bajo el nombre de “aceleracionismo”), parecen flotar sobre el espíritu de nuestro tiempo. El famoso “no future” del movimiento punk se ve súbitamente revitalizado —si es que conviene este término—, y también vuelven a surgir profundas inquietudes de dimensiones comparables a las presentes, como las suscitadas por la carrera nuclear de los no tan lejanos años de la Guerra Fría. Por ello es imposible olvidar la conclusión seca y sombría de Günther Anders en Le temps de la fin (2007), un texto capital sobre la “metamorfosis metafísica” de la humanidad después de Hiroshima y Nagasaki: “La ausencia de futuro ya empezó”. Así, este futuro-que-se-acabó ha vuelto, lo cual sugiere que tal vez nunca dejó de empezar: ¿en el Neolítico? ¿en la revolución industrial? ¿a partir de la Segunda Guerra Mundial? Aunque la amenaza de la crisis climática es menos espectacular que la de los tiempos del peligro nuclear (misma que, hay que subrayarlo, no ha dejado de existir), su ontología es más compleja, tanto en lo que concierne a sus vínculos con la agencia humana, como a su cronotopo paradójico.7 Su llegada recibió “nuestro” nombre, Antropoceno, una designación propuesta por Paul Crutzen y Eugene Stoermer para lo que estos autores entienden como la nueva época geológica que sucedió al Holoceno, iniciada en la revolución industrial e intensificada tras la Segunda Guerra Mundial.
-
Sobre la relación un tanto paradójica entre el surgimiento de una consciencia “biosférica”, la perspectiva a partir del espacio exterior, la consolidación de la teoría del cambio climático y la carrera armamentista de la Guerra Fría (incluido el programa Star Wars de Reagan), será interesante para el lector leer los trabajos de Joseph Masco8 y el libro citado de Peter Szendy. En una TED Talk reciente,9 James Hansen, hablando sobre el desequilibrio energético temporal del Sistema Tierra causado por la acumulación de gases de efecto invernadero (la diferencia entre la cantidad de energía o calor que entra en el sistema y la cantidad que se vuelve, reflejada, hacia el espacio), sugirió una elocuente equivalencia entre el calor que se acumula a diario en los “reservatorios” del planeta (el océano, los glaciares y la tierra), a saber, 0.58 W/m2, y el calor de la explosión de cuatrocientas mil bombas atómicas. Al respecto, véase también el excelente blog Skeptical Science, creado por John Cook, según el cual nuestro clima ha acumulado una cantidad de calor equivalente a la explosión de cuatro bombas de Hiroshima por segundo, lo cual equivale a un total de 2,115,122,800 bombas desde 1998 hasta el “presente” (esto es, hasta el 2/07/2014 a las 14:45, hora de Brasilia, cuando consultamos por última vez el widget http://4hiroshimas.com).10 (Para una ilustración de la relación fuertemente simbólica —la “prolongada oscilación entre el sonido y el sentido”, diría Valéry— entre los nombres “Hiroshima” y “Katrina”, véase AAP11) En suma, el viejo proyecto occidental de incrementar continuamente la cantidad de energía disponible per capita12 parece estar acercándose, a partir de la aceleración de los procesos de obtención de esa energía con la revolución industrial, a un muro contra el cual nuestra especie corre el riesgo de chocar espectacularmente.
-
Aunque ya se habían propuesto términos como “Antroceno”, “Antropósfera” o incluso “Antropoceno” en el siglo pasado (e incluso un poco antes), se cuenta que fue durante una discusión en un encuentro del International Geosphere-Biosphere Programme (IGBP) cerca de la Ciudad de México, en el año 2000, cuando el químico (ganador del Nobel) Paul Crutzen propuso el concepto por primera vez, lo publicó poco después junto con su colega Eugene Stoermer,13 y lo formalizó en 2002 en el artículo “Geology of Mankind”. La comunidad científica aún se encuentra examinando esta propuesta, que se evaluará en el próximo Congreso Internacional de Geología, en 2016. Recientemente, Crutzen dijo que se inclinaba más a sugerir las pruebas nucleares como marca del inicio diagnóstico (el “golden spike”) del Antropoceno.
El Antropoceno (o cualquier nombre que se le quiera dar) es una época, en el sentido geológico del término, pero, en lo que respecta a la especie, apunta hacia el fin de la “epocalidad” en cuanto tal. Aunque haya comenzado con nosotros, muy probablemente terminará sin nosotros: el Antropoceno sólo deberá dar lugar a otra época geológica mucho después de que hayamos desaparecido de la faz de la Tierra. Nuestro presente es el Antropoceno; éste es nuestro tiempo. Pero este tiempo presente se va mostrando como un presente sin porvenir, un presente pasivo, portador de un karma geofísico que está enteramente fuera de nuestro alcance anular —lo cual hace más urgente e imperativa la tarea de mitigarlo: “La revolución ya sucedió… los eventos con los que tenemos que lidiar no están en el futuro, sino, en gran parte, en el pasado […] hagamos lo que hagamos, la amenaza seguirá con nosotros durante siglos, o milenios”.14
Tomado del libro Há mundo por vir? Ensaio sobre os medios e os fins, de Déborah Danowski y Eduardo Viveiros de Castro, Cultura e Barbárie Editora/Instituto Socioambiental, Desterro (Florianópolis), 2014.
-
“¿Y qué escabrosa bestia, llegada al fin su hora, / se arrastra hasta Belén para nacer?”, en la traducción de Antonio Rivero Taravillo (“The Second Coming / El segundo advenimiento”). ↩
-
Cfr., por ejemplo, los últimos informes del Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC), que pueden encontrarse en www.ipcc.ch. La primera parte del 5º informe (con fundamentación científica del cambio climático, preparada por el Grupo de Trabajo I) salió a la luz en septiembre de 2013, la segunda y tercera partes, de los Grupos de Trabajo II (sobre impactos, adaptación y vulnerabilidad) y III (sobre las opciones para mitigarlo), se presentaron, respectivamente, en marzo y abril de 2014. Como es sabido, las proyecciones del IPCC tienden a contarse entre las más moderadas de las que circulan entre la comunidad científica en lo que respecta a la intensidad y el ritmo de los cambios climáticos. ↩
-
Sobre la cinematografía apocalíptica, consúltese el ensayo L’Apocalypse cinéma: 2012 et autres fins du monde, de P. Szendy (2012), que comenta trece películas sobre el fin del mundo y contiene referencias instructivas a decenas de otras. Para un análisis de esta proliferación en el curioso caso de las fantasías distópicas dirigidas a un público de adolescentes del sexo femenino, véase Amanda Craig, “The Hunger Games and the Teenage Craze for Dystopian Fiction”, The Telegraph, 14 de marzo de 2012. ↩
-
El problema de la pertinencia o no del concepto de especie humana o “humanidad” para enmarcar la reflexión y la acción de las colectividades políticas que existen actualmente ante la crisis ambiental (Estados, pueblos, partidos, movimientos sociales) se retomará en la conclusión de este ensayo. ↩
-
Véase Rob Nixon, Slow Violence and the Environmentalism of the Poor, Harvard University Press, Cambridge, 2011. ↩
-
Por acabar “a su modo”, entiéndase: demoler los conceptos de mundo elaborados por la filosofía moderna, desde Kant hasta Derrida y más allá; véase Sean Gaston, The Concept of World from Kant to Derrida, Rowman & Littlefield, Londres, 2013. ↩
-
“Una guerra nuclear habría sido una decisión consciente por parte de los que detentan el poder. Los cambios climáticos son una consecuencia no intencional de las acciones humanas, y sólo el análisis científico puede mostrar que son efecto de nuestras acciones como especie”. Dipesh Chakrabarty, “The Climate of History: Four Theses”, Critical Inquiry, 35, 2009, p. 221. ↩
-
“Bad Weather: On Planetary Crisis”, Social Studies of Science, 40 (1), 2010, pp. 7-40; “The End of Ends”, Anthropological Quarterly, 85 (4), 2012, pp. 1107-1124. ↩
-
Véase “Why I Must Speak out About Climate Change”, 2012, disponible en www.ted.com ↩
-
Véanse www.skepticalscience.com/4-Hiroshima-bombs-worth-of-heat-per-second.html y www.skepticalscience.com/4-Hiroshima-bombs-per-second-widget-raise-awareness-global-warming.html. […] John Lyman (Universidad de Hawái) ya se había referido a la bomba de Hiroshima en el caso de la temperatura del océano, en entrevistas acerca del estudio Lyman et. al., “Robust Warming of the Global Upper Ocean”, Nature, 465, 2010, pp. 334-337. ↩
-
“Climate Change Likened to Heat of Bomb Blasts”, The Sydney Morning Herald, 23 de junio de 2013. ↩
-
Véase Claude Lévi-Strauss, Race et histoire, Gonthier/Unesco, París, 1961, p. 55. ↩
-
“The Anthropocene”, International Geosphere-Biosphere Programme, Newsletter, 41, 2000. ↩
-
Bruno Latour, Facing Gaia: six lectures on the political theology of nature, Edinburgo, del 18 al 28 de febrero de 2013, disponible en www.bruno-latour.fr/sites/default/files/downloads/GIFFORD-ASSEMBLED.pdf, p. 109. ↩