Detective de la conciencia

Conciencia / dossier / Febrero de 2021

Yvonne Flores Medina

 Leer pdf

—No debería estar hablando de esto —me dijo después de algunas preguntas de rutina y de un esfuerzo continuo por evitar verme de frente. Ambas queríamos relajar el cuerpo, pero no podíamos. Ella estaba claramente tensa por lo que tenía que decir, y yo… No importa el tiempo que lleve haciendo esto, después de varios años no logro acostumbrarme a la mezcla de sorpresa, miedo y compasión que me invade en el preámbulo a volverme “toda oídos”. Acercó su silla a la mía y yo me acerqué también, entendiendo que se trataba de una confesión. Y, apenas unos decibeles por encima del ruido de fondo, lo soltó: —No puedo hablar más fuerte, porque ellos pueden escucharme. Se llevaron a mis hijos hace seis años, y yo, desde que eso pasó, ya no vivo. Con clara afectación en la voz, interrumpió su discurso y me miró muy brevemente; no logré ocultar mi cara de sorpresa y, con las cejas muy en alto y quedamente, inquirí: —¿Sabes quién se los llevó? —Sé que los secuestraron, porque me mandan mensajes; y les harían daño si se enteraran de que estoy dando información… Por eso no puedo decir mucho: esos muchachos que viven en mi casa, y que insisten en que son mis hijos, son parte de esto. Pero yo sé que no son los míos, aunque se parecen mucho… —¿Me dices que los secuestradores viven en tu casa? —Sí, bueno… Ellos son parte de los secuestradores. En realidad, no son malos muchachos; a ellos también los secuestraron, les quitaron la memoria y ahora los obligan a trabajar para los otros. Ésos sí son malas personas y uno tiene que andarse con cuidado. Yo ya no vivo desde que me los quitaron; intento no llevarme mal con los muchachos, con esos que viven en mi casa. A veces nos sentamos a ver películas y yo no dejo de pensar en mis verdaderos hijos. Los traigo en la cabeza todo el tiempo: cuando me voy a trabajar a la tienda, cuando me salgo a comprar tacos y cuando le doy una vuelta a la calle; siempre los estoy buscando y también sé que no paran de vigilarme. En ocasiones me dejan hablar con ellos por teléfono, escucho sus voces y sé que son mis hijos, que están vivos y que tienen fe en que yo los encuentre. Por eso no ceso de luchar y los seguiré buscando hasta que estemos juntos.

Georgina Reskala, de la serie Desmemoria, 2017

—¿Por eso viniste al hospital? Ése es el momento justo en el que siempre me siento impotente. Toda oídos e impotente. —Vine porque me siento triste, y el doctor altote me da pastillas para eso: para que, a pesar de la tristeza, pueda trabajar, dormir y seguir con mi vida. Además, las pastillas me ayudan a estar tranquila cuando tengo que contestar las preguntas. —¿Qué preguntas? —Las que me hacen los secuestradores en el súper donde trabajo. Siempre tengo que responder “sí, no, sí, sí”, en ese orden. Me preguntan “¿quieres recuperar a tus hijos?”, “¿quieres que les hagamos daño?”, “¿vas a obedecer lo que decimos?”, “¿ya viste a tus hijos en la tienda?”. Pero no me lo preguntan así directamente: a veces lo que me dicen es “¿sabe cuánto cuesta el jabón?”, “¿me puede cobrar?”. Yo tengo que contestar siempre en el mismo orden: “sí, no, sí, sí”… Y luego mi jefe me regaña porque le parece que yo estoy haciendo como si no supiera qué me preguntan. Yo a veces veo a mis hijos en la tienda. Se ven como los clientes, como otras personas… Aunque yo sé que son mis hijos. Si contesto bien, puedo verlos más tiempo y tengo más esperanzas de que me los regresen; si contesto mal, se van y ya no puedo verlos. —Entiendo… (Se activa un discurso automático, que se repite con precisión, pese a la sorpresa y al desconcierto). ¿Sabes? Generalmente los doctores mandan a las personas conmigo porque algunos padecimientos de los que se atienden en el hospital pueden provocar que las personas estén más distraídas, que se les olviden algunas cosas importantes. A veces también comienzan a tener dificultades para resolver problemas de la vida cotidiana; cuando esto ocurre, yo me encargo de hacer una serie de pruebas para saber si estas cuestiones están ahí, y qué tan graves son. En muchas ocasiones también es necesario preguntar a los familiares o a personas cercanas sobre lo que ellos observan del paciente. ¿Crees que podamos vernos de nuevo para hacer esta evaluación? —Pues sí estoy más distraída… Creo que es por la tristeza, pero no puedo traer a nadie. Los que viven en mi casa no se pueden enterar de que estoy aquí; y mi familia, como por ejemplo mis tías, vive en Guadalajara. Yo vendré, pero sólo si puedo venir sola. —Está bien, entiendo que la situación es muy delicada. Me gustaría verte la siguiente semana, si tienes tiempo.
Alejo Carpentier aseveró:

el detective encuentra un problema perfectamente planteado, que excluye toda creación de su parte, y del que sólo puede explicarnos el mecanismo, si acierta en su tarea investigadora. El detective es al delincuente lo que el crítico de arte es al artista: el delincuente inventa, el detective explica…

Yo creo que el trabajo clínico, especialmente en el campo de la salud mental, se parece mucho a una labor detectivesca. Generalmente las evaluaciones que hacemos buscan responder preguntas sobre el mecanismo: ¿qué es?, ¿cómo funciona?, ¿cómo se acomodan las piezas para que esto pase? En principio, el interrogatorio al seso se hace con preguntas indirectas, laterales. Le pido que repita palabras, que memorice números, que resuelva laberintos o que vigile la pantalla de una computadora, todo en dificultad creciente. Le solicito que apriete botones e identifique absurdos, que complete refranes y que recuerde historias. Así extraigo las pistas sobre sus dolores y sobre sus contradicciones. También hago preguntas directas a su dueño, esperando que, de forma verbal o escrita, me revele cómo, por momentos, ese kilo y quinientos gramos le juega malas pasadas. En esta labor, además, tengo acceso a las fotografías, a la traducción de su lenguaje eléctrico y a la transcripción de los careos continuos con la enfermedad que hacen los expertos de bata blanca. El cerebro de G no me dejó acercarme a él fácilmente. Antes de comenzar la pesquisa, revisé las fotografías, pero no me proporcionaron ningún dato revelador. No había evidencia de lesiones que pudieran ser ocasionadas por sangre, por un golpe, o por células nuevas e insidiosas que a veces ocupan lugares que no les corresponden. No había tampoco pistas de alguna malformación que pudiera hablarme sobre los secuestradores y los hijos suplantados. El lenguaje eléctrico llevaba una melodía más bien sincrónica; y los careos, que iniciaron en 2005, apuntaban a la siguiente etiqueta: trastorno esquizoafectivo.

Georgina Reskala, de la serie Desmemoria, 2017

Me confundían algunas pistas sobre este caso: el debut de la enfermedad fue a sus 36 años, e incluía ideas delirantes relacionadas con los celos, también un episodio de conducta desorganizada: G salió a regalar pollos a sus vecinos, sin ofrecer ninguna explicación a esta conducta. Esto concluyó con una hospitalización de 26 días y con la primera etiqueta diagnóstica. Después, mantuvo una relación cercana con el hospital psiquiátrico: acudió a todas sus citas, tomaba su medicamento y mantenía una vida con actividades regulares. Trabajaba en una tienda, pagaba la renta, amaba a sus hijos y cuidaba de su salud. El síndrome de Otelo le costó el divorcio y, diez años después, aparecieron en su vida los impostores. Sin más pistas, sin más escándalo: sólo un día como cualquier otro le suplantaron a sus seres amados por dobles. Pese a la medicación y sus ajustes, los verdaderos hijos no aparecían, y los “otros” implantaron un chip electrónico en su cerebro. A través de él, ella observaba los actos de tortura cometidos contra sus verdaderos hijos. Con el tiempo, estas ideas se hicieron más complejas, y G notó la aparición de sus hijos en los cuerpos de otras personas, eran sus hijos “verdaderos” en una forma distinta. También se percató de la existencia de un mecanismo de preguntas encubiertas y de un elaborado plan que tenían los secuestradores para sustituir la comida del supermercado. G insistía en que se trocaba la “comida real” por “comida falsa” que hacía que se mantuviera funcionando el chip de su cabeza. Estos relatos me ponían en aprietos… ¿Por qué, diez años después, el cuadro empeoró de repente? Iniciamos la evaluación por la mañana. G comenzó hablando con susurros, como en la primera entrevista que tuvimos. La pesquisa siempre es igual:

El día de hoy haremos diferentes tareas. Quiero que sepas que en estas pruebas no se trata de sacar diez, nueve u ocho; no hay una calificación como en la escuela. Lo que quiero saber es qué tantas palabras puedes recordar, cuántos números puedes acomodar en tu cabeza y qué tan rápido se pueden resolver algunos laberintos. Para calentar, lo primero que hay que hacer es cambiar estos símbolos por los números que ves aquí arriba.

Así empieza siempre este interrogatorio al órgano más importante del cuerpo (de acuerdo con él mismo). Me sorprendió lo rápido y preciso que era el comportamiento de G; el sesgo del evaluador muchas veces dicta que se esperen errores múltiples, es decir, nos anticipamos a la dificultad del paciente, pero no sucedió así. G bateó prueba tras prueba con habilidad. Luego llegó el momento de mi llave ganadora: las pruebas de las emociones en contexto. La mayoría de las veces, la cognición social es un acertijo complejo para los pacientes en el espectro de la esquizofrenia; y ésta fue la única predicción que gané.

Georgina Reskala, de la serie Desmemoria, 2017

La valía de los puntajes sólo se puede interpretar cuando se hace una comparación punto por punto de lo obtenido en el interrogatorio individual contra las miles de respuestas que se obtienen de otras personas. Lo único que la evaluación me dejó claro, después de horas de trabajo, fue que el acertijo social resultó ser infranqueable; el ánimo bajo ralentiza sus respuestas y la mantiene distraída. ¿Es esto suficiente para explicar la aparición de los dobles? No, no lo es. Tampoco era evidencia que apuntara, como podría sospecharse, al mentado Trastorno Neurocognitivo Mayor en sus primeras etapas. No había, pues, datos suficientes para armar el caso. A mí este tipo de preguntas no me deja dormir. Estimado órgano rockstar, ¿vas a decirme que por tu causa se desaparecen los seres amados y reaparecen en cuerpos distintos mientras tú vas a guardar silencio? ¿No vas a darme señales que me digan dónde se perdió el registro de ellos? Perdón, pero yo no puedo conformarme con esa respuesta. Tras un par de días de consultar con los alienistas y espejear las observaciones, decidí regresar a las preguntas del careo. Me parece un error de novato creer que se puede ocasionar un remolino así en la vida de alguien y no dejar ni una pista. Regresar sobre los pasos significa enfrentarse al “enigma del cuarto cerrado”. Volví a observar los números, que decían una y otra vez: normal, normal, normal. Pensé que, incluso dentro de los traspiés que da uno al resolver problemas complejos, todos tenemos un estilo a la hora de caer. Aquí estaba el albur: el estilo del error es una pista sutil, pero suficiente. El registro de los errores en una prueba de señalamiento dirigido no alcanzaba a ser claramente patológico, pero sobresalía con respecto a todos los demás. G no presentó errores en las otras pruebas motoras, verbales, visuales o mnésicas… Pero cuando le pedía al órgano más importante del cuerpo que recordara e hiciera comparaciones entre lo ya visto —lo ya experimentado— y que lo contrastara con lo que tenía enfrente, se tropezó aparatosamente. ¿Qué le pasa al cerebro que pierde la función de la familiaridad? De acuerdo con Ryan Darby y Simon Laganiere, encontrar al impostor en el cerebro requiere comprender que existen caminos hechos de sustancia blanca que nos permiten reaccionar con congruencia afectiva a las personas que forman parte de nuestra historia. Para que esto pase se necesita tener abiertas dos “aduanas” fundamentales: la corteza retroesplenial izquierda y la corteza frontal-ventral derecha. La primera permite reconocer que conocemos a alguien y que ese alguien corresponde con nuestra historia; y la segunda permite que, ante el desconcierto, no expliquemos nuestra realidad de manera delirante. Es decir que, cuando se violan nuestras expectativas sobre lo que observamos, logremos aterrizar explicaciones objetivas a este hecho. La pista sutil obtenida de los errores en la tarea de familiaridad me llevó a pedirle a la Dra. A (nuestro contacto interno de medicina nuclear) que buscara más profundamente en la “aduana” ubicada en la parte izquierda del cerebro. Ahí estaba, burlona, la desconexión. Mínima, hipodensa, desdeñosa y maldita. Con una sensación de ¡eureka!, le comuniqué al Dr. R (denominado cariñosamente el “altote” por sus pacientes) mi hipótesis y las pruebas que tenía de este caso. Los secuestradores venían de un bloqueo en la aduana retroesplenial.

Georgina Reskala, de la serie Desmemoria, 2017

—¿Qué hacemos ahora? —le pregunté al doc. —Realmente no podemos hacer mucho… Aquí viene otra vez la pinche impotencia. Aunque yo cumplí con dar una explicación del mecanismo, eso no va a impedir que G continúe errante todas las tardes por las calles, buscando pistas de sus seres amados por esta ciudad amable. No va a impedir la tristeza de saber que le robaron a sus hijos y tampoco le ofrece una esperanza para recuperarlos. Abrir el cuarto cerrado no cambia nada. La labor cotidiana de un neuropsicólogo requiere de la observación del comportamiento y de la traducción de éste a sus componentes mínimos; también es nuestra función ofrecer hipótesis a los médicos sobre cómo los fenotipos de conducta, que por momentos parecen desorganizados, tienen sentido cuando se explican desde los patrones de conectividad o desconexión de los circuitos cerebrales y su inevitable relación con el medio. Sin embargo, ofrecer explicaciones sobre eslabones perdidos en la cognición no implica una afirmación fría o insensible de los pacientes. Lo cual se vuelve todavía más evidente cuando lo que se describe es el sufrimiento. Hacer neuropsicología clínica en un hospital psiquiátrico me parece un trabajo desafiante, y trabajar con G representó para mí una de las experiencias más notables del dilema mayor en las neurociencias: el trabajo clínico es tenaz; los experimentos, diversos y el análisis, incansable; y pese a todo, seguimos lejos de poder explicar el qualia de la pérdida y, en este caso, intervenir. Ante el panorama adverso, muchos clínicos pueden recurrir a diferentes paliativos. El más recurrente en mí (y acepto la responsabilidad de la confesión) es mantener de forma sostenida la atención en que la experiencia de estudiar el seso ajeno siempre implica el contacto de dos subjetividades: la que se estudia y la del detective de la conciencia. Ésta es una experiencia a la que yo no estoy dispuesta a renunciar jamás.


Escucha el Bonus track de Yvonne Flores Medina, con Fernando Clavijo

Imagen de portada: Georgina Reskala, de la serie Desmemoria, 2017