Vida extraterrestre: mucho ruido y pocas nueces

Extra-Terrestre / dossier / Septiembre de 2023

Antonio Lazcano Araujo

Es larga la lista de personajes que desde la antigüedad clásica han especulado sobre la existencia de vida en otras partes del universo. El repertorio es ciertamente impresionante, y va desde los pocos fragmentos que han sobrevivido de los textos de Anaximandro hasta los libros de Lucrecio, pasando por René Descartes, Christiaan Huygens y Cyrano de Bergerac y alguno que otro teólogo medieval. Otro de ellos, Giordano Bruno, ha sido reverenciado por muchos como un mártir de la astrobiología, cuando en realidad su muerte en la hoguera fue el resultado de una compleja mezcla de los conflictos teológicos y políticos de la Reforma. Sin embargo, sería un error ver a estos autores como los precursores de lo que hoy se define como la búsqueda científica de vida extraterrestre, porque en su enorme mayoría eran pensadores que carecían de pruebas empíricas, pero que imaginaron otros planetas habitados como parte de la idea de un universo uniforme, donde su modelo de la realidad exigía la existencia de organismos en otras partes del cosmos.

​ De hecho, se pueden reconocer al menos tres épocas principales en el estudio de la vida extraterrestre. La primera corresponde a las discusiones filosóficas sobre la idea de la pluralidad de los mundos, y sus inicios se remontan en Occidente a los escritos de los pensadores que van desde la antigüedad clásica hasta mediados del siglo XIX. A esta primera etapa le sigue el nacimiento de la planetología observacional moderna, que incluye las ideas y especulaciones de algunos biólogos y naturalistas como Ernst Haeckel y Alfred Russel Wallace, y continúa hasta el comienzo de la exploración espacial. El lanzamiento en 1957 del Sputnik soviético marca el inicio de una tercera época que continúa hasta nuestros días —aunque, por supuesto, la cuestión de la existencia de vida extraterrestre sigue abierta—.


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El entusiasmo de muchos sectores de las sociedades decimonónicas por las disciplinas científicas se vio reflejado en la popularidad que alcanzaron las obras de Jules Verne, H. G. Wells y, muy especialmente, Camille Flammarion. Los libros de este último circularon profusamente y crearon una tradición literaria cuya influencia —ya lo han han demostrado algunos críticos, como el historiador George Basalla en su libro Civilized life in the Universe: scientists on intelligent extraterrestrials (2006) preparó el camino a autores como Edgar Rice Burroughs y el astrónomo aficionado Percival Lowell.1 Estas ideas se expandieron no solo en el imaginario científico, sino también popular, y contribuyeron a fijar mitos, así como expectativas sobre un universo pletórico con formas de vida y civilizaciones extraterrestres.

Camille Flammarion, *Astronomía para aficionados*, 1904Camille Flammarion, Astronomía para aficionados, 1904

​ Son muy pocos los que han analizado las respuestas que los naturalistas y los evolucionistas decimonónicos tuvieron ante estas especulaciones. A partir de su perspectiva monista, Haeckel propuso lo que puede ser considerado el primer esquema de la evolución cósmica. Esta idea, ahora popular, comenzó con la hipótesis nebular de Kant para explicar el origen del sistema solar y de la formación de la Tierra. El enfriamiento del planeta, escribió Haeckel, permitió la formación de mares y lagos primitivos, lo que llevó al surgimiento espontáneo de protoplasma viviente. Combinando sus ideas sobre el origen repentino de la vida con la aceptación de la pluralidad de los mundos, Haeckel aprobó gustoso la posibilidad de vida extraterrestre, siempre y cuando se dispusiera de agua líquida. En su libro The Riddle of the Universe (1899), afirmó: “la analogía que encontramos en la vida de todas las células… justifica la conclusión de que el curso posterior de la evolución orgánica en estos otros planetas ha sido análogo al de nuestra propia Tierra, siempre, por supuesto, dados los mismos límites de temperatura que permitan el agua en forma líquida. En los cuerpos líquidos de las estrellas, donde las estrellas solo pueden existir en forma de vapor, y en los soles fríos y extintos, donde solo puede existir en forma de hielo, tal vida orgánica como la que conocemos es imposible”. Haeckel aceptó felizmente la posibilidad de procesos evolutivos que podrían conducir en otras partes del universo a “algunas formas de animales superiores a los vertebrados […] que nos trascienden mucho a los hombres terrestres en inteligencia”. Sin embargo, tuvo poca paciencia con las especulaciones de Flammarion, a quien describió como un escritor “caracterizado por una imaginación exuberante y un estilo brillante, que van mano a mano con una deplorable falta de juicio crítico y conocimiento biológico”.

​ Los escritos de Percival Lowell sobre una supuesta civilización marciana que había construido una red de canales para llevar agua de los polos del planeta a ciudades que desfallecían de sed tampoco lograron impresionar a Alfred Russel Wallace, el científico que descubrió la selección natural independientemente de Darwin:

Aunque debo reconocer la habilidad técnica de Mr. Lowell y sus muchos años de trabajo, que nos permitieron asomarnos por primera vez a las estructuras geológicas más complejas y notables que hemos visto en otros cuerpos celestes —escribió Wallace en su libro Is Mars Habitable? (1907) me siento obligado a deslindarme de sus afirmaciones en lo que se refiere a su sorprendente teoría sobre la construcción artificial de esas estructuras que él cree que es la única forma adecuada para explicarlos.

​ La cortesía de Wallace no le impidió decir, luego de analizar con minuciosidad las afirmaciones de Lowell, “que la vida animal, especialmente en sus formas superiores, no puede existir en el planeta Marte, por lo tanto, no solo está deshabitado por seres inteligentes como ha postulado Mr. Lowell, sino que de hecho es absolutamente inhabitable”.

Étienne Léopold Trouvelot, *El planeta Júpiter, observado el 1 de noviembre de 1880, a las 9:30 p.m.* Lámina IX de los Dibujos astronómicos de Trouvelot, 1881 Étienne Léopold Trouvelot, El planeta Júpiter, observado el 1 de noviembre de 1880, a las 9:30 p.m. Lámina IX de los Dibujos astronómicos de Trouvelot, 1881


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Las ideas de Haeckel tuvieron una influencia enorme sobre los científicos rusos, y se dejaron ver muy claramente en la obra de A. I. Oparin, un joven bioquímico que conocía muy bien las implicaciones de los postulados darwinistas. Ello le llevó a sugerir en 1924 que los primeros organismos habían sido bacterias heterótrofas —es decir, incapaces de sintetizar sus propios alimentos— surgidas a partir de sistemas de moléculas orgánicas formadas en la Tierra primitiva. En 1936 publicó una versión ampliada de su primer libro, que junto con el desarrollo de la planetología y de la química se habría de convertir en el referente esencial para entender la aparición de la vida en nuestro planeta e intentar explicar su posible presencia en otras partes del universo.

​ Basándose en las ideas de Oparin, en 1953 Stanley L. Miller, un estudiante del químico Harold C. Urey, de la Universidad de Chicago, llevó a cabo la primera simulación experimental de la Tierra primitiva. Diseñó un aparato muy simple en el que colocó una atmósfera de amoníaco, metano, hidrógeno y vapor de agua, y al someterla durante una semana a la acción de descargas eléctricas descubrió que se habían formado aminoácidos, hidroxiácidos, urea y otros compuestos de importancia bioquímica. El impacto científico y público de Miller-Urey difícilmente puede exagerarse. Pocas semanas después de la publicación del experimento de Miller, la Sociedad de Biología Experimental de Cambridge convocó una reunión especial para discutir el origen de la vida, a la que siguió una reunión en 1955 en el Politécnico de Brooklyn, en Nueva York, y un año después, otra más organizada por la New York Academy of Sciences.

​ El simposio más importante tuvo lugar en 1957 en Moscú. Presidido por el propio Oparin, marcó la posibilidad de diálogos científicos con la entonces URSS tras la muerte de Stalin. La probabilidad de vida extraterrestre no se discutió en la reunión de Moscú, pero el intercambio entre Oparin y Olga B. Lepeshinskaya —amiga del pseudocientífico y funcionario público Trofim Lysenko y muy cercana a Stalin— puede leerse como una indicación de las cuestiones ideológicas que a veces subyacen a las discusiones sobre el origen de vida en el universo. Haciendo gala de un simplismo dogmático y de una lectura doctrinal del materialismo dialéctico, Lepeshinskaya afirmó en el congreso que aunque aceptaba la propuesta de Oparin de que el origen de la vida no se podía explicar con la aparición repentina de una molécula viviente:

No podemos, sin embargo, estar de acuerdo con la otra proposición de A. I. Oparin de que formas de vida similares a las originales no pueden existir en condiciones naturales en el momento actual… Este valioso intercambio de ideas nos acerca a la conclusión de que el material de la vida es la proteína que puede desarrollarse y determinar el desarrollo. Y luego volvemos a recordar con agradecimiento las palabras de Federico Engels: ‘La vida es el modo de existencia de los cuerpos albuminosos’.

​ Fiel a su costumbre, Oparin no respondió de inmediato a la jaculatoria de Lepeshinskaya. Unos años más tarde publicó, junto con su amigo, el astrónomo Vasili G. Fesenkov, un pequeño libro en donde afirmaban que, en efecto, formas de vida similares a las entidades primordiales pueden existir en la actualidad, pero no en la Tierra, donde el surgimiento de la biósfera provocó cambios biogeoquímicos como la presencia de oxígeno libre, lo que impediría la formación y acumulación de moléculas orgánicas.

​ Sin que los asistentes a la reunión de Moscú de 1957 lo sospecharan, la URSS estaba a punto de lanzar unas semanas más tarde el satélite Sputnik. En el contexto de la Guerra Fría, este acontecimiento puede verse como una hazaña tecnológica cuyos impactos políticos y científicos siguen resonando hasta nuestros días. En julio de 1958, el gobierno de Estados Unidos creó una serie de comités y consejos asesores, incluyendo el llamado Space Science Board, presidido por Lloyd V. Berkner, un geo­físico extraordinario que años atrás había reconocido el papel de las cianobacterias en la acumulación de oxígeno libre en la atmósfera terrestre. Berkner había sido el principal promotor del Año Geofísico Internacional, se había interesado por la geoquímica y era también el contacto del Space Science Board con el Departamento de Estado. No debemos sorprendernos por ello. Como escribió Audra J. Wolfe hace unos veinte años, durante el periodo de la posguerra los científicos estadounidenses,

trabajando con los National Institutes of Health, la National Science Foundation y, por supuesto, con la Comisión de Energía Atómica, cooperaron con instituciones que, con o sin su conocimiento, apoyaban proyectos e investigaciones secretas. Más concretamente, todos estos programas, con su énfasis en el crecimiento económico y los logros nacionales, sirvieron al interés nacional […] las contradicciones que caracterizaron la exobiología estadounidense temprana son típicas de un periodo en el que las fronteras entre los intereses civiles y militares se desdibujaron más allá de lo reconocible.

​ Como afirmó el científico James E. Strick en 2004, tras el lanzamiento del Sputnik —como resultado de una compleja mezcla de intereses sociales, políticos, militares y científicos—, “el 29 de julio de 1958 el presidente Eisenhower firmó la Ley Nacional de Aeronáutica y del Espacio, convirtiendo a la NASA en la Agencia espacial de los EEUU. […] La NASA [se puede ver entonces como] el epítome de las instituciones científicas de la Guerra Fría”. Según Wolfe, gracias a la visión del biólogo molecular Joshua Lederberg y otros más, el estudio científico de la vida extraterrestre —a la que bautizaron como “exobiología”— se convirtió en un objetivo central de la política espacial. Lederberg se percató rápidamente del extraordinario potencial científico del programa espacial y se preguntó si podría confirmarnos la naturaleza de la información bioquímica más íntima, que es lo que más nos interesa. “¿Qué podrá decirnos sobre la composición de los aminoácidos de la biósfera terrestre?”, escribió el genetista estadounidense.

Ernst Haeckel, *La evolución del hombre, una exposición de los principales puntos de ontogenia y filogenia humana*, 1897Ernst Haeckel, La evolución del hombre, una exposición de los principales puntos de ontogenia y filogenia humana, 1897

​ Gracias a estas inquietudes académicas, la NASA dejó de definir las ciencias de la vida como un mero programa de “hombre en el espacio” y la biología espacial como un tema de medicina para comprometerse con la exobiología, que se consideraba como el estudio del origen, la evolución y la distribución de la vida en el universo. Era un buen momento: el creciente interés en la planetología y en la historia geo­química de la Tierra estimuló la aparición de un grupo vagamente definido de académicos que incluyó a los paleobiólogos Elso S. Barghoorn y Preston E. Cloud, así como a jóvenes investigadores de una amplia variedad de campos. Su juventud, audacia intelectual y empuje científico se complementaron con las nuevas políticas de financiación que se estaban implementando en las universidades de EEUU. Es en este contexto que la NASA se convirtió en el gran promotor del estudio del origen de la vida en la Tierra y en otros lugares, y en un actor esencial en la articulación de la red de científicos, laboratorios y estudiantes que vemos hoy.


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La búsqueda de vida extraterrestre sigue siendo rica en especulaciones y pobre en evidencias. Es cierto que hoy en día se conocen muchos sistemas planetarios extrasolares, pero eso no brinda certeza alguna. Como bien dicen los biólogos y genetistas H. James Cleaves y John H. Chalmers, que —hipotéticamente— los entornos planetarios capaces de albergar vida sean muy comunes, no implica necesariamente que también lo sea la vida en el universo. Los principales argumentos a favor de la existencia de otras formas de vida se apoyan en la diversidad y abundancia de compuestos orgánicos extraterrestres —presentes en el medio interestelar, cometas, asteroides y meteoritos—, las evidencias paleontológicas de la rapidez con la que la vida surgió en el planeta, la inmensa cantidad de estrellas similares al Sol y los sistemas planetarios extrasolares que se han descubierto. No obstante, ninguno de estos argumentos es concluyente en sí mismo.

​ Todo ello apoya la conclusión de que tanto la formación de los planetas como el origen de la vida son resultados naturales de los procesos evolutivos, pero eso no demuestra que sean productos inevitables de la evolución. La defensa de la supuesta abundancia de civilizaciones extraterrestres es aun más frágil. Como sostienen varios autores, esta conclusión está viciada por una serie de prejuicios sociales y expectativas insostenibles. Se basa, según dice Basalla, en una extensión injustificada del llamado principio de la mediocridad y está contaminada por una perspectiva antropomorfista de la evolución cósmica, que incluye una perspectiva utópica y escapista de cara a los problemas ambientales y de salud —incluida la inmortalidad, como afirmaba mi amigo, el astrofísico Frank Drake—.

​ Para consternación de quienes creen en la existencia de civilizaciones extraterrestres avanzadas, muchos científicos están ahora más interesados en la búsqueda de actividad biológica microbiana en otros planetas, pues es muy probable que el desarrollo de técnicas astrofísicas permita disponer de información sobre la presencia de gases de origen biológico en atmósferas de planetas extrasolares. El extraordinario interés que despertó el análisis del meteorito marciano ALH84001 hizo que el presidente Clinton declarara que Estados Unidos “pondría todo su poder intelectual en pos de la búsqueda de más pruebas de vida en Marte”. Los debates sobre el origen último de las estructuras y compuestos orgánicos en el meteorito marciano ALH84001 demostraron que no solo carecemos de una definición de vida, sino que no siempre podemos identificar con precisión las evidencias de actividad biológica.

​ Como consecuencia del interés creado por el análisis del meteorito ALH84001, en 1997 la NASA anunció la creación de su propio Instituto de Astrobiología (ya desaparecido), lo que significó el nacimiento de esta rama científica. Lo que pretendía ser una mera reorganización de las políticas financieras de la NASA fue rápidamente recibido como un nuevo y grandioso campo unificador de investigación. Al igual que la astrobiología, la exobiología surgió inicialmente como una medida burocrática plasmada en un programa de financiamiento comprometido con el estudio del origen y la evolución temprana de la vida, y rara vez se consideró que pudiera inaugurar una nueva era en el estudio del universo. Existen grandes diferencias entre la exobiología y la astrobiología. Quizás una de las más significativas esté dada por los cambios en el entorno científico y las políticas de financiación, radicalmente distintas de lo que eran hace cincuenta años. En la práctica, la exobiología tenía un alcance más limitado que la astrobiología y mantenía una distancia muy saludable de los escenarios de ciencia ficción y los matices religiosos. Desafortunadamente la redefinición de las relaciones públicas de la astrobiología ha traído consigo, junto con un abatimiento de los estándares académicos, una confusión entre la experiencia académica y la celebridad, lo que ha llevado a episodios desafortunados que incluyen afirmaciones sobre la supuesta existencia de ADN con arsénico en lugar de fósforo o la presencia de cianobacterias fósiles en meteoritos.

Étienne Léopold Trouvelot, *Grupo de manchas solares y veladas, observadas el 17 de junio de 1875 a las 7:30 a.m.* Lámina I de los Dibujos astronómicos de Trouvelot, 1881Étienne Léopold Trouvelot, Grupo de manchas solares y veladas, observadas el 17 de junio de 1875 a las 7:30 a.m. Lámina I de los Dibujos astronómicos de Trouvelot, 1881


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La existencia de vida extraterrestre es una cuestión científica y filosófica legítima. Sin embargo, como afirmó el evolucionista estadounidense George Gaylord Simpson, “la exobiología sigue siendo una ciencia sin ningún dato que la confirme, por lo tanto, no es ciencia”. Lo mismo parece aplicar para la astrobiología. Es difícil evaluar el papel de la contingencia histórica en los orígenes de la vida en la Tierra, y no podemos descartar la posibilidad de que incluso una ligera modificación del entorno primitivo pudo haber impedido la aparición de la vida en nuestro planeta. Por ello, no nos debe sorprender que algunos de los evolucionistas contemporáneos más distinguidos como George Gaylord Simpson, Ernst Mayr, Lynn Margulis y Theodosius Dobzhansky fueran también algunos de los críticos más duros de los esquemas teleológicos defendidos por quienes creen en la abundancia de vida inteligente en el universo. Su actitud crítica y su escepticismo son una lección que debemos tener presente. Por desesperanzadora que pueda ser esta conclusión, la vida en la Tierra puede ser un fenómeno raro o, tal vez, único en el universo.

Este texto está basado en buena medida en el artículo del mis­mo autor “Is the Universe teeming with life?”, Memorie della Società Astronomica Italiana, 2019, vol. 90, pp. 575-580.

Imagen de portada: Étienne Léopold Trouvelot, Grupo de manchas solares y veladas, observadas el 17 de junio de 1875 a las 7:30 a.m. Lámina I de los Dibujos astronómicos de Trouvelot, 1881

  1. Edgar Rice Burroughs fue un escritor estadounidense de fantasía y ciencia ficción. Es conocido por haber creado al personaje de Tarzán y por los libros que conforman su Serie Marciana. Por su parte, Percival Lowell fue un astrónomo estadounidense que durante toda su vida defendió la existencia de canales de origen artificial en Marte. Algunas de sus obras más importantes son Mars and Its Canals (1906) y Mars as the Abode of Life (1908) [N. de los E.].