En un número reciente de Discover leí sobre el Reloj del Largo Ahora. ¿Has escuchado sobre él? Será una especie de gigantesca computadora mecánica, lenta, simple e ingeniosa, que marcará la hora, el día, el año, el siglo, el milenio y la precesión de los equinoccios, con un enorme planetario para dar seguimiento al inmenso tictac de los seis planetas visibles al ojo sobre su gran muelle espiral orbital. El Reloj del Largo Ahora tendrá una altura de dieciocho metros, costará decenas de millones de dólares, y una vez que esté terminado, sus diseñadores y patrocinadores —entre ellos el visionario ingeniero Danny Hillis, pionero en el concepto de procesamiento masivo en paralelo; el mahatma de Whole Earth, Stewart Brand, y el compositor británico Brian Eno (uno de mis dioses domésticos)— planean esconderlo en una cueva en el Parque Nacional Great Basin en Nevada, a distancia de un día a pie de cualquier lugar. Ah, y va a estar en marcha por diez mil años. Eso es un periodo tan largo como el que nos separa de los primeros artífices de alfarería, que es una de las tecnologías más antiguas que tenemos. Diez mil años es dos veces la edad de la pirámide de Keops y dos veces la edad de aquel cuerpo momificado hallado en los Alpes suizos, que es una de las momias más antiguas que se han descubierto. El Reloj del Largo Ahora está siendo diseñado para funcionar óptimamente con mantenimiento humano a lo largo de todo ese tiempo, aunque durante los periodos en los que no haya nadie para darle servicio, el gigantesco reloj se las arreglará para ajustarse solo. Sin embargo, aun si el Reloj del Largo Ahora no dura diez mil años, aun si se avería a la mitad o a una décima parte de ese tiempo, este loco artilugio ya habría cumplido su propósito desde tiempo atrás. De hecho, quizás el reloj haya cumplido su mayor tarea antes de ser terminado, y tal vez incluso sin haber sido construido. El propósito del Reloj del Largo Ahora no es medir el tránsito hacia el futuro ignoto de la raza de criaturas que lo construyó, sino revivir y restaurar la idea misma del Futuro; ponernos a pensar en el Futuro de nuevo, en el mismo grado en que solíamos hacerlo, si no es que de la misma manera exacta, y reinstaurar la noción de que no sólo legamos el futuro —aunque lo hacemos, ya sea que pensemos en ello o no—: también, en el sentido más amplio del pronombre de primera persona plural, lo heredamos. Los Sex Pistols tenían razón, estrictamente hablando: no hay futuro, para ti ni para mí. El futuro, por definición, no existe. El Futuro, con mayúscula o sin ella, siempre es sólo una idea, una propuesta, una situación hipotética, un bosquejo de un loco artilugio que quizá funcione y quizá no. El Futuro es una historia que contamos, una narrativa de esperanza, temor o asombro. Y es una historia que, desde hace ya algún tiempo, ha faltado en nuestras vidas. Dentro de diez mil años: ¿Puedes imaginar ese día? Bueno, pero ¿de verdad? ¿Crees que el Futuro va a suceder? Si el reloj funciona como debe —si dura—, ¿crees que habrá un humano por ahí para presenciar, ya no digamos lamentar su fin, para apreciar su éxito, su fidelidad, su inmensa antigüedad? ¿Qué tal dentro de cinco mil años o incluso quinientos? ¿Puedes expandir el horizonte de tus expectativas para nuestro mundo, para nuestro complejo de civilizaciones y culturas, más allá de la vida de tus hijos y de las dos o tres generaciones siguientes? ¿Puedes siquiera imaginar la sobrevivencia del mundo más allá de la actual presidencia?
Cuando leí sobre el Reloj del Largo Ahora, me sorprendió ver cuánto tiempo había pasado desde la última vez que dediqué algún pensamiento al estado del mundo dentro de diez mil años. En una época fui visitante frecuente de ese lugar imaginario. Y no me refiero solamente a que me encontraba de manera regular con el Futuro en las páginas de las novelas o cómics de ciencia ficción, o al mirar un programa televisivo como Los Supersónicos (1962) o una película como Debajo del planeta de los simios (1970). La historia del Futuro me fue contada mientras crecía, no sólo en el arte y los medios populares sino en la arquitectura pública y doméstica, el diseño industrial, los libros de texto, parques temáticos e instituciones públicas, desde museos hasta agencias gubernamentales. Escuché la historia del Futuro cuando contemplé el perfil de nave espacial del Studebaker Avanti, en Tomorrowland a través de las ventanillas del monorriel de Disneyland, y en el contador giratorio de plástico del reloj Seth Thomas Speed Read de mi padre. Recuerdo haber escrito un reporte sobre la hidroponia en sexto año; si me hubieran dicho que para 2005 seguiríamos cultivando nuestras hortalizas en la tierra, se me habría roto el corazón. Aun treinta años después de su más pura expresión en las portadas de revistas pulp como Amazing Stories y, en forma suprema, en la Feria Mundial de Nueva York de 1939, el discurso cultural colectivo del Futuro siguió siendo ante todo un discurso optimista sobre las inminentes bendiciones de la tecnología y la meritocracia benevolente y asistida por computadoras de los “camaradas con compasión y visión” de Donald Fagen. Sin embargo, para principios de los años setenta —de hecho, desde principios de la historia del Futuro—, no todo era granjas bajo el mar y vacaciones familiares en Titán. A veces el Futuro podía ser muy deprimente. Si el holocausto nuclear no arrasaba todo, entonces la humanidad sería esclavizada por las computadoras, por los ineluctables silogismos de “la Máquina”. Mi niñez prodigó una serie de sombríos pronósticos cinematográficos cuyo mejor ejemplo es la trilogía hestoniana que comenzó con el primer Planeta de los simios (1968) y continuó con La última esperanza (1971) y Cuando el destino nos alcance (1973). Abundaban las imágenes de distopías futuras en los álbumes de rock de la época, como en Diamond Dogs (1974) de David Bowie y 2112 (1976) de Rush, y los futuros presentados por los escritores de ciencia ficción de los años setenta, como John Brunner, tendían a ser implacable o irónicamente desoladores. Así pues, en su conjunto las historias del Futuro presentaban una encantadora ambigüedad. La otra cara del maravilloso futuro de Los Supersónicos podría ser una historia de tecnotiranía corporativa autoritaria a nivel mundial, pero la otra cara de un paisaje de pesadilla mutante post-apocalíptica, como el representado en La última esperanza, era un paisaje de esplendor semibárbaro y libertad irrestricta (aunque peligrosa) para deambular, como el que encontré en las páginas del cómic clásico de Jack Kirby, Kamandi, el último chico sobre la Tierra (1972-1976). Esa ambigüedad y su encanto, la tensión cambiante entre la promesa y la sombría amenaza del Futuro, era en sí misma un tipo de historia sobre las maneras, por extrañas o trágicas que sean, en que la humanidad (y por consiguiente la cultura estadounidense y sus valores, por más extraños y trágicos que sean) continuaría a pesar de todo. “Eed plebnista”, recitaban los yanquis degenerados en el episodio “La gloria de Omega” de Viaje a las estrellas. De algún modo habían logrado aferrarse al “norkon forden perfectunun”, preámbulo de la constitución de los Estados Unidos, y venerarlo como un galimatías sagrado. Sólo necesitaban que el capitán Kirk llegara y añadiera un poco de agua interpretativa al documento deshidratado, y el estilo de vida estadounidense florecería de nuevo.
No sé qué le pasó al Futuro. Es como si hubiéramos perdido nuestra capacidad, o nuestra voluntad, de concebir cualquier cosa más allá de los siguientes cien años, más o menos; como si careciéramos de la fe fundamental en que habrá realmente algún futuro más allá de esa fecha no muy distante. O tal vez dejamos de hablar del Futuro en la época en que llegó, con sus microchips y sus ciclos de noticias de veinticuatro horas. Algunos días, cuando uno recoge el periódico, parece que lo hubieran escrito J.G. Ballard, Isaac Asimov y Philip K. Dick. Reproducción sexual humana sin material genético masculino, virus digitales, robo de identidad, bomberos y dragaminas robóticos, control del clima, manipulación farmacéutica del humor, extinción rápida de especies, presidentes de los Estados Unidos controlados por pequeñas cajas montadas entre sus omóplatos, imperios con aire acondicionado en el desierto de Arabia, corporatocracia transnacional, televisión de realidad… A veces parece que el futuro imaginado a mediados el siglo XX fue una especie de lista en la que hemos estado muy ocupados marcando los puntos cumplidos como para molestarnos en ampliarla. Mientras tanto, el menguante número de puntos que quedan en la lista —colonización interplanetaria, computadoras dotadas de inteligencia, cuasi-inmortalidad de la conciencia por medio de descarga o transplante cerebral, un gobierno global (ya sea fascista o tolerante)— se ha representado y vuelto a representar tantos cientos de veces en películas, novelas y televisión, que paradójicamente parece ya logrado, ya conocido, vivido y dejado atrás. Pasado, en otras palabras. Ésta es la paradoja que subyace a nuestra pérdida de creencia o interés en el Futuro, que a su vez ha producido un fracaso cultural colectivo para imaginar ese futuro, cualquier Futuro, más allá del límite de un par de siglos. Se representó al Futuro tan a menudo y por tanto tiempo, en los términos y estilos característicos de tantos periodos históricos, desde, digamos, Julio Verne en adelante, que en algún momento la idea misma del Futuro —junto con el apetito cultural por él— llegó a sentirse como algo histórico, pasado de moda, ya no viable ni asequible. Si preguntas sobre el Futuro a mi hijo de ocho años, él básicamente piensa que el mundo va a acabar y punto. Probablemente por el calentamiento global, dice —inundaciones, tormentas, desertificación—, aunque la posibilidad de una pandemia viral, impacto de asteroide o algún tipo de intercambio nuclear no es ajena a su idea de los días venideros. Quizá no sea mañana ni dentro de un año. El niño es más que capaz de llenarse la cabeza de vapor optimista por la próxima semana, las siguientes vacaciones, su décimo cumpleaños. Sólo el mundo dentro de cien años deja sus esperanzas en blanco. Mi hijo parece dar por hecho el fin de todas las cosas, de todos los esfuerzos y creaciones humanas. Se ve a sí mismo viviendo en la última página, si no es que el último párrafo, de un largo, extraño y desconcertante libro. Si a mis ocho años me hubieras dicho que un niño del futuro se sentiría así —y lo que es más, que vería cierta justicia en nuestra final extinción, que creería que el mundo estaría mejor sin seres humanos—, eso habría sido aún peor que oír que en 2006 no hay megagranjas hidropónicas, colonias humanas en Marte ni mochilas-cohete para todos. Eso sí que me habría roto el corazón. Cuando le hablé a mi hijo sobre el Reloj del Largo Ahora, escuchó con mucha atención y miramos las fotos en el sitio web de la Fundación del Largo Ahora. “¿De verdad habrá gente entonces, papá?”, dijo. “Sí, la habrá”, le respondí sin dudar. No sé si eso es verdad, no más de lo que saben Danny Hillis y sus colegas, con los relojes palpitantes de su esperanza y los planetarios de su imaginación. Pero al tener hijos —al engendrarlos, al amarlos, al enseñarles a amar y preocuparse por el mundo—, los padres están apostando, ya sea que lo sepan o no, por el Reloj del Largo Ahora. Están apostando por sus hijos, y los hijos de sus hijos, y los hijos que sigan después, en toda la sucesión hasta el año 12006. Si no crees en el futuro, sin reservas y con ensoñación; si no estás dispuesto a apostar a que habrá alguien ahí para llorar cuando al fin el reloj se detenga dentro de diez mil años, entonces no entiendo cómo puedes tener hijos. Si tienes hijos, no entiendo cómo puedes no hacer todo lo que esté en tu poder para asegurar que ganarás tu apuesta, y que ellos, y sus nietos y los nietos de sus nietos, heredarán un mundo cuya perfección jamás podrá ser igualada por criaturas cuya imaginación para perfeccionar es ilimitada y libre. Y no veo cómo alguien podría obligarme a pagar la apuesta si al final resulta que me equivoqué.
Imagen de portada: Robotina. Fotograma de Los Supersónicos, 1962. ©Hanna-Barbera
Publicado originalmente en Details en enero de 2006.