En agosto de 1492 se llevó a cabo la primera de muchas travesías hacia el descubrimiento de América. La tripulación que acompañó a Cristóbal Colón, que ya soñaba con tierras situadas en el Atlántico entre las Indias occidentales (Portugal) y las Indias orientales (Japón), constaba de 120 hombres y estaba conformada por campesinos, herreros, criados, soldados, y entre todos ellos: Rodrigo de Triana, el marinero que, un par de meses después —exactamente en la madrugada del 12 de octubre de 1492—, vislumbraría a lo lejos el primer puerto americano que tocarían los navíos españoles: las lumbres flotantes de la isla de Guanahani. Rodrigo de Triana, si bien es el primer hombre que ve tierra, es también aquél a quien no se le reconoce nunca dicha hazaña. En Historia general de la Indias y vida de Hernán Cortés, Francisco López de Gómara habla sobre un marinero que apunta ser proveniente de Lepe. Se llamaba Rodrigo Pérez de Acevedo y se le atribuye “de Triana” debido al tiempo que vivió en el homónimo barrio de Sevilla. Por otra parte, hay testimonios de compañeros de viaje que se refieren a él como Juan Rodríguez Bermejo, procedente de Sevilla. Se sabe que fue hijo de un alfarero que murió quemado en la hoguera mientras él se encontraba en la expedición de Colón, y se sabe que iba a bordo de la Pinta, carabela a cargo de Martín Alonso Pinzón. Imaginemos esto: ya a inicios de octubre todo mundo creía ver tierra por donde mirasen. La aparición de un par de alcatraces en los mástiles de los navíos, el avistamiento de alguna ballena y “un pez verde de los que no se alejan de las rocas” eran símbolos de tierra próxima. Cristóbal Colón rectificó un par de veces el rumbo en sus exploraciones náuticas siguiendo su instinto. Usó, como todo marinero experimentado, la habilidad para jugar con la desesperación a su favor. Sabía que a través del vuelo de las aves los portugueses hallaron sus tierras. Se inclinó hacia la hierba en la marea y sacó un cangrejo que puso a caminar por el dorso de su mano. Todo indicaba a la menor provocación tierra a la vista. El 11 de octubre, a las diez de la noche, Cristóbal Colón cree ver algo en la línea marina, pero inseguro de atribuirle a una luz en las tinieblas la virtud de una isla, lo intenta constatar con un compañero de barco. Al parecer ninguno de los dos, o tres, logran afirmarlo con seguridad. Cuatro horas después, en la Pinta, que va al frente de las flotas, nada puede menguar la atención de nuestro marinero de Lepe, quien toma un astrolabio y descubre el nuevo mundo: “¡Tierra! ¡Tierra!”, grita Rodrigo de Triana y comienza la algarabía en la embarcación, salutaciones por aquello que sugería reposo, oro, y lo que algunos consideran el inicio de la Edad Moderna. Como compensación para el ávido vigía que primero divisara tierra, existían diez mil maravedís (o treinta escudos de renta), como muestra de generosidad de los reyes de España, y un portentoso chaleco de terciopelo, cortesía de Colón. Mas nada de esto fue para Rodrigo de Triana. Ni nada que le debiera la historia le fue pagado.
Cristóbal Colón se adjudica el acto heroico de haberse percatado antes que nadie de la presencia de la isla que él llamaría San Salvador. Curiosamente, años después se le concedería a Américo Vespucio la primicia de descubrir América. Colón tendría como premio de consolación una última expedición en 1502 por caridad de la reina Isabel de Castilla. En los menesteres propios de un marino sin mayores dotes se encuentra estar destinado a ser uno más en el gentío, un soldado más de la tripulación. Rodrigo de Triana se queda sin proeza, monedas ni jubón elegante de seda, y quien no recibe las albricias prometidas se vuelve rencoroso. Se sabe que el marinero de Lepe, al volver a Castilla, disputó con los reyes su reconocimiento y compensación, pero fue completamente ignorado. Algunos dicen que al volver a España renegó de su fe católica, se desterró a África y cambió a Jesucristo por Mahoma. Una historia alterna lo sitúa en un destino que llama aún más mi atención y me hace encontrar una semejanza sutil con el infortunio de Palinuro, el desgraciado timonero a cargo de la nave de Eneas, lanzado al mar como sacrificio a cambio de una navegación segura en su viaje de retorno. Rodrigo de Triana, años después, se embarca como piloto en una nueva expedición hacia las islas Molucas. Siete naves conforman el viaje y eventualmente la tripulación sufre la voluntad del océano Pacífico: se ve envuelta en una serie de adversidades y contratiempos naturales; se pierden los unos a los otros por intervalos. La nao capitaneada por Rodrigo de Triana, Santa María de la Victoria, encalla y la calamidad no tarda en llegar: se desata una epidemia de escorbuto. Existe, por lo tanto, una flecha que apunta a que el 24 junio de 1526, a la edad de 57 años, Rodrigo de Triana —sin haber llegado nunca a las islas Molucas y muerto por escorbuto— fue arrojado al mar. En otra indagación, deseosa de un final feliz, se escribe que fue visto en julio de 1537 “acompañado de Leonor, su dulce esposa, en Ronda, la histórica ciudad de las serranías de Málaga”, aunque puede ser que se trate de otro Rodrigo o Rodríguez. Una confusión parecida se había suscitado ya antes en la Pinta: algunos historiadores aseguran que el primero en avistar tierra fue un marinero que no era de Lepe sino que se trataba de un Lope y se llamaba Pedro: Pedro de Lope de la Redondela, de Huelva. Resulta comprensible que personajes como Rodrigo de Triana estén sujetos a innumerables especulaciones. Los hermanos Pinzón, por ejemplo, almirantes al mando de las dos carabelas, cayeron en el olvido, y hasta del mismo Colón se desconoce en qué lugar se encuentra enterrado. Recuerdo a una profesora, en una clase de la universidad, que aseguraba que el marinero andaluz era bizco. Era fascinante pensar que el vigía que había atestiguado, con catalejo puntual, la primera isla en la expedición de Colón era bisojo. En algún otro momento se dijo que al llegar a África se había suicidado. Juan Rodríguez de Bermejo fue un hombre de muchos rostros y a la vez de ninguno. Fue Rodrigo de Lepe, Rodrigo de Triana, marinero andaluz, con múltiples sitios de procedencia y cuya existencia, incluso, se ha puesto en duda. Me atrevo a conjeturar, a usufructo, que el hombre y el continente estaban unidos a un mismo destino como un animal híbrido, que un hombre sin retratos ni historia probablemente podía ser el único, el elegido para hallar los indicios de un continente igualmente desconocido, añorado, en una expedición sin antecedentes y a través del “mar temible”, como se le conocía al océano Atlántico.
Imagen de portada: Mapa de América, Giovanni Battista Massa y Donato Rasciotti, ca. 1590-1597. Library of Congress Geography and Map Division Washington, D.C.