Fragmento
Luís Serra Pablo, el hijo del autor, nació con una “encefalopatía no filiada” llamada comúnmente “parálisis cerebral”. Sin embargo, durante sus nueve años de vida Llullu (como cariñosamente lo llama su familia) nunca fue diagnosticado con exactitud. La ausencia de palabras para nombrar la experiencia de Llullu guía la bitácora que articula Quieto. En esta deslumbrante novela Serra busca “una forma narrativa de explicar el ambivalente estado emocional que provoca tener un hijo que no progresa adecuadamente. Un estado a menudo expuesto al aguijón del dolor, pero en el que predomina el regocijo y cierto embeleso.”
Recuerdo a los muchachos en formación, rodeados de gente que les aplaude. Recuerdo la piscina al fondo, separada de la pista por una valla metálica. Recuerdo el billar a la derecha y la diana llena de dardos. Recuerdo mi mano derecha que sigue el ritmo tecleando con los dedos sobre el manillar de la silla de Lluís.
Pals, L’Empordà, 2 de agosto de 2002 Mi sobrino Oriol crece entre la simplicidad y la complejidad. Sus intereses más inmediatos desembocan en el mundo del deporte, en el que casi todo es objetivable y numérico. Pero Oriol tiene otras inquietudes que le hacen asomarse al oscuro abismo del miedo y, sobre todo, al abismo iluminado de la curiosidad. Desde que, hace dos años y medio, nació Lluís, cada verano asistimos a su crecimiento en directo durante la semana que ejercemos de padres suplentes en un camping de Pals. Aquí las rutinas forman parte del juego y los niños pronto aprenden a colocar la libertad que ansían en una parrilla horaria lo suficientemente relajada y un espacio bien definido por los límites físicos del camping. Oriol se pasa el día yendo arriba y abajo en su bici, hecho un centauro. Tiene diez años, y acaba de descubrir los entresijos de la amistad. Me fascina verlo pasar de la euforia a la depresión por nimiedades que agitan a la pandilla de amigos que se forma en la vecindad del camping. Carla sólo tiene seis años, y la relación que establece con sus amigas es aún muy tutelada. Lluís, alienígena desde las cinco semanas de vida, se pasa el día de la hamaca a la silla de ruedas y viceversa. La silla, a pesar de su peso, todavía se puede confundir con un cochecito convencional. Cuando nos lo llevamos de paseo por las playas de Pals no son extraños los rostros que se iluminan con una mirada beatífica al tomarlo por un bello durmiente. Esta noche la programación dinamizadora del camping ha previsto baile. Hay noches de cine al aire libre, campeonatos de billar o ping-pong, actuaciones de música ligera y noches de baile, como hoy. Un pinchadiscos cubano galvaniza las terrazas del bar que rodean la piscina. La mezcla es notable. Los residentes habituales que llevan años veraneando en el camping comparten pista con los visitantes efímeros de las nacionalidades más diversas. Todos lucen el uniforme de gala del turista de playa: pantalón corto, chancletas y tirantes. Las carnes, más o menos tostadas, se agitan al ritmo desbocado que marca el cubano. Los tobillos se tuercen, los tirantes se deslizan y algún pecho rebelde se escapa. El alcohol más consumido es la cerveza, pero la sangría también tiene mucha salida. Bailan las chicas, bailan los chicos, bailan las madres jóvenes con sus críos y bailan las abuelas abrazadas de dos en dos. Si el cubano quisiera, todos los que ahora mismo llenamos la pista saltaríamos la valla metálica y nos lanzaríamos a la piscina de cabeza, aunque estuviese vacía. La mezcla de estilos es espectacular. Por un momento, me fijo en el mar de pies que pisan la terraza y me doy cuenta de lo difícil que sería extraer de ellos un principio armónico. El caos impera. Debe de ser que esta música caribeña incita a la desbandada, pero costaría hallar dos pares de pies que siguieran el mismo ritmo, con el agravante de que un enjambre de críos juega a atravesar el bosque de piernas con ganas de maraña. De pronto, acaba la especie de mambo que nos mantenía en movimiento y empiezan a sonar los primeros compases de un éxito country de la temporada. Se escucha, como un eslogan, un contundente no rompas más mi pobre corazón. Aliviado, me retiro de la terraza que hace de pista y vuelvo a la mesa de la terraza superior, junto al Llullu. Como suele pasar en las pistas de baile, el cambio de melodía provoca un tumultuoso intercambio de posiciones. Si el estilo de la canción entrante se aleja mucho del de la saliente, la pista deviene un andén de metro en el momento del abordaje. Mientras intento hacer prevalecer el dejen-salir-antes-de-entrar me topo con mi sobrino. Oriol me saluda con un leve movimiento de cabeza y sigue a su grupillo hasta el centro de la pista. Me extraña ese repentino interés por el baile del núcleo duro de la selección catalana de fútbol-sala que cada tarde se enfrenta, con suerte desigual, a los hijos de los turistas holandeses que conforman la naranja mecánica de Pals, culés perdidos los unos y los otros.
Cuando consigo sentarme al lado de los de casa lo entiendo todo. Oriol y sus amigos han colonizado el centro de la pista y ejecutan con gran destreza la coreografía country que los creadores de esta cancioncilla de verano han conseguido imponer. Pasos adelante y atrás, brazos en jarras, giros de noventa grados y cosas así. Un baile ideal para quienes no saben ni sabrán nunca bailar. Basta con memorizar los pasos y el cuerpo los sigue, transportado. Da gusto verlos ocupar el centro de la pista, con las miradas perdidas y la memoria en los pies, dominando completamente una situación que más bien les incomoda. Exhibiéndose. Haciendo lo que hay que hacer. Sin perder el paso en ningún momento. Esta formación entre marcial y galante en el centro de la pista arrastra a muchos adultos, que se añaden a la escuadrilla. Otros, que tal vez no conocen los pasos o temen hacer el ridículo si se aventuran a salir del caos, se separan un poco y rodean a los protagonistas del momento. La melena de Oriol destaca, en el centro de la formación, porque mi sobrino complementa los movimientos canónicos de la coreografía con unos soplidos espectaculares destinados a sacarse el flequillo de los ojos. Toco el brazo de Mercè y le pongo cara de míralo. Ella sonríe. Su mirada gozosa contrasta con la cara de Chucky que ahora mismo pone Lluís, poseído por la cosa esa que ni los neurólogos ni los brujos han conseguido identificar ni mucho menos eliminar. Tieso en su silla con una mueca perversa, el puño izquierdo en alto y la pierna derecha extendida, sufre una crisis epiléptica. La séptima u octava del día. La enésima. Mientras la voz del vocalista articula la melódica petición de clemencia contra las roturas de corazón y el comando futbolero capitaneado por Oriol reina en la pista, una idea obsesiva nace en cualquier recóndito rincón de mi cuerpo, me sube por la garganta como un coágulo y se me instala en el cerebro con una potencia cancerosa inaudita. Llu-llu-nun-ca-lo-ha-rá. Son, hiato mediante, siete sílabas anodinas que deben de habitar en los cerebros de muchos padres frustrados por las expectativas truncadas de sus hijos, pero he de reconocer que nunca hasta ahora se me habían impuesto con tanta claridad. Son innumerables las cosas que Lluís, como cualquier otra persona, nunca será capaz de hacer. Eso lo sé, o creo saberlo, desde hace mucho tiempo, pero la simple constatación de que nunca aprenderá los pasos de baile del no-rompas-más-mi-pobre-corazón me aflige sobremanera. Tanto, que me quedo con los ojos abiertos, sin parpadear, hasta que la hiriente sequedad provoca cierta reacción lacrimal. Lloro por primera vez en no sé cuántos años. No son demasiadas lágrimas, pero tres respiraciones entrecortadas las empujan de un modo inequívoco hacia el sur de mis mejillas. Me parece que Mercè no se da cuenta. Le ayuda que, pocos segundos después, se acabe el tema country, el cubano pinche uno de Madonna y los amigos de Oriol huyan como alma que lleva el diablo del centro de la pista en dirección a la zona de juegos del camping, justo en la otra punta. Vuelvo la cabeza para seguir la huida de Oriol y tanto Mercè como Lluís quedan situados detrás de mi cogote, ajenos a las lágrimas que ya fluyen por mis mejillas. Porque justo ahora, al ver correr a Oriol, aún me obsesiona más la idea clara de que Lluís nunca lo hará. Y mira, que no sepa bailar country, pues tiene un pase. Porque, en realidad, lo del no-rompas-más-mi-pobre-corazón no deja de ser una horterada y dentro de cuatro días nadie lo recordará, pero que no sepa correr con la elegancia desgarbada que ahora mismo exhibe mi sobrino Oriol ya es otra cosa. Eso sí que es una maldad que nadie debería tolerar. Una verdadera putada. Los componentes de la selección catalana alevín del camping Interpals se alejan corriendo de mi posición de comentarista y derramo lágrimas a chorro, que me inundan las mejillas y siguen su curso hasta humedecer la camiseta del Correllengua que esta mañana me he puesto.
Tomado de Màrius Serra, Quieto, versión del autor, Anagrama, Barcelona, 2008, pp. 47-51. Se reproduce con autorización.
Imagen de portada: Fotomontaje del folioscopio a partir de las fotografías de Jordi Ribó