Es una tarde templada de verano en Alaska y, a lo lejos, vemos una manada de lobos. La hembra alfa acaba de dar a luz a sus cachorros. Vigila la entrada de su guarida, una cueva poco profunda en la ladera de una colina que bordea un pequeño pantano, que es también un estanque de castores. Los pastos y juncos alrededor de la guarida son ideales para dormir y jugar. La vista de toda la región se extiende, panorámica, por más de un kilómetro y medio. De tan sólo seis semanas, cinco cachorritos ya están subiéndose unos encima de otros: mordisquean, juegan, gruñen, aúllan. La jauría regresa de una cacería exitosa. Al frente, el macho más grande, padre de los recién nacidos. El resto de la manada descansa bajo los árboles adyacentes a la guarida. El padre camina directamente hacia ella, donde lo recibe su pareja con un meneo de cola entusiasmado y lloriqueos y gemidos llenos de placer. Está contenta de verlo regresar. Pero su placer es poco comparado con el de los cachorros, que se lanzan encima de su padre dando chillidos llenos de deleite. Saltan hacia su cara y lo besan salvajemente alrededor del hocico, lo amasan con sus patitas, lo acarician con los belfos, mordisquean su boca y su cabeza. Él retrocede un poco, luego abre las fauces de par en par y devuelve toda la comida que les ha traído, armando pequeños montoncitos para que sus hijos puedan comer sin competir. La comida está fresca; ha sido preservada en su estómago como si se tratase de una bolsa de supermercado, y es tanto para los cachorros como para la madre. Todos han estado esperando con grandes ansias. Este vistazo a la vida en una guarida de lobos es algo insólito. Hemos adquirido conocimiento certero sobre ellos de manera muy paulatina y con gran dificultad, y el progreso ha sido obstaculizado por una concepción errónea de estos animales. Los hombres, primordialmente, se han dado a la tarea de construir paralelismos entre los sexos masculinos del ser humano y del lobo cuando en realidad no existen, o han centrado su atención en torno a un área que puede ser exagerada con facilidad. El lobo como agresor. El lobo peligroso. El lobo solitario. Yo mismo he sentido el poder de estos prejuicios. A sabiendas de que no existe un solo registro de ataques de lobos sanos a seres humanos en Estados Unidos,1 ni uno, la idea de que el lobo es un animal peligroso crece como la mala hierba. En un viaje que hice hace no mucho a la República Checa me llevaron a una zona remota donde un hombre había estado viviendo con una loba los últimos siete años. El hombre, un tanto excéntrico, había cercado casi una hectárea, donde él y su compañera pasaban gran parte del tiempo. Mientras me aproximaba, el hombre me advirtió que rara vez dejaba que alguien entrara al refugio, pero que había leído mis libros sobre los perros y estaba encantado de tenerme de visita. Me hizo un gesto, invitándome a entrar. Mis compañeros dudaron, dejando en claro que esperaban que yo encabezara la marcha. Entré con gran audacia, pero de pronto me invadió un miedo primitivo, un mecanismo de protección que me llevó a ahacer chistes malos sobre lo linda que era la vista desde afuera. Tan pronto como entré (como era fácil imaginar) la loba se soltó a correr hacia el lado opuesto del lugar. ¡Nada la convencía de salir a saludar al “experto” en lobos que había venido a visitarla! Ella estaba mucho más aterrada que yo. Sin duda, el miedo que yo sentí está arraigado en nuestro enorme repositorio de información falsa y prejuicios en contra de los lobos. En contraposición con el mito del lobo feroz, agresivo y solitario, está la realidad que muestra a los lobos como buenos padres y madres, una concepción que nos hemos tardado en construir, pero ha valido la pena. Y aunque la verdadera historia de este aspecto del comportamiento lobuno es bastante reciente tiene que haber existido en lo profundo del inconsciente humano por mucho tiempo. De otra manera, ¿cómo podríamos explicar que los seres humanos, desde tiempos inmemoriales, nos hayamos aferrado a otro mito (que refleja, según muchas personas, la realidad histórica): que los lobos pueden criar a nuestros hijos? Según la leyenda, Rómulo y Remo, fundadores de la antigua Roma, eran niños lobo.
En los años 40 la descripción del caso de un niño lobo —que se consideró genuino en su momento— cimbró al público estadounidense. A eso contribuyó el testimonio de primera mano de uno de los protagonistas de esta historia. Nada menos que Arnold Gesell, profesor de pediatría en Yale, quien garantizó la autenticidad del caso en su libro Wolf Child and Human Child (El niño lobo y el niño humano). Yo comparto la idea de Ashley Montagu, quien se pronunció emocionalmente a favor de la historia, pero dijo que como científico no podía aceptarla. Cuando le pregunté al gran etólogo Donald Griffin si creía posible que un lobo aceptara a un humano como hijo me contestó: “No creo que sea totalmente imposible.” Marc Bekoff, un experto con aún más autoridad en lo concerniente a los lobos, me dijo: “Creo que es completamente posible que un lobo acepte a un bebé humano en ciertas circunstancias.” Desde el punto de vista del lobo podría ser aceptable, pero los pediatras con quienes he hablado consideran que es poco probable que un bebé sobreviva con sus cuidados. Sea cierto o no, lo interesante es que los humanos hemos imaginado que una loba podría amamantar a un bebé humano, y que el lobo no sólo lo permitiría sino que protegería al niño de cualquier peligro. Yo creo que no es pura fantasía. La similitud entre las familias humanas y lobunas es profunda; lo hemos intuido por siglos. Es el cómo lo que sigue siendo un misterio. ¿Qué sabemos de la vida social de los lobos? No tanto como nos gustaría, pero un hecho que sabemos con certeza es que los lobos, como casi todos los cánidos silvestres, son padres extraordinarios. Una jauría consiste de ocho animales o menos, de los cuales casi todos están emparentados entre sí. La dupla reproductiva es el elemento más valioso de la manada. El macho y la hembra se eligen entre sí, y el lazo que forman dura muchos años, a veces toda la vida. Ese lazo sólo se estrecha con la reproducción de una camada, a la cual por lo general el par cría en conjunto. En las primeras semanas de vida los cachorros interactúan intensamente entre sí, y es precisamente esta cercanía a tan temprana edad la que aglutina en años venideros a la manada, la cual consiste en su mayoría de hermanas y hermanos. A las tres semanas de edad los cachorros comienzan a interactuar con otros miembros adultos de la jauría. Los lazos afectivos se conservan en la adultez temprana y le otorgan gran cohesión a la vida en manada. A las diez semanas los lobeznos empiezan a salir de la guarida, casi siempre de noche, y se juntan en varios refugios temporales, llamados sitios de encuentro, donde pueden descansar. A los seis meses los pequeños lobos pueden unirse a la cacería y ya son capaces de viajar largas distancias. Pasado ese tiempo los lobos dejan de establecer nuevos lazos fuertes con otros lobos, salvo cuando eligen a sus propias parejas. Casi todo lo fundamental, en términos emocionales, ha ocurrido ya dentro de la guarida.
Es justo en la guarida o en sus alrededores donde observamos al lobo comportarse como padre. En este papel, el lobo caza para sus crías y su pareja, lame a los cachorros, limpiándolos con ahínco, vigila la guarida y protege a quienes yacen dentro. Una vez que son lo suficientemente grandes para seguirlo les enseña cómo ser un lobo. Estos animales pasan por un proceso crucial de socialización, al igual que los seres humanos. Necesitan aprender reglas, familiarizarse con la jerarquía de la manada y descubrir su lugar en ella. La mayor parte de este conocimiento se pone al alcance de las crías gracias a los esfuerzos conjuntos de los padres. No existe ninguna evidencia de que los lobos machos ignoren a sus crías o deleguen el trabajo de procreación a las hembras. Incluso la cacería, que podría ser considerada por muchos la actividad instintiva por antonomasia, debe ser aprendida. Con frecuencia, la gente que cría lobos señala que éstos no matan a otros animales sino hasta que les enseñan a hacerlo. Aprender a matar, tanto para los seres humanos como para la mayor parte de los lobos, es una adaptación cultural. Si tuviera que condensar la esencia de la manada de lobos en una sola frase diría que consiste en la alegría de estar juntos. La soledad no es un concepto inteligible para los lobeznos en la guarida de los padres. Los jóvenes nunca están sin su madre o su padre o algún otro adulto por quien sientan un apego cálido y estable. Quien se encarga de los trabajos de cuidado puede ser un hermano o hermana que quizá nació el año previo, y los cachorros mismos mantienen contacto continuo entre ellos tanto de día como de noche. Si por alguna razón un lobo joven llega a separarse de sus hermanos y hermanas podemos estar seguros de que aullará. Y no cabe duda en ese caso sobre el significado del aullido. Incluso los investigadores de lobos creen que el aullido está íntimamente ligado a la soledad. Existen muchos indicios de que los animales jóvenes e incluso los bebés experimentan las mismas emociones que los adultos. Lo sabemos porque dan las mismas señales de estar sujetos a una emoción. Cuando los monos bebés son separados de sus madres de inmediato empiezan a chillar, afligidos (incluso cambian sus perfiles hormonales). Los patos, cuando son abandonados, emiten sonidos específicos para atraer a sus madres de vuelta. Quizá no constituyan un “lenguaje”, pero sin duda son efectivos para comunicar lo que el pato siente. Lo mismo sucede con los sonidos de bienvenida. Cuando los humanos dejan su impronta en los gansos, éstos, tan pronto como los ven, los reciben con un ruido particular que significa claramente “¡Hola!” Los elefantes hacen trompetillas a manera de saludo y sus crías responden. Del mismo modo, cuando un animal está herido, no cabe la menor duda de que el sonido que emite es el equivalente a algo como “¡auch!” y significa “me duele” de manera tan llana como nuestras propias palabras (o quizá aún más, porque los animales nunca fingen su dolor). Los mantras gozosos que entonan muchos animales cuando están lactando son sonidos plenos, de alegría. A las emociones de los animales las acompañan ciertos gestos, también. Cuando están felices, los animales bebés acarician con el hocico. Los lobeznos le lamen la cara a sus padres trar correr a recibirlos. Claro, lo hacen para que el padre regurgite la comida que les ha traído, pero también con un gesto de placer que indica “Estoy feliz de verte.” Es por esto que los perros nos lamen la cara, algo en lo que es casi imposible corregirlos. Si te pones en cuatro patas y te acercas a tu perro sería muy extraño que no te babeara todo el rostro, lleno de alegría. Cuando los lobos pequeños han llegado a la edad de salir con la jauría ésta casi nunca se separa. Quienes hayan convivido con perros podrán reconocer ciertas similitudes de inmediato. Saben cuán renuentes son sus mascotas a perderlos de vista aunque sea un instante. Si salimos a hacer un mandado sin ellos bajan la cabeza y parecen estar confundidos. Se preguntan por qué estamos alejándonos de la guarida sin llevarlos con nosotros. ¿Qué podría ser más importante que la cohesión de la manada? Y en algo tienen razón. En el caso de los pingüinos emperadores, hemos visto cómo se desvanece la capacidad de conocer sus comportamientos dadas las condiciones adversas para que el ser humano viva en la Antártida y pueda presenciar de cerca su día a día. Sin embargo, las dificultades no se deben a los pingüinos mismos: no son ellos quienes le ponen peros a nuestra compañía. Los lobos, en cambio, sí. Ningún ser humano ha sido aceptado por una manada de lobos silvestres, aunque mucha gente pretenda haber sido la excepción. Los lobos son difíciles de encontrar, y cuando los hallamos es casi imposible ganarnos su confianza. Quizá sea porque no tienen ningún depredador en estado silvestre, con la excepción de los seres humanos. El lobo ha aprendido a tenernos miedo y, por más que intentemos observar en silencio, este miedo no parece disiparse. En consecuencia, nuestro conocimiento es magro y proviene primordialmente de lobos en cautiverio, lo cual presenta una limitación severa. Así que mientras sabemos que la mayoría de los cánidos en estado silvestre muestra un comportamiento paternal muy desarrollado, y que los coyotes y los zorros también son padres activos y amorosos, casi no tenemos observaciones directas de los lobos.
La descripción más detallada que he encontrado es de Michael Fox, uno de los principales expertos a nivel mundial en el comportamiento de los cánidos y vicepresidente de la Sociedad Humanitaria de Estados Unidos. En los años 60 observó a una pareja de lobos en el zoológico de Saint Louis. Era la primera vez que cualquiera de los dos criaba cachorros. En las primeras dos semanas la hembra no salió de la guarida. El padre traía comida tanto para ella como para los hijos. Regurgitaba el alimento y lo distribuía en el suelo, pero ni él ni la madre probaban bocado; esperaban a que los lobeznos terminaran de comer para empezar a alimentarse ellos mismos. La madre amamantó a las crías hasta las ocho semanas de edad, y después los destetó con disciplina a pesar de su insistencia. En esta tarea la ayudó el padre, así que para cuando los lobeznos tenían doce semanas los respetaban a ambos. A los cuatro meses, no obstante, los padres permitían que les robaran trozos de carne de la boca y rara vez les gruñían cuando pasaba. Mientras el padre trituraba huesos de médula para las crías tras el destete, ellas tiraban de sus orejas y su cola, lo cual él permitía sin protestar. Los cachorros jugaban unos con los otros, a veces de manera brusca. Cuando se les pasaba la mano la madre o el padre se acercaban al montículo ensortijado de lobeznos para gimotear y lamerlos, cosa que siempre paraba en seco las peleas. Mucha gente que ha vivido con perros ha notado un comportamiento parecido: cuando dos personas discuten a voz en cuello el perro a menudo se queja, en un intento apremiante por restaurar la armonía familiar. Al final de su extraordinario libro La vida oculta de los perros, Elizabeth Marshall Thomas ofrece una atinada respuesta a qué es lo que los perros (y, por extensión, los lobos) más quieren: el sosiego y la calma de pasar toda una tarde apacible tendidos juntos a plena luz del sol. No cabe duda de que los lobos valoran la buena crianza. En una observación inusitada, un grupo de investigadores estudiaron a una loba que estaba en los últimos peldaños de la jerarquía de la manada y era constantemente hostigada por el resto. Pero un buen día, a pesar de su rango inferior, fue obligada a trabajar como niñera (mas no nodriza) de una camada cuya madre había tenido que dejar de improviso la guarida. Como premio por su buena labor como nana los demás reestablecieron su estatus en la jauría, una prueba fehaciente de la importancia que los lobos le otorgan al cuidado de las crías. No es así con los perros. Aunque casi todas las personas que han vivido con perros pueden evocar uno o dos casos excepcionales, los perros son pésimos padres.2 Los machos muestran muy poco interés por sus propios hijos. ¿Qué ha llevado al perro a perder sus habilidades paternales? Darwin notó hace mucho que el pato en estado silvestre es fiel a su pareja, mientras que el pato doméstico no: algo, sin duda, se ha perdido en el proceso de domesticación. El ganso común elige una pareja después de un largo periodo de cortejo y permanece monógamo toda la vida. Los gansos domesticados, en cambio, se emparejan, pero no parece importarles con quién ni practican la monogamia. Por lo que sé ningún animal macho domesticado apoya a la hembra en la crianza. No le importan las crías; no las defiende; no las alimenta. En los animales domésticos hemos logrado extinguir cualquier dejo de paternidad natural que hubiera existido en los progenitores en su estado silvestre. Pero en materia de perros, en mi opinión, algo mucho más profundo entra en escena. Los perros son casi idénticos genéticamente a los lobos (tienen menos de uno por ciento de diferencia) y también en términos de comportamiento. En cierto sentido, un perro no es más que un lobo. Con respecto a la manada, en cambio, existe una gran diferencia entre ambos. Nosotros somos la manada de los perros; la familia humana reemplaza a la jauría lobuna. El meollo del asunto es que los lobos son malos padres para sus propios hijos, pero no para los nuestros. Un perro macho es muy protector con los niños humanos pues, en lo que a él respecta, son los cachorros de la manada. Dado que (por lo general) ningún perro es el macho alfa en una situación humana, y casi nunca se le permite establecer un lazo monógamo con una hembra, sería raro que un perro macho considerara a los cachorros que nacen hijos suyos. Mi especulación es que el instinto paterno no ha sido erradicado del todo, sólo ha sido transferido a otra especie. Así como los perros a veces actúan como nuestros propios hijos, también, a veces, se comportan como los padres de nuestra verdadera progenie. Los perros protegen a los niños humanos, los custodian, caminan a su lado, incluso intentan instruirlos y juegan con ellos de la misma forma en que un lobo protege y juega con sus crías. Los lobos son estupendos padres para los cachorros lobunos; los perros son estupendos padres para los cachorros humanos.
Tomado de Jeffrey Moussaieff Masson, The Evolution of Fatherhood: A Celebration of Animal and Human Families, Ginny Glass and Untreed Reads Publishing, San Francisco, 1999.
Imagen de portada: Lobos con su cachorro. Fotografía de Robert Anders, 2015
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Consulté a uno de los más importantes expertos en cánidos a nivel mundial, Marc Bekoff, de la Universidad de Colorado, quien me confirmó que, hasta donde él sabía, no existía ningún reporte verificado de ataques a seres humanos por parte de lobos sanos y en estado silvestre en Estados Unidos. El folclor europeo está colmado hasta los bordes de tales ataques, lo cual nos lleva a reflexionar sobre las limitaciones de la imaginación humana. ¿O será que los lobos europeos en verdad son tan distintos? ↩
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Eric Zimen, un etólogo alemán, comparó el comportamiento de lobos y poodles y descubrió que en los sitios donde se alimentan los lobos son sumamente sociables y le dan prioridad a los animales más jóvenes y a las madres que están lactando. Los poodles, en cambio, son muy agresivos donde comen, incluso en presencia de cachorros. Cuando los lobos adultos están rodeados de lobos más jóvenes, mostró Zimen, se mueven con particular cuidado, mientras que los poodles no dan indicios de aumento en la reacción de orientación. Se puede consultar la sección de comportamiento de los animales domésticos en Grzimek’s Encyclopedia of Ethology, editada por Klaus Immelmann (Van Nostrand Reinhold, Nueva York, 1977). El excelso libro de Zimen, escrito en alemán, se titula Wölfe und Königspudel: Vergletchende Verhaltensbeobachtungen (Piper Verlag, Múnich, 1974). ↩