En algún sitio, dos manos mezclan las cartas de un mazo, lo cortan varias veces, lo vuelven a mezclar y a cortar. Luego toman, por el reverso, cierto número de cartas, que van volteando y acomodando según un patrón muchas veces ensayado. Luego, unos ojos leen el patrón y las imágenes —una distinta en el anverso de cada carta— atrapadas en él. En otro, dos manos tiran, una por una, tres monedas. Se anota la posición en la que caen —águila o sol, cara o cruz, como se prefiera—; la combinación resultante se registra. Todo el proceso se repite seis veces, para llegar a seis resultados: seis porciones ínfimas de tiempo y movimiento que forman un símbolo legible —uno entre 64 que puede dar este método— conocido como hexagrama. En otro más, alguien se ha entregado a un trance profundo, en el que se cree bajo el control de alguna fuerza más allá de la realidad material. De su boca salen gemidos y balbuceos: alguien más los escucha, con la convicción de que provienen de otra lengua, también de fuera del mundo. Un mensaje por interpretar: una advertencia de lo que está por acontecer.
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Los anteriores son ejemplos —tres entre miles posibles— de la clase específica de magia que se conoce como adivinatoria o mántica: aquella con la que intentamos conocer el futuro, revelándolo en el presente, para extraer de él consejos o certidumbres. El término proviene del griego mantikós, es decir, profeta. Es un tipo de magia sutil: si el mago, en general, pretende escuchar a lo real y luego hablarle con la autoridad suficiente para que lo real obedezca, en las disciplinas mánticas ese acatamiento no se manifiesta de manera obvia en el cuerpo del practicante, en cuerpos ajenos ni en el entorno. Por el contrario, lo que se obtiene es únicamente información: datos intangibles, con frecuencia oscuros y equívocos. Transmisiones, casi siempre encriptadas, desde puntos ubicados en un “adelante” dentro del hipervolumen del espacio-tiempo.
Y no debe engañarnos esa última imagen, más propia de nuestra época que de otras. Los rituales mánticos son de los más antiguos de la especie humana, al lado de las propiciaciones a los dioses y los acompañamientos de la muerte, la fertilidad y el nacimiento. El lenguaje permite formular el concepto de lo futuro, pero no visualizar eso que aún no ha pasado, así que siempre hemos buscado el consuelo de un poco más de conocimiento. Algo de ayuda para creer que un mal presente ha de terminar, o para reducir el riesgo de que las cosas se pongan aún peor. Las visiones proféticas deben haber sido la primera etapa: las revelaciones que llegaban de pronto, ajenas a la voluntad de quien las recibía, como a Moisés en el monte Sinaí o Juan en la isla de Patmos. La primera innovación de todas las artes mágicas pudo ser el paso de esperar a que llegaran esas visiones a tratar de provocarlas, deliberadamente, de acuerdo con nuestra voluntad. De este deseo —esta necesidad práctica— provienen todas las maniobras misteriosas que conocemos hasta hoy para abrir nuestra percepción más allá del paso normal del tiempo físico. Por eso, ahora mismo, en muchas partes del mundo, se leen cartas de orígenes variados, en diferentes cantidades y configuraciones; se leen las líneas de la mano, las estrías del iris y las manchas de la esclerótica; se leen conchas de caracoles, pelos y plumas, residuos en una taza, runas escritas en pedazos de hueso, entrañas sangrantes y trozos de cadáveres; se leen las trayectorias y las posiciones de estrellas y planetas; se leen cifras entregadas por algún software que imita el azar; se leen las arrugas en o alrededor del ano (lo que tal vez comenzó como una broma y ahora se lleva a cabo de forma serísima); se leen tallos de milenrama y tiros de monedas, sucesivos o simultáneos, únicos o en grupos; se leen libros comunes pero abriéndolos por la mitad, saltando de una a otra página, en busca de una frase que revele de pronto algo misterioso o significativo (a este ritual se le llama bibliomancia)… Tan extendida está en la cultura global la idea de que el futuro se puede invocar a placer que, en muchas ocasiones, el acto mismo de la invocación puede ocultarse o falsearse. En su reciente melodrama La casa Gucci (2021), el cineasta Ridley Scott hace que Lady Gaga, en el papel de la arribista Patrizia Reggiani, se vuelva dependiente de Salma Hayek, en el papel de la adivinadora Pina. Apenas se ve que esta haga nada más que chacotear con Patrizia: da arengas con tufo de autoayuda, sugiere amuletos y (en su acción más rápida, clara y decisiva en toda la película) recomienda a un sicario para que mate a su exmarido. En alguna escena tiene cartas del Tarot sobre la mesa, en un arreglo vagamente semejante al muy conocido de la cruz céltica, pero jamás se le ve leyéndolas. Y no hace falta: siglos de tradición nos permiten sobreentender que Pina ya ha logrado convencer a su clienta de que es una lectora mántica, capaz de ver más en el cosmos porque entiende sus signos y sus significados. Aun si no compartimos la fe ciega de Patrizia, y juzgamos a Pina una embaucadora de poca monta, podemos reconocer la jerarquía establecida entre ambas: la vidente tiene la autoridad porque parece tener el poder, porque entiende el código secreto que da acceso a lo desconocido.
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Hay dos conceptos curiosos que se atravesaron en esta nota, así como en los ejemplos precedentes: el de la mediación y el de la lectura. Los dos se entrelazan, y son modificaciones cruciales de la tradición mántica, pero el primero no necesita mucha explicación. Igual que en la religión, o en otras ramas de la magia, en la indagación del porvenir apareció muy pronto la idea de que solo ciertos individuos eran dignos de llevar a cabo los rituales necesarios, aun si en teoría estaban disponibles para todos. Estos intermediarios, puestos entre el futuro y el resto de nosotros, acumulan poder y riqueza hasta el día de hoy, haciéndose indispensables para las culturas que creen en ellos.
El caso de la maga Pina ha sucedido millones de veces, en diferentes escalas, a lo largo de toda la Historia: entre otros muchos, sus parientes son timadores tan diversos como Grigori Rasputín, que ayudó a hundir a los zares de Rusia; Francisca Zetina “La Paca”, que profanaba tumbas en busca de “pruebas” para sus augurios, o Marshall Applewhite, que llevó al suicidio a una de las comunas más ridículas de todo el siglo XX. ¿Cómo es posible que personas sensatas, educadas, en ocasiones muy poderosas —se piensa—, caigan en los engaños de estafadores tan obviamente mentirosos, tan limitados, tan inferiores a la imagen que proyectan?
Pero las víctimas siempre caen, en parte, porque incluso creando una apariencia de superioridad, ellas mismas se sienten inferiores: creen en misterios más allá de su poder terrenal y saben que no los conocen.
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El asunto de la adivinación del porvenir como una especie de lectura es más interesante y, por lo mismo, más enredado. Para empezar, la idea contiene una paradoja: la definición de lectura implica el concepto del texto, de lo escrito, de manera que una (parece) no podría existir sin el otro. ¿Cómo describir lo que hacían los primeros augures, en las culturas desprovistas de sistemas de escritura? ¿Hay que hacerlos a un lado? ¿Decir que empezamos a entender el mundo como un texto hasta que tuvimos realmente textos?
La respuesta es no, desde luego: la especie humana ha buscado siempre un sentido en el universo porque empezó sin él. El gran atractivo de los mediadores, los especialistas, está también ahí, en nuestro desvalimiento primordial. Que alguien (aunque no sea yo, aunque sea una criatura estrafalaria y de moral dudosa) pueda entender la enormidad de lo real: que ese alguien pueda hacerme el favor de disipar un poco mis miedos, de guiarme y protegerme. Con la magia mántica ocurre lo mismo que con las tradiciones orales, a las que hoy podemos entender como parte de la literatura —la indagación de la vida humana por medio del lenguaje— pese a ser anteriores al concepto de letra.
Mientras la mayoría de la población del mundo fue analfabeta, y la lectura misma un conocimiento arcano, intermediarios de cualquier tipo pudieron sentirse seguros e insistir en que una cualidad esencial del futuro es que no puede ser comprendido directamente: hay que descifrarlo, con grandes trabajos, aplicando conocimientos que no cualquiera merece tener. Solo con base en un código que los demás no entendemos —y cuyo aprendizaje puede estar vedado, puede ser hasta peligroso— cabe ensamblar los balbuceos de la pitonisa, tabular los asientos del café, ordenar los trocitos de hueso, sacar una verdad de las figuras diminutas en el fondo de un arcano menor.1
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Pero algo más sucedió a la adivinación del futuro a medida que se contagiaba de las complejidades de la lectura. Cuando esta se fue abriendo paso en sociedades de todo el mundo, en especial gracias a la difusión de la imprenta, se creó una especie de tensión entre el impulso egoísta, acaparador del intermediario, y la posibilidad igualitaria del conocimiento compartido. No hubo una Reforma como la de Lutero: ningún gran maestro ni alta sacerdotisa apareció de pronto para anunciar que nuestra relación con el futuro debía ser estrictamente personal y que podíamos usar cualquier técnica para sondear el porvenir sin ayuda de nadie. Pero comenzó a hacerse. Entre el siglo XIX y el XX, mientras se afianzaba en Occidente el concepto paradójico de las ciencias ocultas —una forma moderna de expresar la exclusividad de los iniciados, adoptando y distorsionando palabras del vocabulario racionalista—, más y más personas leían los libros de Allan Kardec o Helena Blavatsky y los aplicaban en donde estuvieran. Como se sabe, al caso de Rasputín hay que contraponer el de Francisco I. Madero, quien era fanático del espiritismo y, en parte, se decidió a desafiar a Porfirio Díaz —y a poner en marcha la Revolución mexicana— gracias a los consejos de algunas almas que se dejaron canalizar por él.
Desde entonces, la tensión que genera la idea de leer el futuro no ha desaparecido. La contracultura del siglo XX abrazó tradiciones ajenas a la occidental, las difundió y les otorgó validez, al tiempo que introdujo una nueva generación de mercachifles espirituales. El caos en el comienzo del XXI, que ha minado incluso la idea misma de lo real, hizo saltar todas las barreras y convirtió a la tradición mántica —igual que a muchas otras formas de la lectura— en un perpetuo experimento intertextual y combinatorio. En su novela El péndulo de Foucault (1988), Umberto Eco ya podía satirizar más de un siglo de ocultismo para el hogar y acabó convirtiéndose (a su propio modo) en un profeta: como la novela cuenta las numerosas malas lecturas y sobreinterpretaciones de aficionados entusiastas que llevan a la creación de una secta asesina, anticipa, sin proponérselo, las supersticiones imbéciles de hoy, desde los antivacunas hasta los neofascistas.
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Otro ejemplo, más libresco y finalmente más alentador:
Uno de los textos mánticos más conocidos actualmente es el I Ching, antiguo tratado sapiencial chino compuesto de capas y porciones superpuestas durante siglos a partir de, aproximadamente, el año 500 a. n. e. Se han dedicado muchas vidas al análisis textual de la obra, sus diferentes sentidos, la complejidad del pensamiento abstracto que se deriva de las interpretaciones, aparentemente simples, de cada uno de los 64 hexagramas que son la base de su método de adivinación.
Y todo ese esfuerzo es, en general, inútil. Hasta hoy, la mayoría consigue el libro en la edición que sea, sin importar lo expurgada o lo mercenaria, exclusivamente para consultarlo como manual: yendo directamente al mensaje que trae su tiro de monedas. (El otro día hice una encuesta informal en redes sociales, y una persona respondió, con absoluta certeza, que en el I Ching:
La formación e interpretación de hexagramas es para buscar respuestas/consejos, y luego las mutaciones de los mismos para indagar un poco acerca del futuro.
Una tradición todavía más antigua, larga y rica que la del Tarot también puede hacerse a un lado, para no estorbar a la forma más superficial y utilitaria de la lectura. La búsqueda espiritual reducida a un equivalente del manual de la licuadora, el prontuario fiscal o la literatura útil).
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Pero no hay que juzgar tan severamente la simpleza ajena: todos los seres humanos existimos en el mismo universo enormísimo —infinitamente más allá de nuestros alcances— y limitados por la certidumbre de la muerte. Y lo que está en los textos sigue allí, aunque sea como potencial, mientras una sola copia de ellos siga existiendo sobre la Tierra.
Alguien debe haberse asomado a la obra de Jorge Luis Borges no por ningún interés en la literatura, sino porque su poema “Para una versión del I King” aparece en una edición muy popular de (por supuesto) el I Ching: la traducción directa del chino, subtitulada El libro de las mutaciones, hecha por el sinólogo Richard Wilhelm, traducida a su vez al castellano por David J. Vogelmann y publicada por la editorial Edhasa, sin interrupciones, desde 1960.
Borges escribió en su soneto una imagen hermosa y potente del terreno y la materia de la adivinación:
El porvenir es tan irrevocable como el rígido ayer. No hay una cosa que no sea una letra silenciosa de la eterna escritura indescifrable cuyo libro es el tiempo.
Como buen autor de narrativa de imaginación, Borges no es crédulo: no piensa realmente que el I Ching tenga poderes mágicos. El porvenir estará previamente fijado, pero la escritura que lo consigna es indescifrable, al contrario de las letras del alfabeto: habrá quien vea la paradoja entre el sustantivo y su adjetivo, y comprenda que el poema no habla en realidad del libro, sino del destino, entendiéndolo como incognoscible, muy por encima de la pobre comprensión humana.
Además, el libro insiste: sumado a los prólogos eruditos de Carl Gustav Jung, el propio Wilhelm y su hijo, el también sinólogo Helmut Wilhelm, el traductor al castellano, Vogelmann escribe con toda claridad contra los usos ingenuos e ignorantes del I Ching (y, en realidad, de cualquier sistema mántico):
Se esperan respuestas procedentes de una instancia externa, situada fuera de uno mismo, y en apariencia se obtienen. Pero se descuida de este modo la verdadera indagación que solo es realizable en el ámbito del sí mismo, de la propia interioridad, de la cual procede toda respuesta válida y también toda apertura hacia nuevas indagaciones válidas.
Quien escribe estas palabras comparte la opinión de Borges y no cree en la adivinación del futuro. Que cada persona piense lo que le plazca, pero no hay evidencias de que la humanidad sea central en el universo, de que las estrellas estén ahí para darnos mensajes o de que nadie haya hablado el idioma de los ángeles. Y precisamente esto —que es pura ficción, puro lenguaje, pura imaginación— es lo que vuelve tan atrayente, tan bella materia literaria, la noción de un universo con un sentido y de un porvenir capaz de ser vislumbrado. Lo que sí puede sondear la tradición mántica es, como mínimo, nuestro propio interior. Los avisos que nos trae vienen de nuestra mente. Su desciframiento es el nuestro: el tuyo y el mío, como ejemplos precisos y transitorios que somos de lo que significa ser humano.
Imagen de portada: Karl Friedrich Schinkel, Design for The Magic Flute: The Hall of Stars in the Palace of the Queen of the Night, 1847-49. The Met Collection
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Una de las más influyentes artistas de la cultura occidental contemporánea debe ser Pamela Colman Smith, la ilustradora que diseñó las 78 cartas del llamado tarot Rider-Waite. El mazo, sin duda el más conocido del mundo, debe su nombre a que empezó a comercializarse en 1910 por la compañía Rider, y a que Smith siguió instrucciones del esoterista Arthur Edward Waite. Pero es el estilo de dibujo de ella —su línea clara, sus colores simples y estridentes, sus detalles perturbadores o ambiguos— el que ha sido imitado, copiado, citado, parodiado en miles de ocasiones, por igual en mazos de otros artistas y en obras de cultura popular. Francamente, las cartas deberían llamarse tarot Smith. Únicamente el tarot de Marsella tiene más abolengo, y no es tan vistoso ni tan reconocible. ↩