Poco después de caer la noche del 8 de mayo de 1999 se desplomó en las aguas del archipiélago de Vanuatu, en el Pacífico Sur, una avioneta DHC-6 Twin Otter con número de registro YJ-RV9. El accidente ocurrió a solo once kilómetros de Puerto Vila, en donde la YJ-RV9 terminaría su larga jornada diaria de vuelos interisleños. De las doce personas a bordo se salvaron cinco; los demás, incluyendo el piloto, perecieron en el mar. El reporte oficial sobre el accidente indicó que el piloto habría perdido su sentido de orientación a causa de condiciones meteorológicas adversas. Sin embargo, en los días y semanas siguientes, una versión distinta de los hechos se hizo predominante entre la población del archipiélago. El piloto, me aseguraron, había sido víctima de magia negra. En voz de un amigo isleño:
Los magos de Ambrym [una isla del centro-norte de Vanuatu famosa por su brujería, o nakaemas] le susurraron al oído al piloto, paralizando sus manos y cegando sus ojos. Así funcionan: a distancia. Sus palabras tienen poder, y viajan incluso hasta la cabina de un avión.
El motivo estaba claro, pues en días anteriores el piloto había tenido un desencuentro público con un hombre poderoso de Ambrym. Más aún, en meses previos había ocurrido una racha de muertes atribuidas a la práctica del nakaemas. Recuerdo que en esos días se palpaba una sensación generalizada de zozobra ante el descontrol aparente que estaban exhibiendo los practicantes del nakaemas en aquella isla. Esta situación se explicaba en razón de que se trataba de jóvenes recién iniciados, los cuales no mostraban la reserva requerida del conocimiento y el poder ritual de los que estaban siendo herederos. Esta anécdota podría haber quedado a nivel de chisme, un cuento chusco acerca del estado de ignorancia y credulidad que les atribuyen los extranjeros racistas a los isleños de Melanesia. Pero eventualmente trascendió que algunos parientes de los difuntos llevaron ante la ley sus quejas contra los magos de Ambrym. A nadie sorprendió que ganaran sus querellas, y que algunos de los señalados como culpables se vieran obligados a ofrecer una compensación ritual. Desde la antigüedad greco-romana ha persistido una dilatada relación de contraste y constitución mutua entre la magia y la ley. Se trata de una historia que constantemente ha sido enterrada y confusa. Primero, durante el medioevo, cuando se etiquetó de brujería cualquier creencia, comportamiento o práctica que cayese fuera de los límites definidos y normados por la Iglesia católica. La brujería se convirtió en una categoría convenientemente multisémica para señalar y perseguir de manera desproporcionada a las mujeres, las minorías, los desvalidos y los marginados. Posteriormente, con el ascenso del secularismo ilustrado, la magia se volvió un distintivo discriminatorio de personas, grupos y pueblos considerados rústicos, paganos, primitivos, crédulos, diferentes o irracionales. No fue sino hasta los últimos años del siglo XIX que algunos antropólogos y teóricos legales comenzaron a reconocer que la magia, en tanto conjunto de conocimientos y prácticas relacionadas con formas diversas de entender y actuar sobre el mundo, reunía los elementos propios de cualquier cuerpo coherente, colectivo de principios epistémicos y cosmológicos. Al representar maneras particulares de comprender y producir la realidad, la magia se asemeja, por tanto, a otros sistemas de conocimiento comparables, como la religión, la ciencia o la ley.
En el contexto de la modernidad, entendida como una epistemología basada en el cientificismo empírico, pareciera imposible reconciliar la coexistencia de lo racional con lo irracional, de lo cognoscible con lo incognoscible. Pero como demuestra el caso de Vanuatu y de otros contextos legales y sociales de Asia, África, e incluso del propio ámbito euroamericano contemporáneo, la magia y la ley han seguido coexistiendo de manera incómoda pero constante, familiar pero extraña. En un artículo reciente, Laurent de Sutter, teórico del derecho en la Universidad Libre de Bruselas, recuperó la figura olvidada de Paul Huvelin, un profesor de derecho romano en la Universidad de Lyon que alcanzó cierta relevancia en el ámbito sociológico de Durkheim a inicios del siglo XX.1 En concreto, Huvelin entró en debate con Marcel Mauss y Henri Hubert acerca de la naturaleza de la magia y la ley. Mauss y Hubert argumentaban que la magia era un fenómeno social que tomaba la forma de un sistema de “creencias e ilusiones”, cuya veracidad se sustentaba en convenciones compartidas por la colectividad. La naturaleza de estas convenciones era desde luego equívoca, en la medida en que dependía del misterio como motor causal. Huvelin rechazaba esta caracterización condescendiente bajo el argumento de que la magia, como la ciencia, poseía una eficacia práctica. “La convicción sin forma no produce un efecto”, observaba Huvelin, y la magia suele tomar forma precisamente a través de palabras y actos que generan efectos concretos. Los rituales mágicos no se limitan a creencias erróneas o alucinaciones colectivas, sino que producen relaciones de obligación, jerarquía, coerción o reciprocidad entre sus practicantes. Por extensión, generan sujetos inmersos en relaciones determinadas por principios a menudo indistinguibles de aquellos emanados de la ley. Ambos sistemas, magia y ley, se sustentan en formas de producción que dan lugar a cierto tipo de sujetos, comportamientos y relaciones sociales. En su formalismo y su capacidad de generar reside su eficacia práctica. Pero Huvelin fue más lejos aún: ofreció ejemplos para demostrar que la magia y la ley entran constantemente en estados de constitución mutua, en tanto se sustentan en la escenificación de fórmulas orales y actos rituales dirigidos a la producción de realidad. En dos ensayos clave, “Les tablettes magiques et le droit romain” (1901) y “Magie et droit individuel” (1905), Huvelin discurrió acerca del instrumento legal que los romanos denominaban tabulae defixionum iudicariae. Las tabulae eran dispositivos a través de los cuales se podían formular maldiciones destinadas a poner en problemas a un adversario, en el marco de un procedimiento judicial. Su interés recaía sobre la forma en que el despliegue de estos artefactos daba lugar a la producción de personas que se transformaban ellas mismas en sujetas de relaciones de obligación —un ejemplo clásico podría ser el de un deudor que se reconoce como tal en el marco de una relación crediticia—, relaciones derivadas, en el caso de las tabulae, de compulsiones simultáneamente legales y mágicas. Para Huvelin, los ritos constitutivos de la práctica de maldecir recuerdan que la magia, al igual que la ley, es susceptible de crear o extinguir derechos y obligaciones. Se manifiesta a través de palabras y actos formales que vuelven real un sentido de obligación del que dependen las relaciones entre todas las partes involucradas. A fin de cuentas, alegaba Huvelin, la magia se sustenta en el formalismo de los rituales, en gestos, actos y fórmulas puestas en escena, mientras que la ley, con sus propias escenificaciones, ocupa una situación comparable. Así entendida, la magia puede ser generadora de normas y principios de ordenamiento social tanto como lo es la ley. Los argumentos de Huvelin son excepcionales por la manera en que desestabilizan la convicción modernista de la naturaleza irracional, destructiva y caótica de la magia. Sus escritos dieron lugar a una serie de reflexiones posteriores acerca de la manera en que la magia, el ritual, la oralidad y el performance pueden analizarse desde una teoría del conocimiento, que suele asociarse con el estudio y discusión de epistemologías establecidas. Existe, sin embargo, una cualidad ambigua y movediza que acompaña nuestro entendimiento de la magia sobre la cual Huvelin no dedicó reflexión alguna —acaso porque distingue a la magia de la estabilidad y certeza con la que solemos asociar a la ley—. Vista desde ese estado constante de dinamismo e incertidumbre, la magia se acerca a lo que Claude Lévi-Strauss en su momento denominó un “significante flotante” para dar cuenta de palabras, conceptos y símbolos que se resisten a una definición unívoca. Esa propensión a la incertidumbre es la que abre la puerta a una pluralidad de entendimientos en distintas sociedades y épocas, además de dirigir nuestra mirada hacia algo que Huvelin intuyó pero nunca desarrolló, a saber, que la magia no solo es un fenómeno formal y productivo, sino intrínsecamente relacional.
Los argumentos antimodernos de Huvelin nos sirven para recordar que la magia es uno de esos referentes perennes pero inestables que funcionan como contraste necesario para demarcar los límites entre lo racional y lo empírico. Así como ocurre con otros conceptos equiparables (como el de lo primitivo y lo salvaje), la idea de “lo mágico” actúa como una contraparte necesaria, una suerte de imagen en espejo para la idea de la modernidad. Su existencia como concepto especular, opuesto a los principios racionalistas, permite determinar los límites entre lo propio y lo ajeno, lo natural y lo sobrenatural. Además de poseer potencialidades normativas, en el contexto de la modernidad la magia suele manifestarse en relación con la producción de la diferencia y de diversas formas de violencia que acompañan a los procesos de alteridad y explotación (tales como el desencuentro del piloto del YJ-RV9 con un hombre poderoso de Ambrym). Es por eso que solemos relacionar las cualidades ocultas de la magia con contextos de violencia y desestructuración social. Percibida desde la episteme de la modernidad, el marcador distintivo de la magia reside en su potencial socialmente disruptivo. A partir de esa mirada se reproduce una larga confusión entre magia y brujería. La definición convencional del Diccionario de la Real Academia Española ofrece un ejemplo sucinto, al señalar que la magia constituye:
La creencia, y aquellas prácticas asociadas con la creencia, de que un ser humano es capaz de dañar a otro por medios mágicos o sobrenaturales.
Al igual que en el medioevo, la magia queda reducida a la condición de brujería, desde donde es equiparada con los valores negativos de la credulidad, ilusoria y dañina, de aquellos a quienes percibimos como salvajes, ignorantes, premodernos, o sencillamente extraños y peligrosos. En tanto contraparte negativa de las virtudes del racionalismo empirista, la brujería está asociada con transformaciones disruptivas y violentas que se desprenden de la historia de las relaciones de poder propias de procesos coloniales y poscoloniales. Pero en esta asociación reside una de las paradojas de la brujería en la época contemporánea, puesto que, siendo una práctica destructiva asociada con el ocultismo y el demonismo del pasado premoderno, se manifiesta en el contexto de nuevas desigualdades, producto del capitalismo, el ejercicio del poder político estatal y el cambio social acelerado. Existe una larga tradición de estudios antropológicos —desde los análisis de Michael Taussig sobre el diablo y el capitalismo en el contexto extractivista de los Andes bolivianos, pasando por los estudios de Jean y John Comaroff acerca de la brujería, el colonialismo y la modernización en el sur de África— que dan cuenta de la diversidad de formas novedosas en que se presenta la “magia en la modernidad”. Ha sido Bruce Kapferer, uno de los antropólogos más representativos de la tradición de estudios sobre magia y modernidad, quien ha consolidado la observación de que:
La brujería en nuestro tiempo consiste en una formación imaginaria de fuerza y poder que se suele manifestar en momentos y espacios de disrupción social y moral en los cuales reina la incertidumbre y la percepción del peligro [ofrezco una paráfrasis de sus palabras en un texto reciente].
Según Kapferer, la lógica de la brujería gira en torno a su capacidad mágica, oculta, de potenciar procesos de diferenciación, división, marginación y transgresión. El anonimato y la secrecía que se asocian con los actos de brujería implican, en consecuencia, que las personas que suelen caer bajo la sospecha constante de practicar las artes oscuras son precisamente aquellas que habitan en los márgenes de la sociedad. Tanto en la actualidad como en épocas anteriores, estas personas resultan ser casi siempre mujeres, consideradas por todo tipo de razones como ajenas a los valores, comportamientos y principios de coherencia del cuerpo social. En esto reside otra de las cualidades paradójicas de la brujería, toda vez que se percibe como una forma de poder propia de las débiles, excluidas o marginadas. Su despliegue se atribuye a la mala voluntad de transgredir códigos morales y socavar estructuras de poder, consenso y autoridad, de las que se desprenden el orden social, la jerarquía y el sentido de coherencia moral de la mayoría. En tanto principio de lo irracional, a la magia también la solemos relegar al ámbito de lo ridículo, lo absurdo, lo que por su propia naturaleza da cuenta de la estulticia de sus practicantes y quienes se identifican como sujetos de sus efectos. Así, los modernos descansamos más tranquilos sabiendo que nuestros sistemas científicos y legales se sustentan en principios y procedimientos ilustrados, empíricos y justos. Sin embargo, como observó claramente Huvelin hace poco más de un siglo, siguen persistiendo momentos de coincidencia, de irrupción de lo inexplicable en el seno de sistemas y procesos legales en los cuales se asoma la vieja conversación entre la magia y la ley. Se trata de interlocuciones paradójicas, con frecuencia contenciosas, pero no por eso menos ilustrativas de la naturaleza inestable, incierta y dinámica de nuestra propia visión del mundo. Más allá de los argumentos formalistas de Huvelin y de la probada asociación entre magia y modernidad que arroja la antropología contemporánea, existe una dimensión más de la magia que apenas comienza a arraigarse en el estudio de la historia y la cultura. Me refiero al hecho de que la magia suele ser una manifestación parcial de sistemas mucho más grandes y complejos de conocimientos y prácticas, de formas plurales de organización social y de sentidos de acción y arraigo en el mundo. Así entendida, la magia no resulta extraña, ni se reduce al ámbito formal de la palabra y el ritual, sino que constituye solamente una parte de principios mucho más amplios de realidad, de ontologías múltiples y simultáneas cuya validación nunca dependió de su contraste con la ideología de la modernidad.
Imagen de portada: Ilustración de Compendium of Demonology and Magic, ca. 1775. Wellcome Collection
Laurent de Sutter, “On the Magic of Law”, Law, Text, Culture, 2017, vol. 21, pp. 123-142. ↩