El patio
Mary abandona la TV y corre hacia el patio alertada por el canto excitado del gallo. Ella, que tiene cinco años, sabe que cuando el gallo se esparasca a cacarear una gallina ha puesto un huevo. Pasa por nuestro frente —Diana, Victoria y yo estamos a la sombra de un rancho de palma intentando pasar el bochorno de las once de la mañana—, quita la cerca de malla y se mete al corral donde pasan el día cinco gallinas y un gallo. Las otras cuatro gallinas también están inquietas cuando Mary llega a recoger el huevo. La última vez que una gallina puso fue hace tres días. Hoy tenemos veinticinco días encerrados en casa desde que se decretó el aislamiento nacional obligatorio. El encierro me permite conocer detalles que antes para mí eran nimios: ahora sé cuándo Mary recogió por última vez un huevo del patio. Antes, digo, antes de la pandemia, ni siquiera sabía cuántas gallinas teníamos. Sabía que había un gallo y tantas gallinas de varios colores. Nada más. Ahora sé cuántas y de qué color son —dos negras, una pinta, una blanca y una ceniza—, cuáles ponen huevos y cuáles no. Ahora sé que la gallina ceniza es picoteada por sus compañeras mientras el gallo se desvive por montarla. Ahora estoy pendiente de que todas coman porque cada mañana, después del primer café, tomo la bolsa con el maíz, me acerco a la malla y, sin entrar al corral, les doy de comer. Mary no está al tanto de todos esos detalles, pero sabe que cuando el cacareo del gallo zumba en el patio, una gallina ha terminado su ritual cotidiano de poner un huevo. Mary nos presume el huevo que acaba de recoger. Se nota tan entusiasmada como el gallo que aún continúa cacareando como si él fuese la gallina. Veo el huevo recién puesto y recuerdo el poema de Gómez Jattin: “tan ambiciosa que le cabe un huevo”. Después, miro las figuras irregulares del techo de palma y caigo en la cuenta de que nuestros días de confinamiento no han transcurrido en la sala o los cuartos de la casa, sino precisamente bajo este rancho de palma. O, dicho de otra forma, en el patio de la casa donde está el rancho. Recuerdo —o mejor, confirmo— que no es sólo el tiempo de la cuarentena el que he pasado en algún patio, sino la mitad de mi vida. En mi mente entonces aparecen —casi con total nitidez— los muchos patios en los que mis pies se han untado de tierra y fango, los muchos patios donde las plantas de mis pies se han llenado de sangre después de pisar un vidrio. Recuerdo —porque hace apenas unos días los había leído— los primeros versos de un poema de mi amigo, Alex Silgado: “Vengo de un patio. Un universo inmenso en el que todo cabe”. Todas las casas de los pueblos del Caribe tienen patio. Los patios son, muchas veces, más grandes que las mismas casas y nos recuerdan los años en que no había tantos hombres sobre la Tierra. En ellos, en la tierra viva que los contiene, la vida transcurre entre el arriba y abajo de un palo de mango o de mamoncillo: abajo, las lombrices y los molongos escarban la tierra; y arriba, los azulejos o cucaracheros que aún quedan celebran el sol de las mañanas. Un patio no es un jardín como los de las casas de otras latitudes. Los jardines de nuestras casas están, por lo general, en la entrada y son pequeños. Los patios son inmensos y están detrás. Son el universo infinito en el que caben trastos viejos, la troja para lavar los platos, las cuerdas donde se seca la ropa y el corral de las gallinas. En el Caribe colombiano, la vida no transcurre dentro de las casas, sino fuera: en el frente donde vuelan los chismes y las peleas, y en el patio donde vuelan los sueños y las frustraciones. Pienso en todo esto y no puedo dejar de sentirme engreído y afortunado porque Alex —mi hermano Alex que tanto le ha cantado al patio de nuestras infancias— está encerrado en un apartamento de cuarto piso en un edificio al sur de Colombia, y yo aún tengo un patio y unas gallinas que ponen huevos y una hija que deja de ver televisión cuando, en el corral, zumba el cacareo del gallo.
El pueblo
Afuera está el pueblo: no hay muchas empresas ni industrias, no hay hospitales o clínicas de alta complejidad, no hay centros comerciales ni anchas avenidas, no hay salas de cine ni grandes conciertos. Hay profesores, policías y funcionarios del Estado que mueven una economía endeble, hay una clínica en quiebra y un hospital público que salva gente porque a la gente no le gusta morirse, hay una plaza de mercado que pocos visitan —prefieren comprar en tiendas de cadena—, hay políticos que roban, vendedores ambulantes, mototaxistas, pagadiarios y prostitutas. Hay calles pavimentadas y, en sus márgenes, gente rica construye casas de ricos y gente pobre construye casas de pobres. El pueblo se llama Sahagún. Está ubicado al noroccidente de Colombia. En pleno Caribe, aunque el mar esté a ochenta kilómetros de distancia. Aquí vivo hace treinta y cinco años. Aquí construí una casa y una familia. Y conseguí trabajo: enseño literatura y lengua en la escuela y la universidad. Aquí paso, por tanto, mis días de aislamiento. No salgo a ningún lado, pero las noticias me llegan de todos los lugares de Sahagún: el alcalde reparte mercaditos que alcanzan para tres o cuatro días, los trapos rojos se guindan hasta en las ventanas del prostíbulo más visitado del pueblo, la gente del Bosque Barají sale a bloquear la carretera troncal porque tiene hambre y no puede trabajar. Mis amigos de juventud de El Triunfo, el barrio de los márgenes donde viví hasta hace unos meses, me dicen que allá los trapos rojos se mezclan con las fiestas. Hay hambre y necesidad, claro —por eso los hombres han seguido trabajando en sus motos y las mujeres, en las casas del centro—. Y también hay cervezas y conversaciones en las esquinas. Allá la cuarentena no es tan estricta como para pasarse el día encerrado. Hay necesidad, y los pobres siempre disfrazan la necesidad de fiesta. En los barrios populares de Sahagún, la pandemia se percibe como un asunto de chinos contra gringos. O, a lo sumo, de cachacos. A pesar de que el virus ya tocó las puertas del pueblo —un único caso, importado, una chica que ya está curada—, ninguno ha visto la pandemia recorrer las calles y dejar sus muertos. Las muertes contingentes de las últimas semanas han ido solas al cementerio. Acá, como en el resto del mundo, tampoco hay espacio para marchas u honras fúnebres. El esposo muere, lo ponen en el cajón, lo trasladan en carro hasta el cementerio y lo guardan rápidamente en la bóveda: no hay café, ceremonias, misas, llantos o novenarios. Después del sepelio, la doliente viuda se va para la casa a rezar en soledad y a suplicarle a Dios que el virus pase pronto, como si el virus fuera una lluvia veranera. Un trapo no es una camisa o una camiseta. Es un pedazo de tela informe. Decir trapo es decir nada. Los trapos viejos sirven para bajar las ollas del fogón o para sacudir el polvo de los muebles. Con los trapos rojos, la gente le dice al alcalde que tiene hambre. A los colombianos con memoria, los trapos rojos les recuerdan la primera mitad del siglo XX. Por entonces, las gentes ponían en sus casas trapos rojos cimbreantes para decirle a su vecino conservador “viva el Partido Liberal, carajo”. Ahora quienes ponen trapos rojos no son liberales ni conservadores. Son gente con hambre y sin trabajo estable. Gente que, sin importar la cuarentena, sale todas las mañanas a rebuscarse el pan diario. El pueblo no para. En el primer mundo —o en las grandes ciudades— no quieren parar para no afectar al gran capital. En Sahagún no se trata de la abstracta economía, sino de la subsistencia física. Aquí el hambre va y viene, mientras mis paisanos almuerzan ya están pensando cómo conseguir la cena. Los sahagunenses se levantan y salen a ver qué encuentran. Todas las mañanas desfilan por mi casa vendedores de plátano, de yuca, de aguacates. Pasa el mototaxista, el vendedor de rosquitas, el domiciliario. En otras latitudes, seguir es una obligación; en Sahagún, es una necesidad. Mi padre falleció en 2013. En aquel año, yo vivía con él y mi madre, y la economía de la casa se resolvía domingo a domingo con los pasteles que vendíamos en el mercado campesino de Sahagún. Me pregunto ahora qué hubiera pasado si en 2013 hubiera ocurrido una pandemia como la que ahora nos tiene confinados en casa y sé la respuesta a la pregunta: mi familia no estaría preocupada por contagiarse con el coronavirus, sino por la comida de cuarenta y cinco días de confinamiento. Por eso sospecho que, contra toda sugerencia de la ciencia, contra toda orden presidencial, contra toda tendencia en redes sociales, contra toda tonadilla irritante, nosotros no nos hubiéramos quedado en nuestra puta casa. El domingo, sin duda, hubiéramos tenido que salir por las calles de Sahagún a vender pasteles. Como pobre que fui, algo sé de los pobres: prefieren morir de lo que sea menos de hambre.
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Imagen de portada: Gallinas. Fotografía de Mariya Prokopyuk, 2014. CC