En su libro anterior, Tema libre, Alejandro Zambra admitía que en cierto modo lo que buscaba en la escritura era “la naturalidad de una conversación en que digo lo que diría si alguien me editara los balbuceos”. Es lo que encontramos en Bonsái, en Formas de volver a casa, en Facsímil, en Mis documentos. Y es, sin duda, uno de los aspectos más destacados en Poeta chileno, la novela que acaba de publicar, la más extensa escrita por Zambra hasta la fecha, la que se va más por las ramas, siguiendo las hilachas de unos pensamientos encadenados, la más chilena y planetaria al mismo tiempo, la que más habla de literatura sin ser “literatosa”, la más alejada de la grandilocuencia, quizás la más hilarante: la que seguimos con la naturalidad y el entusiasmo y el ritmo y los silencios y los murmullos y los respiros que encauzarían una conversación enjundiosa. Los personajes de esta novela comen hallullas con palta, tienen caleta de frío, son caídos del catre, pololean, se dan calugazos, se ponen el gorro, tienen guaguas, son fomes, son sacos de huevas, son terrible de jotes, son amermelados, son gil culiaos, son chuchetas, no le achuntan, dan la lata, están chambreados, tiran pinta, se ven la raja, hacen una vaca porque están patos, huevean, se van al patio de los callados. Se nota altiro que son chilenos. Viven en chileno, aman en chileno, escriben en chileno, pelean en chileno y mueren en chileno. Pero esta dimensión los vuelve únicos y a la vez plurales, porque la lengua no hace más que revelar un deseo de pertenencia. Ellos necesitan, a toda costa, ser parte de una comunidad, de una familia, de un momento histórico, de una generación, de un barrio, de un cambio de paradigmas, de una corriente literaria, de un grupo de hablantes: de una tribu. En Poeta chileno hay un diálogo permanente entre la literatura y la familia. O entre las diversas formas de hacer una cosa y la otra, con los mandatos y las resistencias que vienen aparejados. En los cuatro capítulos de la novela vamos acompañando a los personajes en sus transiciones librescas y afectivas. “Obra temprana” es el tránsito por el aprendizaje sexual de Gonzalo y Carla en los años 90, pero es también el seguimiento a los tartamudeos del entonces muchachito con la literatura: su tímida y un poco torpe aspiración a ser un poeta chileno. En “Familiastra” el vínculo entre las dos dimensiones se acrecienta y aparece en la cancha el niño Vicente, hijastro del padrastro que será Gonzalo, que a estas alturas podría ser también un poetastro. En “Poet in motion” nos sumergimos de lleno en el mito de la poesía chilena, con sus orgullos y sus miserias, sus bellezas y sus ridículos, sus opacidades y sus alucinaciones. Estamos a fines de 2013 y vamos de la mano de Pru, periodista gringa de paso en Chile, que percibe con asombro a los poetas locales como “personajes de Bolaño”. O como “perros callejeros”. O, mejor aún, como “una familia inmensa, con tatarabuelos y primos en segundo grado, con gente que vive en un gigantesco palafito que a veces flota entre las islas de un archipiélago y hay tanta gente dentro que debería hundirse pero milagrosamente no se hunde”. El cuarto capítulo del libro, “Parque del recuerdo”, es el perfecto engranaje de ambos universos. Queda brillando en las últimas páginas, tal vez las más conmovedoras, la imagen de dos poetas de distintas generaciones, que se emparentan en la lectura y en la memoria, y que se huelen como un par de cachorros sin dueño. El narrador en tercera persona de estas cuatrocientas veintiún páginas va dando el pase, generosamente, a las distintas ópticas de los personajes. Y nos permite seguirlos y perdernos en sus historias ramificadas y adentrarnos en sus subjetividades. Pero siempre aguarda de fondo, muy alerta, la voz del narrador de narradores, que de pronto irrumpe y nos distancia de lo recién relatado, como quien rompe la cuarta pared, para decirnos cuidadito, descrea de las certezas, no se fíe de las voces imparciales. Un narrador que nos recuerda la condición inestable de quien narra: “a mí me dan ganas de subirme con ella y de acompañarla y de seguirla, como el perrito Ben, a todas partes, pero ahora mismo hay como un millón de novelistas escribiendo sobre Nueva York”, apuntará en algún momento. Y luego irá un poco más lejos: “de verdad me encantaría subirme con ella al avión pero tengo que quedarme en territorio chileno, con Vicente, porque Vicente es un poeta chileno y yo soy un novelista chileno y los novelistas chilenos escribimos novelas sobre los poetas chilenos”. Y aquí es donde debo hacer yo una advertencia: la mayoría de los poetas chilenos de este libro no lee novelas, ni siquiera si en ellas figuran poetas chilenos. Aunque quizás sería un despropósito asegurar que personajes como el extremadamente generoso Raúl Zurita (“el mayor hacedor de blurbs de la poesía chilena y latinoamericana y tal vez del mundo entero”), la cálida Rosabetty Muñoz, el incorruptible Armando Uribe, el todoterreno Sergio Parra o incluso el encumbrado Nicanor Parra de estas páginas no se interesen por leer novelas como ésta. Sería un despropósito, sobre todo, buscar correspondencias entre los poetas de la escena real y los que aparecen mencionados o sugeridos o fantasiosamente dibujados acá. “Es mejor no ser personaje de nadie […] no salir en ningún libro”, leíamos en Formas de volver a casa. Y podríamos agregar que es mejor, mucho mejor no buscarse en las páginas de ningún libro, no confundir las novelas con la vida. O, bueno ya, confundirlas un poquito, no demasiado. Poeta chileno, tal como ocurre en las conversaciones naturales y enjundiosas, es a fin de cuentas un paseo por asuntos que van y vienen. Por cuestiones como las ya observadas: la paternidad y la padrastría, la familia y la familiastra, los poetas y los poetastros. Pero también por cuestiones como las palabras y su peso, como el fracaso, como las masculinidades (las recalcitrantes, las nuevas, las que están en transición), como hablar solos o hablar con los gatos, como las ilusiones frente a un cambio político y una nueva Constitución, como el descreimiento en las instituciones, como la rabia, como los deseos que se mandan solos o como la felicidad, esa palabra tan grande que aparece en una dimensión precisa. “Dicen que eso es la felicidad: nunca sentir que sería mejor estar en otra parte, nunca sentir que sería mejor ser alguien más. Otra persona. Alguien más joven, más viejo. Alguien mejor”, dirá el narrador en algún momento. Y mientras leamos este libro, al menos, querremos estar acá y no ser ninguna otra persona.
Imagen de portada: Diablo, en Lira popular, literatura de cordel chilena, s. XIX