Apenas comenzábamos a tratar de asimilar las cifras y la tendencia de los contagios; los internados, los decesos, los sospechosos y los recuperados en China, Italia y España, cuando la alerta de la pandemia inundó las pantallas de todos los dispositivos tecnológicos. No hubo tiempo de “poner las barbas a remojar”. Tuve que mudarme a Zoom —y junto conmigo algunos cientos de miles de personas— e intentar seguir mi vida profesional, laboral y personal por allí, entre juntas y cursos de capacitación ad infinitum en materia de tecnología educativa para proseguir virtualmente con aparente normalidad. La ansiedad, el miedo y sobre todo la incertidumbre no se hicieron esperar. Podía sentir las emociones de mis alumnas y alumnos. Sus rostros decían: ¿en serio?, ¿durante cuánto tiempo?, ¿es que no hay otra alternativa? Así, de la noche a la mañana estábamos todos en casa a todas horas viéndonos las caras y tratándonos de imaginar si la cuarentena decretada a través del “¡quédate en casa! ¡quédate en casa! ¡quédate en casa!”, era una recomendación, una invitación o un toque de queda. ¿Estamos presenciando el retorno de los brujos: empresarios-reyes, populistas de derecha, fascistas, tecnócratas neoliberales, faraones del mass media? ¿La imposición de los gobiernos del miedo y la incertidumbre basados en el régimen de la posverdad y las fake news? Abrí mi correo en el transcurso de ese día y el siguiente, poco a poco fueron llegando las noticias no deseadas: los Institutos de Investigaciones Filológicas y Filosóficas, las Torre II de Humanidades, cerrarían hasta nuevo aviso; la Facultad de Filosofía y Letras por su parte entraba en el mismo sentido a una nueva fase. ¿Y ahora?, ¿de verdad en casa el día entero durante un mes como mínimo? Qué bien, me dije al principio, ejercicio temprano diariamente, avanzar en los papers cuya conclusión vengo postergando, un poco de paz en casa, y convivencia familiar de tiempo completo sin necesidad de agendar o hacer planes de carácter conyugal apasionado. Intimidad en metros cuadrados a treinta grados centígrados a las 16 horas. La división del trabajo, la responsabilidad social doméstica y ciertos visos de solidaridad no se hicieron esperar, aunque no de la manera más democrática imaginable. Además, claro, de libros, cine y documentales en casa a través de Netflix, YouTube, TV UNAM, etc. Soledad en compañía y ¡calma chicha!
Nunca he sido de series, no tengo esa disciplina de ir en día y hora siguiendo paso a paso capítulo tras otro, pero esta vez había que intentarlo. Así pasaron por Netflix: No ortodoxa y Algo que creer, entre otras. TV UNAM transmitió durante toda esa semana de lunes a viernes un ciclo de películas que tenían que ver con Francia. Tuve la suerte de revivir ese gran documento fílmico de El Jorobado de nuestra señora de París, adaptación de la novela de Víctor Hugo, filmada en 1923, silente, con la soberbia actuación de Lon Chaney. Una suerte de Golem francés de inspiración romántica. Los días transcurrieron. Las calles se vaciaron. Salía a correr temprano, antes de las 7 am. Luego 30 minutos de bicicleta. Las calles desiertas a excepción de pocas personas, todas con tapabocas y caminando como si fueran parte de alguna película o serie como The Walking Dead. Por momentos, alentaba el paso mientras corría o reducía la velocidad mientras pedaleaba la bicicleta para mirar con más detenimiento quiénes eran los peregrinos y cómo lucían. Me llegaron imágenes llenas de tristeza, incertidumbre, miedo y ansiedad. Me recordaban a los personajes de Béla Tarr en películas como Las armonías de Werckmeister, Satantango, La condena o El caballo de Turín. Pero no sólo me llamó la atención este aspecto hasta cierto punto de índole estético, sino el origen social de aquellas personas; todos parecían pertenecer a la clase baja: desocupados, autoempleados, jardineros, pintores, plomeros, boleadores, voceadores, vigilantes, panaderos, cocineros, lavacoches, acomodadores, empleadas domésticas, personal de mantenimiento, entre otros. En general podríamos resumir: asalariados sin derecho a la seguridad social, ni otro tipo de prestaciones viviendo al día. De sus labios la frase: “si no me mata el virus, me muero de hambre. Tengo que salir a ganarme mi comida y la de mi familia para el día de hoy”. Cuando la voz de alarma tiene lugar, las primeras noticias hablaban de un mercado de animales en Wuhan, China. De inmediato, entre otras cosas, se construye en tiempo récord un nosocomio especializado para atender a pacientes del virus mortal. Muy pronto los contagios y sobre todo las muertes en dicho país comienzan a descender drásticamente. Pronto Italia, España y Estados Unidos pasan a tener números de contagio y mortandad mucho mayores a los de China. Pero, ¿qué características en cuanto a edad, nivel socioeconómico, hábitos alimenticios tienen las víctimas? Tan solo en Estados Unidos, prácticamente el 80 por ciento de los muertos no son blancos, y del 20 por ciento que sí lo son, casi todos ellos son de clase media baja para abajo. ¿Enfermedad de pobres, más que de hipertensos, diabéticos, fumadores y alcohólicos? Al menos en este país, parece ser así. En España y en Alemania las cifras de contagios son muy similares, no así la de decesos, ya que en España el número de víctimas mortales es mucho mayor. Más allá del tiempo de respuesta y la responsabilidad con la cual Estado y sociedad reaccionaron en estos países, se revela también y de manera significativa, el deplorable estado en el cual se encuentran los servicios de salud pública. Es cierto que esto toma por sorpresa a todos los sistemas de salud del mundo, pero los pobres resultan ser, otra vez, los más afectados y quienes menos oportunidad tienen de hacerle frente a la enfermedad y salir bien librados. Basta con mirar las políticas de Jair Bolsonaro en Brasil y lo que está sucediendo en Ecuador, especialmente en Guayaquil.
Vi en casa por televisión cosas que están sucediendo en México y que me impresionaron mucho, tanto como los ataúdes de cartón en Ecuador. Tan sólo la agresividad de la que es capaz la gente cuando realiza compras por pánico, o cuando en virtud del respeto a la tradición es capaz de lo que sea con tal de adquirir pescado fresco en el mercado en viernes santo, sin importar las restricciones y recomendaciones sobre la movilidad y la aglomeración ciudadana en el espacio público. Una semana después de esto, lo sufrí en carne propia cuando ya no era posible adquirir cerveza en los lugares de siempre, salvo asistiendo a algún giro “negro” y resignándose a pagar el 100 o 150 por ciento más del precio de hacía apenas un par de semanas. Fue así como fui cayendo en cuenta de que vivía un verdadero periodo de crisis que no había experimentado en mi vida. Mismo que venía acompañado con ciertos tipos de racionamiento: la cerveza que ya comenté, pero también la libertad para moverte, para hacer, para habitar. Las conversaciones, tanto en el espacio físico como en el virtual se volcaron por completo sobre el COVID-19. No sólo era el tema, sino que el lenguaje también parecía estar inundado de una terminología nueva, como lo que menciona Viktor Klemperer en sus diarios acerca de cómo, a pesar del corto periodo que los nacionalsocialistas ocuparon el poder, éstos intervinieron la lengua y el discurso público con su impronta histórica. Era como irse a dormir, sabiendo que al día siguiente cualquiera podía amanecer como Gregorio Samsa: Cucarachas atrapadas en el discurso normalizado de la estadística en constante actualización. Presa del virus inteligente, del virus que prefiere anidar en los pobres y en los pensionados o que pronto lo estarán, entre las fases I, II, III, que determinan además de los niveles de contagio y mortandad, los de encierro y grado de convivencia, con su correlato escatológico sobre lo que será la peor crisis económica desde la gran crisis de 1929. ¿Un reseteo o vuelta de tuerca más del capitalismo como paradigma económico global?
Hace días leí que algunos animales están recuperando territorio en el planeta, como los cocodrilos apostados en algunas playas de Oaxaca. Lo cual no es nuevo, ya se habían visto osos del polo yendo hacia el sur, a poblados humanos en Rusia y alces en Canadá, igualmente vistos merodeando en las ciudades. ¿Nos acercamos a un mundo como esos que perfila en algunas de sus obras Paul Auster o de plano a lo que vimos en películas como Mad Max o en series como la alemana Dark? ¿La “insociable sociabilidad” kantiana se tornará más evidente que nunca o simplemente será algo de lo cual el pensamiento no se ocupará más? ¿Qué oscuridad se cierne sobre este mundo que amenaza con rebasar la barrera entre el mundo humano y el posthumano? En el edificio en el que vivo hay seis departamentos. Mis vecinos parecen estar más asustados que nosotros. Nos ven de soslayo, hacen su vida en la azotea con guantes, cubrebocas y gel tamaño familiar. ¿Estos tipos de distanciamiento son nuevos o confirman algo que ya se deseaba y ocurría de diversas maneras? Si los pobres en México y en Latinoamérica ya eran invisibilizados por sus gobiernos, sus sociedades y sus ciudadanos, ¿qué tendrían que hacer Esmeralda en la Corte de los milagros y la hija del rabino de Praga, Löw, para que Cuasimodo y el Golem fuesen digna y humanamente tratados y considerados en los mercados de la democracia, la justicia social y el desarrollo sustentable en el orbe, frente a los intereses de quienes practican la religión capitalista de la pandemia?
Alberto Navarro nació en la Ciudad de México. Estudió letras alemanas en la Facultad de Filosofía y Letras e historia del pensamiento económico en el posgrado de economía de la UNAM. Se doctoró en teoría crítica en 17, Instituto de Estudios Críticos y en humanidades con especialidad en ética en el Tec de Monterrey. Ha publicado ensayos y traducciones en las áreas de filosofía, cine, teatro, literatura y educación, además de cuentos. Publicó en 2018 el libro Variaciones sobre lo trágico. La crisis del drama.
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Imagen de portada: Geography: glaciers. Grabado de Charles Whymper, ca. 1890. Wellcome Collection CC