Temoc Netzahualcóyotl trabajó, a los dieciocho años, en un desarrollo inmobiliario. Era 2006. Se trataba de construir un condominio privado, ya vendido, para vacacionar en departamentos de lujo. En Sonora, donde organizamos una residencia artística en 2017 me habló de esa vez en Puerto Peñasco, ubicado al noroeste del estado. Él ahora dibuja cabezas y cuerpos de animales y cacerías; tiene una hija.
Cuando lo jalaron, Temoc sabía soldar con estaño y usar el soplete de hidrógeno o de gas, pero desconocía cómo soldar con plata. Aprendió sobre la marcha. Tampoco sabía nada del lugar más que sería spring break, nubes de gringos y Mar de Cortés.
Tomó un avión de Guadalajara a Hermosillo, junto a dos compas tapatíos y su Reclutador, un obrero de sesenta años. De ahí, un taxi a la central camionera. Al llegar los esperaba un ingeniero. Alto, canoso, piel escarlata “color langosta”, lentes baratas, “pero de ropa no clasemediera”. Los condujo al hotel, donde compartirían recámara. Los cuatro convivieron un año, hasta perder el pudor cotidiano. Por ejemplo, el Reclutador absorbía la comida y la masticaba con sus dos únicos dientes en treinta segundos:
—Estaba consumido. Por mucho que comiera, la parte de los hombros al codo la tenía chupada, como pegada al hueso; igual el pecho: plano como una tabla. Se llamaba a sí mismo Popeye. Además, parecía que se le iba a salir la columna por detrás, como si tuviera una aleta en la espalda. El problema se le agravó chambeando y lo hacía estar siempre inclinado.
Me hago una idea de este reclutador partido en diagonal que, físicamente, evoca la figura de un 4. Por lo que Temoc sigue contando, el Reclutador tenía alma de ave caída de periquera, pero todavía y siempre, ojos rapaces, de avizor incansable. Generoso al llevar a un desarrollo, con buena paga, a adolescentes algo inexpertos… Pero sugiriendo, con vaivén traicionero, de revoloteo de murciélago, que le regalasen el diezmo del sueldo.
En el hotel apenas se alojaban ellos y las prostitutas que rondaban un congal. De este, a Temoc se le grabó un cartel con un anuncio de Tecate. En lo rojo leyó el nombre del bar: Los Trees. En lo blanco vio un árbol negro. En el congal, mesas y sillas blancas, de plástico y el logo de Corona, descolorido. Tubo de teibolera, suelo de tierra, apretadísimos los clientes —espalda con espalda—, olores a orina.
De lunes a sábado el Ingeniero los recogía en una pícop dorada. Manejaban veinte minutos a la obra, por una avenida recta, con nada alrededor. Temoc ganaba tres mil quinientos pesos semanales. Los domingos, a las 7 a.m., el Ingeniero y el Reclutador asistían a misa. Luego Temoc supo que se habían conocido en Alcohólicos Anónimos. De lo que no pudo desengancharse el Reclutador era del café:
—Tomaba cada noche un par de litros ante la tele, con un putero de azúcar, como mosca. Dejaba los vasos de unicel en el suelo y se lamentaba: “¡Olvidé otra vez comprar popotes!”
El primer día de chamba, el Ingeniero los llevó a uno de los dos comedores:
—A ustedes les toca este y aquí se quedarán siempre. No quiero tener que repetírselos.
En una barra, las meseras servían lo básico, huevos con algo, pan, avena, café. El Ingeniero ordenaba:
—A ellos les dan de comer lo que quieran y lo apuntan en mi cuenta.
La principal tarea de Temoc era soldar tubos de cobre que conectasen el aljibe con el cuarto de máquinas. El material estaba contado. Si iban a utilizar cuarenta bridas y en la bodega había 43, debían dar cuenta de lo usado de más. ¿Qué es una brida? Una especie de anillo al final de un tubo que permite vincularlo con otras partes de la canalización. “Pon una junta en esa brida y acopla los dos tubos”, según el Diccionario Oxford Español.
Serían unos mil trabajadores. “La torre de Babel de los cholos y, casi todos, pochos”, recuerda Temoc. ¿Exagera? Fue la impresión que aún le perdura. “Chómpiras”, por ejemplo: tapatío, treintañero, pelón. Tatuajes en cráneo, brazos y pectorales; camisa de resaque blanca, interior y de manga larga, encima una de cuadros; pantalones “pata de elefante” y tenis Nike. Siempre de cuclillas: si tenía que comer, se subía a la silla y comía de cuclillas; si estaba cansado de trabajar, descansaba de cuclillas. Hasta Temoc lo vio amenazar de cuclillas a un bato:
—Soy de Santa Cecilia. ¿Usted de qué parte?
Como no había pleito con ser de la colonia Villa Guerrero, Chómpiras le dio la mano a Temoc y le explicó que había huido de EE. UU. Era fierrero:
—Quienes empiezan a armar los castillos para aventar las columnas. Son batos bien duros, construyen sobre la nada. Se amarran y van subiendo fierros, y es normal que estén orgullosos—. Chómpiras ni se amarraba, decía que el arnés le estorbaba y, en el fondo, era inútil: “Si Dios ordena ¡arriba!, subo. Si Dios ordena ¡abajo!, yo bajo”.
Cada tres de mayo es el día de la Santa Cruz, tradicionalmente asociado a la fertilidad y, entre campesinos, a lluvia y cosechas. En la explanada se celebraba la festividad del albañil —¿quién no ha visto, en fachadas de casas en obra negra o gris, una cruz protectora, improvisada de cemento, madera, fierros?—. Aun así, Temoc, por chamba atravesada, permaneció en el cuarto de máquinas. Enclaustrado, escuchó la batalla campal. Se agarraban a polines: “trozos de madera para aventar el colado: tiras el concreto para que se solidifique y quitas los polines, que funcionan como columnas”. Oyó que con uno, alguien —le pareció identificar a Chómpiras— golpeaba a un desgraciado. Tras aplastarle el cráneo, huyó.
En la construcción del desarrollo —¿no parece un Instituto Benjamenta de vidas entrechocadas, como bolas de billar?— también trabajaba un tal Michoacano. De joven, vagó por EE. UU. Ahora, orbitaba por la frontera: “se mantenía en forma de penal en penal”, supo Temoc. Sus virtudes no terminarían ahí: “quien se cría en penales, se vuelve súper aseado”, se jactaba. Cierto para él: al entrar y al salir de las entrañas del cuarto de máquinas, donde instalaba tuberías de PVC, pedía que lo bañasen con una manguera, como si fuera un elefante.
Al llegar al desarrollo, el Michoacano exigió al Ingeniero un estimado del dinero del alojamiento, y él se buscaría dónde dormir. En la calle, en la garita del guardia. O, los fines de semana, en la playa. Allí, por las mañanas, recogía alambre. En las tardes construía con eso escorpiones para venderlos. Dormía cerca del mar, rodeado de sus alacranes.
Una noche, entre chelas, confesó que “hacer vida de gringo” era su sueño. Pero, por alguna razón, tenía prohibido entrar a su sueño.
Se deduce que Temoc —a lo Jakob von Gunten—me cuenta únicamente las estampas del desarrollo que, como adolescente, le impregnaron. Son estampas que connotan animales numinosos; rampantes en la hipérbole, pero de recuerdo moralizante. Temoc podría haberse dicho: “Fui a un espacio liminal, todavía por construir, y puse un pie allí. Pero, yo que puedo ya me voy”.
Tipos así, aunque fuera para sugerir males imperdonables, platicaban. Sin embargo, otros eran retorcidamente callados, como el Gorila. Este enorme cimbrador —quien coloca los armazones que sostienen las estructuras de una obra—, con unos cuernos tatuados en la frente, ni a las meseras les decía “mu”. Señalaba viandas y emitía sonidos guturales, cada vez más fuertes, pero sin articular palabra. Si, por ejemplo, no le traían el número ansiado de tortillas, golpeaba la mesa y pateaba el suelo. Ahí, las meseras más bravas se plantaban:
—Espérate tantito o te quitamos hasta lo que te trajimos, ¡burro!
Por respuesta, el Gorila exhalaba e inhalaba. Si eso tampoco funcionaba, subía la intensidad a un “Ah” casi inaudible… ¡Lo costoso, lo parturiento, de que ese gigante cansado alcanzara un sonido mínimo de homúnculo, de larvita!
Después, silencio.
Y si no le traían justo las tortillas que quería, vuelta a empezar.
Días antes de mudarse del hotel a una casa rentada por el Ingeniero, Temoc se quedó sin marihuana. Preguntó a quién podía comprarle y alguien señaló al Gorila que, quieto, miraba fijamente el suelo. Temoc le reiteró las buenas tardes. Nada, salvo una respiración leve con piquitos de aceleración. ¿Qué hacer? Dejar las perífrasis: “¿Vendes mota?” El Gorila, sin voltear a verlo, sacó una bolsa. “¿Cien pesos?”, preguntó Temoc. Callado y sin dejar de mirar al suelo, el Gorila agarró el billete y se la entregó.
Fumar hasta la madrugada era una de sus pocas diversiones. Pero, sobre todo, Temoc tomaba chelas y escuchaba el único CD, con canciones de Pink Floyd y Juan Gabriel, grabado en el único cíber. Ya en la casa rentada, un compa compró un teclado y, por la noche, versionaban las mismas canciones. Pero la que más cantaban no estaba en el CD: “Llévame rosas y olvida”, de Banda Torera.
—¿Por qué?
—Cuando recién llegamos a Puerto Peñasco, coincidía que ese compa y yo acabábamos de terminar unas relaciones, de esas de prepa, con chavas mayores. Nos clavamos mucho. De hecho, casi las habíamos empezado y terminado a la vez. Esa canción, si la escuchas, habla de dolor, dolor, dolor intenso.
En los silencios, lo que escuchaban era, tras su puerta, al Reclutador:
—¡Órale, compadre! Chíngatelos a todos. Acá te apoyamos. ¡Pinche gobierno federal!
Algo así. Se había enganchado a Prison Break.
Llegaba la entrega del trabajo. Temoc había aprendido a soldar con plata. Sin embargo, el Reclutador lo lastraba. Soldaba chueco, pero contestaba que los chuecos eran ellos. Dejaba “cacahuates” —restos de mala soldadura que, con alta presión, pueden provocar fugas y que la tubería reviente— y, para remediarlo, hubo que trabajar tres meses más.
Tras ese tiempo, el material de la bodega se terminó y con él, ahora sí, la chamba. Era el último día…
¿Y si alguna de las tuberías soldadas no quedaba?
Sin embargo, todo estaría bien. Según el Reclutador, alguien, desde las alturas, había aventado un martillo y golpeado en el cráneo a otro desgraciado. La obra cuajó: que “pegue con sangre” suena al reverso del día de la Santa Cruz.
Imagen de portada: Puerto Peñasco, 2015 (detalle). Fotografía de ©Trevor Huxham. Flickr