Veo, oigo, huelo, palpo, saboreo. Leo en voz alta y al mismo tiempo esquivo mi costumbre (rotosa ahora) de escrúpulo de sensaciones del silencio que pudiera obstruirme el eco lector desde lo que leo en voz alta. Leo: “ven/ siéntate conmigo/ en primera fila/ está por desatarse/ la inconclusa”. Me detengo. Estoy de viaje, pienso, en traslación directa y con paradas o cambio provisional de itinerario en la inmersión.
Leo Borrosa imago mundi, de Pura López Colomé. Y veo (huelo) que en cada uno de sus poemas se proyecta un viaje, de ida y vuelta, a través o con la anuencia de cinco guías o canales, los sentidos, y una estación o punto de partida: la memoria, a donde aquellos irán a confluir de retorno o para intervenirse los unos con los otros.
Son de ida y vuelta porque tras el trayecto su autora dará cuenta de con qué poemas de otros autores los suyos, en algún vértice del tiempo hacen eco o reverberación, dialogan, re-nacen o se vuelven otros. Las coordenadas del periplo están dispuestas mediante un formidable uso de recursos (la frase hecha, incluso, transmutada en música, en revelación) y en donde ni lo tipográfico se desenmarca de la intención poética.
Ya en un libro de 2007, Santo y seña, López Colomé anunciaba, o quizá era la voz de la poesía misma (ella) la que, en glosa oracular, daba indicio de entrada de destino a lo que ahora se materializa en Borrosa imago mundi, río y/o bosque, paisaje de variación múltiple, escenas autobiográficas, el descubrimiento —esa descarga eléctrica— y recuerdo de los sentidos —lo sentido—:
Gracias al ‘prelado’
y a su cursi intensidad predicatriz,
vi (aunque suene raro
que el oído impulse la visión
y además sea desquiciante)
mi trayecto pendular
del color pálido al marino…
Orfandad, confesión y semblanza también de lo que los sentidos de otros suscitaron en los de otros, aunque río o bosque o paisaje múltiple es “borroso”, advierte la autora, en acto de moderación o acatamiento al sentido poético, y desmarcándose involuntariamente quizá del conocido “agudo mal de la precisión” del señor Teste que obsedía al personaje-imaginación de Paul Valéry; pero también ofreciendo señal de que en ese procedimiento, en el borrar, es donde brota o surge el acto creativo:
Yo (Pura) pretendo borrar el mundo visible al natural, para abandonarme a la realidad interior invisible que emerge, a ratos, en las fotos, precisamente porque se trata de imágenes percibidas con lente de por medio.
(Como ocurre en un tipo de pintura que encuentra su mejor habitación de apariciones precisamente en ese acto: borrar lo “al natural”. Dígase la de Turner, la de Bacon.)
“Ninguna ley podría existir/ al fondo de mi estanque cerebral./ Solo una imago mundi/ inconexa, borrosa, vítrea”, se lee en Santo y seña, y en Borrosa imago mundi es evidente que lo borroso no demerita la índole expansiva o concentrada (según el caso) de su palabra: “Asómate por esta ventana/ y descubre la eternidad,/ mírala de frente”. Con todos los sentidos, pienso, o agrego: de cuerpo entero, como ya había planteado López Colomé en Via Corporis (2016), aunque en este el “protagonista”, siendo también el gran vehículo, el cuerpo, era en condición de fisuramiento o heridas sin vendaje, por enfermedad o muerte, y no como receptor del gran gozo con que nos dotan los sentidos sea en su plena ejecución, o en algún caso en detrimento de alguno y/o amplificación de otro, como ocurre en Borrosa imago mundi, conducido todo por una corriente de ironía, humor más bien, que salpimenta circunstancias inscritas en el marco del deleite o la repugnancia (léase la magistral semblanza de Santa Teresa como una empresaria fast track, saboréese el emplazamiento del yo poético al canónico propulsor proustiano del olfato magdalena de por medio, véase la imposición dietética al hábito infantil de comer tierra).
¿Y si fuera la memoria el sexto sentido?, me pregunté después de leer las primeras páginas de esta imagen de mundo. No tardé en retroceder en mi pregunta, o más bien viré: ¿Será entonces, dicen mis sentidos, que la memoria es el indulto (ilusorio y perecedero) a la condena del tiempo (la de nuestra duración vehicular)?
En Borrosa imago mundi, Pura López Colomé abre la compuerta poética a un río interior de percepción si no ajeno por completo al intelecto, por supuesto, sí dando la espalda al lugar común y a la soberbia descomunal de que todo se forma, entra, cae o/y procede exclusivamente de la cabeza, y otorgando el reconocimiento a esta como la gran sintetizadora.
Solo a partir de una irrupción en la profundidad, es decir, de decidida inmersión en las superficies, podría uno alcanzar la dicha de estar colgado del vacío, desaferrado del garfio de la cabeza, sostenido solo, afortunadamente, por los sentidos. Solo. La imagen que se desgaja de tal circunstancia podría ser, paradójicamente, aterradora; aunque debiera ser tranquilizadora en la iconografía de la libertad del ser.
La inmersión (vidriada) en cada uno de los sentidos en Borrosa imago mundi propulsa un deseo de retorno para el cuerpo hacia lo primigenio de la percepción, a un tiempo y un aposturamiento permanentes pero semiocultados, ya ajenos a la farsa que con su hojarasca hemos adjudicado en exclusiva al intelecto.
Cualquier lector que decida o caiga por azar en la lectura de Borrosa imago mundi requerirá suspender sus ocultamientos. No podrá esconderse ya de sí. Pienso. Todas las preguntas están ya sobre la mesa. Las respuestas, si las hubiera, están en el caleidoscopio que el lector encuentra en sus propios sentidos: su vehículo.
Veré verme, oiré oírme, oleré olerme, me palparé para conocer mi sabor: (Estoy saboreando el Impromptu Número 3 de Schubert). “Vivir es increíble” se lee en un espectacular que aparece en un tramo desolado de la carretera por la que transito (la memoria).
Estoy colgado del vacío (¿o pendo?), desaferrado del garfio de la cabeza. Me sostienen mis sentidos, ¿de qué? Soy una imagen y un sonido que vibran en un espacio casi amniótico. Soy sabor, soy miasma. Me huelo, me tacto, estoy pasando la lengua por el mundo (“mío, de mí”). “Me creo vampiro.”
Cerca de mí (en el vacío), él me huele, me lame una pierna, dirige su mirada a mi cara, me ladra cuando emito una palabra para apartarlo. Insiste en lamerme, y de pronto, se va corriendo al jardín. Lo sigo (con mi vacío a cuestas). Mete el hocico entre la hierba. Me acerco. Ve, huele, saliva frente a algo que yo de principio no alcanzo a percibir. Cava entre el pasto y dos mariposillas salen volando de entre. Me acerco más, me agacho, desciendo a su altura, y vuelve su cara a mí y enseguida hacia la yerba, sobresalen de entre ella dos antenas, o pinzas diminutas, ¿de qué criatura? No lo sé. Huelo. “Qué Proust ni que ocho cuartos”; aquí huele a vida viva. Ha descubierto un cosmos entre el césped, lo saborea con nariz y vista, y me lo quiere mostrar (¿quiere? ¿O solo está creando memoria presente?). Sus sentidos hacen eco en los míos. ¿Me animala o me humaniza? Me entrego a la tutela de los guías del Gran Vehículo. Empiezo a recordar. “Todo está en todas las cosas”, rememoro.
Sigo viendo, sigo oliendo, sigo saboreando, sigo oyendo el rumor de existencia que circunda el césped, sigo proponiéndome que mis manos toquen o acaricien este cosmos. “No hagas eso, te puedes electrocutar”, me dice mi cabeza. “Y qué, ¿qué tiene de malo?”, respondo.
El lector (ese desconocido) que abra Borrosa imago mundi y lea, al azar o empiece su lectura en modo convencional, desde el principio no podrá ocultarse ya de sí mismo.
Lector, entrarás en el puerto inequívoco de la palabra poética; en el sexto sentido, tal como lo concebía el Capitán.
Imagen de portada: Jang Si-heung, Erudito contemplando una cascada, Dinastía Joseon, s.f. Museo Nacional de Corea